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La voz del Sur frente al poder hegemónico: Petro, Gaza y la crisis del orden global

13 octubre, 2025 By Jaime Gómez Leave a Comment

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La colisión de dos mundos en el escenario global

En la historia de las relaciones internacionales, existen momentos de fractura en los que la tensión latente entre paradigmas opuestos se manifiesta de forma abrupta y reveladora. La secuencia de acontecimientos que tuvieron como protagonista al presidente de Colombia, Gustavo Petro, durante la Asamblea General de las Naciones Unidas, constituye uno de esos momentos. Su discurso franco y directo, su participación en una protesta callejera en Nueva York y la fulminante revocación de su visa por parte del gobierno de Estados Unidos no fueron actos aislados ni meros exabruptos diplomáticos. Fueron, en conjunto, la escenificación de una colisión fundamental entre dos visiones irreconciliables del orden global: por un lado, la defensa de un multilateralismo fundado en la soberanía de los pueblos, la universalidad de los derechos humanos y la primacía del derecho internacional, encarnada en la voz de un líder del Sur Global; por otro, la reafirmación de un orden autoritario, unilateral y hegemónico, donde el poder prevalece sobre la norma y el derecho es un instrumento maleable al servicio de intereses estratégicos, cuyo máximo exponente es la administración de Donald Trump.

Este artículo se propone desentrañar las múltiples capas de este enfrentamiento. Se argumentará que la propuesta de paz de 20 puntos para Gaza, lejos de ser un factor externo, es el catalizador y la expresión más nítida del paradigma que Petro desafió. Analizaremos cómo el discurso del presidente colombiano fue un acto de “contrapoder discursivo” que buscó resignificar conceptos clave como genocidio, soberanía y seguridad, en un intento por subvertir las narrativas dominantes. Posteriormente, examinaremos la reacción estadounidense no como una simple represalia, sino como un ejercicio de “soberanía punitiva”, una doctrina de poder que pone en jaque las bases funcionales y normativas del sistema de la ONU. Finalmente, se deconstruirá el plan de paz de Trump para demostrar que no es un marco para la resolución de conflictos, sino un diktat [1]que busca codificar una paz asimétrica, formalizando la subyugación del pueblo palestino y consumando el vaciamiento del derecho internacional. Esta colisión, sostenemos, no es un mero episodio coyuntural; es un síntoma de la profunda crisis de la policrisis global, donde crisis económicas, climáticas, sanitarias, sociales y de seguridad se retroalimentan, y un presagio de las luchas que definirán el futuro de la gobernanza global en un mundo cada vez más complejo.

La palabra como arma – deconstruyendo el desafío discursivo de Petro

La tribuna de la Asamblea General de la ONU ha sido históricamente un escenario privilegiado para que los líderes de la periferia global contesten las narrativas hegemónicas. El discurso de Gustavo Petro se inscribe en esta tradición, pero con una particularidad: la articulación de una crítica sistémica que interconecta crisis aparentemente dispares bajo una misma lógica de dominación, proponiendo un diagnóstico y una prognosis que desafían los fundamentos del orden postguerra fría.

El núcleo del argumento de Petro no se centró en un único agravio, sino en un diagnóstico holístico de un sistema global fallido. Al vincular la crisis climática, la “guerra contra las drogas” y el genocidio en Gaza, Petro identificó un patógeno común: la “codicia”, descrita como un “veneno” antagónico a la vida. Esta no es una simple categoría moral, sino un concepto político que apunta directamente al motor del capitalismo global en una fase controlada por el capital especulativo, donde la lógica de la acumulación a corto plazo prevalece sobre la sostenibilidad de la vida, la cohesión social y la dignidad humana. Su denuncia de la “política del poder” que subyace a la estrategia antidrogas estadounidense, describiéndola como una herramienta para “dominar los pueblos del sur”, es una manifestación de esta crítica. Conecta la experiencia específica de Colombia, marcada por décadas de una intervención tutelada bajo el pretexto de la lucha antinarcóticos que militarizó la sociedad y estigmatizó al campesinado, con la experiencia más amplia del Sur Global, sujeto a intervenciones, sanciones unilaterales y bloqueos económicos que perpetúan su condición subalterna en la división internacional del trabajo.

