Se sabe de la peor forma: porque en esa localidad antioqueña han hallado los restos de 54 colombianos asesinados por el ejército de Colombia. Parece un contrasentido, pero, en los anales de la infamia ninguna fuerza militar del mundo ha emprendido a matar connacionales, disfrazarlos de combatientes, para presentarlos luego como enemigos dados de baja. Ni Hitler, ni Mussolini, ni el carnicero Francisco Franco… ningún dictador por sanguinario que fuese se atrevió a semejante canallada. Ni Pinochet que tiene tantos devotos en esta tropical república hizo algo así.
Pero en Colombia si pasa, se han llamado “falsos positivos”, dado que eran presentados como trofeos, positivos. La lógica de un estado tomado por la mafia tenía como prioridad matar gente, para presentar cadáveres a un público admirador de mafiosos, como prueba de eficacia administrativa. Aunque en su momento se denunció, no se tomaron en serio esas denuncias: venían de campesinos, o de habitantes de pueblos lejanos, que es casi lo mismo. Porque para que Uribe hubiese convertido a Colombia en un circo romano donde los espectadores se divertían con las imágenes de cadáveres que cargaban soldados apurados, y pidieran más y más sangre, hasta reelegir a Uribe, algunos adictos a la crueldad pedían reelección indefinida, y el espectáculo continuara, para que esto sucediera fue necesario despertar entre los colombianos las más sanguinarias pasiones, lo que no es difícil.
Para ello se empezó por revertir la valoración social de la educación y la cultura, de modo que resultaba más patriótico ser traqueto que estudiante, profesional, o artista; también hubo de invertir algunos valores, así lo reprobable no fuese ser ladrón, sino dejarse sorprender; o deformar aquello de que no hay muerto malo para hacer de cada muerto un culpable (“por algo sería”), y de cada victimario un justiciero. Desde siempre se ha despreciado al campesino en Colombia, pese a que casi la totalidad de la población tiene ascendencia campesina, incluso programas televisivos de humor, como Sábados Felices, fundamentan su contenido en burlarse del campesinado de diversas regiones. La gran prensa resultó fundamental en este cometido, legitimando a los asesinos, y desestimando a las víctimas, todo por la paga. Si hoy se asiste a una mejor conciencia social, que incluso condena las prácticas de Falsos positivos, se da por el posicionamiento de las redes sociales como fuente de información.
Los medios masivos de comunicación propiciaron que el robo de tierras fuera visto como la apenas merecida recompensa de quienes propiciaban el morbo con imágenes de cientos de labriegos destazados; o que el desfile de millones de campesinos empobrecidos y desplazados fuera la consecuencia merecida por vivir en zonas de guerrilla; o que la práctica del ejército de Colombia de matar niños del campo se viera como medicina social preventiva, así nadie se dolió de que militares disfrazados de paramilitares exterminaran a machetazos a una familia campesina en la comunidad de paz de San José de Apartadó, incluyendo a tres niños menores de diez años, uno de ellos de sólo dos años.
Tanto se pervirtió la conciencia ciudadana que millones de estos terminaron de enemigos de la paz y, otro pináculo de la descomposición moral colombiana, votaron en un plebiscito a favor de la guerra. Siguen exigiendo raciones de carne humana.
Hoy, los cráneos que sacan del cementerio de Las Mercedes, en Dabeiba, enjuician esa mala conciencia de los colombianos, que mientras aplaudían a los criminales gritaban: “los buenos somos más”. Esas cuencas, rellenas de tierra, no se han enceguecido, como pretendieron los asesinos, hoy muestran al mundo qué tanto se ha degradado el conflicto nacional, y cómo ha arrastrado en ello a los colombianos.
Si la ciudadanía asistió como cómplice a semejante carnicería, no se exculpa con ello a los autores, intelectuales y materiales, que todo el mundo sabe quiénes son, menos las instituciones gubernamentales encargadas de velar por el bien común y las de administrar justicia. Que los hallazgos de estas fosas comunes, el esclarecimiento de esos casos judiciales, y la ubicación de víctimas de desaparición forzada, no las hacen las autoridades que tiene como misión esos temas, sino que lo está logrando un tribunal de justicia transicional, que con menos tiempo, menos personal, y menos recursos, hace lo que la institucionalidad colombiana se rehúsa a hacer. Porque la diferencia entre la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, y el resto de la institucionalidad colombiana está marcada porque en la JEP existe voluntad política de esclarecer los horrores del conflicto armado, mientras que las instituciones estatales se articulan desde la complicidad con el crimen, para propiciar el ocultamiento y la impunidad.
Así, mientras el general Mario Montoya, abierto promotor de la política de falsos positivos, tanto que era conocido entre su tropa como el “general Montaje”, va a la JEP a burlarse de ese tribunal y de las víctimas, el juzgado 13 civil del circuito de Bogotá considera que indagar por quién dio la orden de los falsos positivos atenta contra el buen nombre del general Montaje. Quien no sólo se ha de juzgar por crímenes cometidos contra personas inermes, a las que el Estado debía proteger, sino también por la degradación moral del Ejército de Colombia, al que llevó a militar en la cobardía, y en la extrema maldad.
Dabeiba queda lejos de todo, especialmente de la justicia. Desde ese recoveco de Colombia unas cuencas que emergieron del fondo del olvido reclaman a los colombianos por tanto horror, suplican a la JEP que no ceda en su tarea, y a los tribunales internacionales que hagan justicia en Colombia.
José Darío Castrillón Orozco
Foto tomada de: https://www.elcolombiano.com/
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