La designación de la situación global como una “crisis global de la barbarie” es estratégicamente poderosa. Evoca la disyuntiva planteada por Rosa Luxemburgo de “socialismo o barbarie”, actualizándola al contexto del siglo XXI: o la humanidad, a la que Petro erige como el “nuevo sujeto político” trascendiendo al Estado-nación, construye una gobernanza democrática y planificada global, o se precipitará hacia la extinción climática y la violencia perpetua. Este marco discursivo transforma a Gustavo Petro de un simple jefe de Estado a un portavoz de un proyecto contrahegemónico que busca no solo reformar el sistema, sino redefinir sus términos ontológicos y teleológicos. Al declarar la “decadencia del Estado Nación”, Petro ataca el pilar westfaliano del orden internacional, sugiriendo que los problemas globales (clima, migración, pandemias) han superado la capacidad de respuesta de los Estados soberanos individuales, especialmente cuando estos actúan movidos por intereses nacionalistas estrechos.

La interpelación jurídica y moral: el peso del término “Genocidio”

Cuando un jefe de Estado, en el foro más importante del mundo, califica los acontecimientos en Gaza como “genocidio” y acusa al presidente de Estados Unidos de “cómplice”, la afirmación trasciende la retórica política para convertirse en una interpelación jurídica de máxima gravedad. El término “genocidio”, codificado en la Convención de 1948 y en el Artículo 6 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, no es un sinónimo de masacre. Requiere la demostración de una intención específica (dolus specialis)[2] de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal. Esta es una barrera probatoria extremadamente alta.

Sin embargo, el acto del compañero presidente Petro no busca necesariamente una condena judicial inmediata, sino que cumple una función política crucial: la de nominación. Al nombrar el crimen, se activa un marco normativo y moral que obliga a la comunidad internacional a posicionarse. Se rompe el velo de eufemismos —”conflicto complejo”, “daños colaterales”, “derecho a la defensa”— para confrontar la realidad de la aniquilación de un pueblo. Su acusación de complicidad contra la administración Trump no es una hipérbole. El Artículo III(e) de la Convención tipifica la “complicidad en el genocidio” como un acto punible. En un contexto donde un Estado proporciona el apoyo militar, la cobertura diplomática (mediante el veto en el Consejo de Seguridad) y la justificación retórica para actos que podrían constituir genocidio, la acusación de complicidad se vuelve jurídicamente plausible y políticamente necesaria para señalar la cadena de responsabilidad.

Su propuesta de invocar la Resolución 377 (A) “Unión pro Paz” es igualmente radical y jurídicamente astuta. Esta resolución, un artefacto de la Guerra Fría diseñado para eludir la parálisis del Consejo de Seguridad, es un mecanismo de último recurso que transfiere la responsabilidad de mantener la paz a la Asamblea General. Aunque sus recomendaciones no son vinculantes como las del Consejo de Seguridad, poseen un inmenso peso político y moral. La propuesta de Petro de crear una “fuerza armada poderosa” es un desafío directo al monopolio de la fuerza de las cinco potencias con derecho a veto, un intento de democratizar la seguridad colectiva y un llamado a hacer efectivo el principio de la Responsabilidad de Proteger (R2P), no como un pretexto para intervenciones neocoloniales selectivas, sino como un deber universal para detener atrocidades masivas, sin importar quién sea el perpetrador o sus aliados.

Del discurso al gesto

Si el discurso de Petro fue un desafío a las estructuras de poder, su participación en la protesta en Nueva York y el llamado a la desobediencia de las tropas estadounidenses fue una transgresión de las fronteras no escritas de la diplomacia. La reacción de Washington fue una demostración de que, en el orden unilateral, el poder soberano para excluir y castigar prevalece sobre las normas de inmunidad y el espíritu de la cooperación multilateral.

La imagen de un presidente en ejercicio, aún en misión oficial, uniéndose a una manifestación en las calles de Nueva York es profundamente simbólica. Petro disolvió momentáneamente la distinción entre el estadista (que opera dentro de los canales formales del poder) y el activista (que contesta ese poder desde fuera). Este acto lo alineó con los movimientos de solidaridad global y con la “humanidad” que había erigido como el nuevo sujeto político. Su llamado a abrir “inscripciones de voluntarios” para luchar por Palestina, si bien declarativo, refuerza esta identificación con las luchas de liberación nacional, evocando el internacionalismo de épocas pasadas.

Sin embargo, fue su exhortación directa a las fuerzas armadas de otra nación —”¡Pido a todos los soldados del ejército de los Estados Unidos que… desobedezcan la orden de Trump!”— lo que cruzó una línea roja. Desde la perspectiva del derecho interno estadounidense, esto puede interpretarse como una incitación a la insubordinación. Pero desde la óptica de los Principios de Núremberg, el llamado adquiere otra dimensión. El Principio IV de Núremberg establece que “el hecho de que una persona haya actuado en cumplimiento de una orden de su Gobierno o de un superior no la exime de su responsabilidad según el derecho internacional, siempre que haya tenido la posibilidad moral de elegir“. El llamado de Petro es una interpelación directa a la conciencia individual del soldado, un recordatorio de que la legalidad nacional no puede ser un escudo para la comisión de crímenes internacionales y que existe una lealtad superior a la humanidad y a sus leyes fundamentales.

La visa como arma: soberanía punitiva y la crisis de la sede de la ONU

La revocación de la visa de Petro es un acto que debe ser analizado en su profunda implicación para el sistema de Naciones Unidas. El Acuerdo relativo a la Sede de las Naciones Unidas de 1947 obliga a Estados Unidos, como país anfitrión, a no imponer impedimentos al tránsito de los representantes de los Estados Miembros. La justificación de “acciones imprudentes e incendiarias” politiza el control migratorio y lo convierte en una herramienta de coerción diplomática.

Este acto es una manifestación de lo que podemos denominar “soberanía punitiva”: el uso de prerrogativas soberanas (como el control fronterizo) no para fines legítimos de seguridad, sino para castigar la disidencia política y disciplinar a los actores que desafían la línea hegemónica. Al hacerlo, Estados Unidos erosiona la neutralidad funcional del territorio de la ONU y socava el principio de igualdad soberana de los Estados. La acción contra Petro crea un precedente peligroso, sugiriendo que el derecho de un jefe de Estado a participar en los foros de la ONU está condicionado a su conformidad con la política exterior de Washington. La respuesta de la Cancillería colombiana, planteando la necesidad de una sede “completamente neutral”, aunque retórica, apunta al corazón del problema: la contradicción estructural de albergar la organización mundial para la paz en el territorio de la potencia militar y política más poderosa del planeta.

El Plan Trump para Gaza – La arquitectura jurídica de la subyugación

El plan de paz de 20 puntos de Donald Trump para Gaza no puede entenderse como un esfuerzo genuino de mediación. Es la culminación lógica de la filosofía unilateral que Petro confrontó: un ejercicio de imposición que busca resolver un conflicto político y de derechos humanos a través de la anulación de una de las partes. Su análisis desde el derecho internacional revela un diseño meticuloso para perpetuar la asimetría de poder bajo un barniz de gobernanza tecnocrática y ayuda humanitaria.

En la práctica, la implementación del plan ha comenzado con una primera fase que, superficialmente, puede ser calificada de exitosa. Se ha instaurado un alto el fuego, poniendo fin al derramamiento de sangre inmediato. Las imágenes de caravanas de ayuda humanitaria entrando a Gaza y, sobre todo, el emotivo intercambio de 20 rehenes israelíes por 2.000 prisioneros palestinos, han generado una narrativa de progreso y un palpable alivio global. Este éxito inicial, sin embargo, debe ser analizado críticamente, pues funciona como un dispositivo estratégico para legitimar las fases posteriores, que contienen el núcleo de la subyugación.

Esta primera fase es deliberadamente transaccional y pretende mostrarse como apolítica. Se centra en elementos cuantificables y de alto impacto mediático: vidas salvadas, camiones contados, personas liberadas. No aborda ninguna de las causas estructurales del conflicto. La retirada de las tropas israelíes es parcial, consolidando una nueva línea de defensa que mantiene el control israelí sobre aproximadamente el 53% de la Franja de Gaza, creando una zona de seguridad de facto y fragmentando aún más el territorio. El problema de la ocupación israelí pretende ser normalizada. El alivio humanitario, aunque vital, es gestionado y supervisado por Israel, reforzando la dinámica de poder donde la supervivencia palestina depende de la anuencia de la potencia ocupante.

El genio estratégico del plan reside precisamente en la secuencia de las fases. La Fase 1 actúa como una anestesia. Alivia el dolor más agudo de la guerra, generando un capital político para sus arquitectos y haciendo que cualquier crítica parezca insensible ante la catástrofe humanitaria que se ha detenido. Sin embargo, este alivio es el preludio de los puntos verdaderamente conflictivos que definen la naturaleza del plan: el desarme total de Hamás bajo amenaza de “exterminación”, la imposición de una gobernanza tutelada sin participación de Hamás, y el aplazamiento indefinido de cualquier horizonte político hacia un Estado palestino, una idea que enfrenta la “férrea oposición” del propio gabinete israelí. La primera fase, por tanto, no es un paso hacia una paz justa, sino una maniobra para pacificar el entorno y crear las condiciones para la imposición de un orden neocolonial.

La negación de la agencia política: Gobernanza tutelada y soberanía vaciada

El pilar del plan es la negación de la autodeterminación del pueblo palestino, un derecho erga omnes y posiblemente jus cogens en el derecho internacional[3]. La creación de un “comité palestino tecnocrático y apolítico” que gobernará Gaza bajo la supervisión de una “Junta de la Paz” presidida por actores extranjeros es un modelo de neocolonialismo explícito, reminiscente de los mandatos de la Liga de las Naciones o de las administraciones internacionales en protectorados post-conflicto como Bosnia o Kosovo. Este esquema no solo excluye a los representantes palestinos, sino que pretende despolitizar deliberadamente el problema, transformando una lucha de liberación nacional en un problema de mala gestión que debe ser corregido desde el exterior.

La soberanía ofrecida en el horizonte del plan es una ficción jurídica. La completa desmilitarización y la subordinación de la seguridad a una fuerza internacional que colabora con Israel significa que el ente palestino carecería del monopolio del uso legítimo de la fuerza, un pilar de la estadidad westfaliana[4]. Se crea un Estado permanentemente tutelado y vulnerable, cuya existencia depende de la anuencia de sus supervisores. La condicionalidad del reconocimiento de un Estado a la implementación de reformas no especificadas invierte la lógica del derecho: la autodeterminación no es una concesión que se otorga por buen comportamiento, sino un derecho inalienable que es la precondición para una paz justa.

La demolición del marco jurídico preexistente

El plan de Trump no opera en un vacío legal; opera demoliendo activamente el marco jurídico internacional construido durante décadas. Ignora resoluciones del Consejo de Seguridad como la 242 y la 338, que establecen el principio de “tierra por paz”. Al dar por sentada a Jerusalén como capital “indivisa” de Israel, viola la Resolución 478 del Consejo de Seguridad, que considera la anexión de Jerusalén Este como una violación del derecho internacional. Omite por completo la Resolución 194 de la Asamblea General, que consagra el derecho al retorno de los refugiados palestinos. El plan es, en efecto, un intento de crear una nueva realidad jurídica por la fuerza, reemplazando el consenso internacional con un dictado unilateral.

El “pleno apoyo” de la Unión Europea al plan de Trump representa una abdicación de su autoproclamado rol como “potencia normativa”. La UE, un proyecto construido sobre la primacía del derecho y el multilateralismo, opta por un pragmatismo que la convierte en cómplice de la demolición de ese mismo orden. Motivada por la urgencia humanitaria y el deseo de “volver a ser relevante”, acepta un marco político que contradice sus propias posiciones. La UE se posiciona como el principal financiador de la reconstrucción (“checkbook diplomacy”), asumiendo el rol de gestor de las consecuencias humanitarias de una solución políticamente injusta, como se evidencia en su compromiso de aportar fondos para la Fase 1. Su exclusión de la “Junta de la Paz” es significativa: se le permite pagar la factura, pero no participar en las decisiones estratégicas. Esta división del trabajo es funcional al orden unilateral: la potencia hegemónica dicta los términos políticos, y sus aliados gestionan las consecuencias, otorgando una legitimidad indirecta y un barniz humanitario al proyecto de subyugación.

Conclusión: la lucha por el alma del Derecho Internacional

La confrontación entre Gustavo Petro y la administración Trump, cristalizada en torno a la tragedia de Gaza, trasciende a sus protagonistas. Es un microcosmos de la lucha global por el alma del derecho internacional. ¿Es el derecho un conjunto de principios universales destinados a limitar el poder y proteger a los más vulnerables, como lo invoca Petro? ¿O es simplemente una herramienta más en el arsenal de los poderosos, un lenguaje para formalizar y legitimar relaciones de dominación, como lo demuestra el plan de Trump?

El discurso de Petro fue un acto de “insurgencia jurídica”, un intento de arrebatar el lenguaje del derecho de manos de los poderosos para devolverle su potencial emancipador. La revocación de su visa fue la respuesta del poder soberano, reafirmando que las normas tienen un límite: el interés nacional del poder hegemónico. El plan de paz para Gaza, con su engañosa primera fase, es la materialización de esta lógica, una “paz” que se construye sobre las ruinas del derecho internacional y la aniquilación de las aspiraciones de un pueblo. El alivio inmediato se compra al precio de la justicia a largo plazo.

Nos encontramos en una encrucijada crítica. Los actos de desafío como el de Petro, aunque puedan parecer simbólicos, son vitales. Son recordatorios de que el orden internacional no es una estructura estática, sino un campo de batalla discursivo y político. Indican que, desde el Sur Global, emerge una demanda creciente por un orden verdaderamente multipolar, democrático y, sobre todo, justo. El futuro del derecho internacional, y con él la posibilidad de una paz duradera y digna, dependerá de la capacidad de estas voces disidentes para pasar de la protesta a la propuesta y construir una alternativa viable al orden unilateral de la barbarie y de la muerte.

__________________________

[1] El término “diktat” proviene del alemán Diktat, que significa literalmente “dictado” o “imposición”. En el lenguaje político e histórico, se usa para describir un acuerdo, tratado o decisión impuesta unilateralmente por una potencia dominante, sin negociación real ni consentimiento de la parte afectada.

[2] Dolus specialis (intención específica) es el elemento subjetivo que distingue el genocidio de otros crímenes internacionales. Implica la intención deliberada de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal.

[3] En Derecho Internacional, una obligación erga omnes es aquella que un Estado tiene frente a toda la comunidad internacional, por lo que todos los Estados pueden exigir su cumplimiento. Una norma jus cogens es una norma imperativa de derecho internacional que no admite derogación ni acuerdo en contrario, como la prohibición del genocidio, la esclavitud o la tortura.

[4] La estadidad westfaliana alude al modelo clásico de Estado soberano surgido tras la Paz de Westfalia (1648), basado en la soberanía exclusiva sobre un territorio, la no injerencia externa y la igualdad jurídica entre los Estados.

Jaime Gómez Alcaraz,  Analista Internacional

Foto tomada de: France 24

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