La pregunta no es tanto si esas contradicciones son tan irreconciliables que puedan llevar a un enfrentamiento militar, sino otra más importante: ¿cuál es el objetivo de Estados Unidos de defender a un gobierno no muy popular tan alejado de sus costas?
En apariencias la respuesta a esta pregunta no es difícil, pues está en la misma naturaleza imperialista de su gobierno, sea demócrata o republicano, y de su filosofía hegemónica.
Pero se hace más compleja cuando la situación de Ucrania se contextualiza en la correlación de fuerza y el nuevo equilibrio internacional diferente -e inesperado- al que se pensó en 1991 cuando desapareció la Unión Soviética.
Después de 46 años de derrotado el fascismo de Adolf Hitler, los ideólogos estadounidenses proclamaron el triunfo definitivo de Washington en la II Guerra Mundial, que para ellos no concluyó en 1945 con la toma de Berlín, sino con el supuesto fin de la guerra fría.
La caída de la URSS simbolizaba para ellos un giro tan espectacular en el hegemonismo que podían darse el lujo de trazar nuevos modelos socioeconómicos globalizando el colonialismo y con ello expandiendo su cultura, formas de vida y privilegios de potencia vencedora.
Algunos periodistas -y me incluyo entre ellos- pensamos que con la derrota en Vietnam, Estados Unidos llegaba a su punto más lejos de expansionismo y, a partir de Indochina, comenzaría a recogerse como lombriz de tierra al igual que sucedió con el imperio romano y más acá con el colonialismo español.
Pero en la mente de ninguno de los que pensábamos así en 1975, año de la derrota militar del Pentágono, estuvo la desaparición de la URSS ni el reimpulso que ese acontecimiento dio a Washington en los esfuerzos expansionistas.
Sin apenas darse cuenta, el mundo se vio de improviso privado de los factores de equilibrio que, a pesar de la carrera armamentista, mantuvieron la paz global, aunque en precario.
Solo analistas muy experimentados alertaron de los nuevos riesgos que correría la humanidad con la caída del campo socialista por las consecuencias que podían derivarse de la ruptura de la paridad militar y política y la desaparición de factores de negociación.
Comenzaron a aparecer los peligros de un mundo unipolar que por suerte no fue más allá de la insinuación, al que aspiraban quienes, como Francis Fukuyama, proclamaban El fin de la historia, sin admitir que la nueva pretendida no sería mejor que la anterior.
En realidad, el fin de la guerra fría estuvo signado no tanto por la desaparición de la URSS a la que ya ni se le mencionaba, sino por una batalla entre el viejo capitalismo de finales de siglo y el nuevo que imponía otro orden dentro de un neoliberalismo globalizado, con reglas de expansión y concentración de capitales muy agresivas.
Lo que sí estaba claro era que entre uno y otro no hubo ninguna expresión clara de disposición de ir más allá del propio sistema y lo prueba el que no tuvieran en cuenta a una potencia emergente como China, con potencial para recomponer los equilibrios internacionales y restablecer los factores de negociación, como realmente sucedió.
Inmanuel Wallerstein, sociólogo y científico social histórico estadounidense, principal teórico del análisis de sistema-mundo, planteó entonces que al terminarse la guerra fría concurrieron dos derrotas: la del comunismo soviético, y la del liberalismo norteamericano.
Dijo que esta última -la cual oculta y anuncia a un tiempo la primera – abriría paso al proceso de mediana duración -de 30 a 50 años- que llevaría a la entera recomposición del sistema mundial existente en la segunda mitad del siglo XX. El científico se refería a un cambio de época y no a una época de cambios.
Guillermo Castro, catedrático y analista panameño, estima que Wallerstein estaba en lo cierto en lo fundamental, en el sentido de que no nos espera un mero cambio de centro -de Estados Unidos a China, por ejemplo-, sino uno de estructura en la organización del sistema mundial, y no meramente del mercado.
En esta compleja maraña de conceptos y criterios que rodean- y a veces ocultan- el significativo retroceso del control hegemónico de Estados Unidos se inscribe lo que está ocurriendo en estos momentos en Ucrania, y las posiciones ultras del gobierno de Joe Biden respecto de China, Rusia y otros países, incluidos pequeñitos como Cuba.
Biden hereda de Donald Trump un caos real con nuevas divisiones sociales, más allá de las clásicas del capitalismo entre burguesía y proletariado, o entre derecha e izquierda.
Asume la Casa Blanca rodeado de criterios, ideas, conceptos, visión del mundo, enfoques socioeconómicos y culturales que profundizan la división de la sociedad ya muy fragmentada, la cual amenaza los fundamentos democráticos de la nación. Eso no lo exculpa de nada.
Pero no hereda el cambio de época porque ya se expresaba en su etapa de vicepresidente de Barack Obama en un proceso de transformación del sistema político bipartidista que parece no tener marcha atrás, con dos extremos tácticos en aquel momento antagónicos, pero no irreconciliables: Trump en el republicano y Bernie Sanders en el demócrata. Biden no figuraba en esa partida.
Esa situación potenció al trumpismo en un cuadro de ruptura que puede derivar en transformaciones al interior del sistema, incluso aunque en la forma no varíe sustantivamente, pero sí en el fondo.
En este sentido se observa ahora, por ejemplo, la falta de unanimidad que prevaleció hasta Obama en la cúpula de poder o el llamado establishment, donde el consenso bipartidista se respetaba. Con el actual mandatario no funciona así, al menos totalmente.
Si en los comicios hubo consenso para eliminar a Sanders como candidato, ahora no lo hay para apoyar la reelección de Biden. Esa situación es un riesgo para la Democracia USA.
A escala internacional ocurre algo parecido que al interior de Estados Unidos porque la desigualdad sembrada por el neoliberalismo se expresa también entre gobiernos aliados en los que afloran diferencias y contradicciones que antes permanecían soterradas y ahora, después de Trump, son imposibles de ocultar porque no tienen solución.
Los intereses de cada parte, sea Francia o Alemania, Italia o España, son muy marcados, y Ucrania incluso podría convertirse en factor de un quiebre importante de la Unión Europea.
Esa situación también es fruto -como decía Guillermo Castro- de que el viejo mercado internacional, organizado en torno al comercio entre mercados nacionales tutelados por sus respectivos estados, ha ido cediendo rápidamente ante el nuevo mercado global organizado en torno al comercio intra corporaciones transnacionales que buscan tutelar a los más débiles.
En todo esto hay una expresión catalítica de aceleramiento del cambio de época de lo cual es un resultado lo que ocurre con la democracia en Estados Unidos y sus efectos sociales visibles.
Y lo preocupante es que no se observan inhibidores para desactivarla, pues el actual equipo presidencial no muestra nada que convenza de lo contrario.
Prueba de ello es el propio proceso judicial del abortado golpe de Estado que Trump intentó darle a Biden, y que no ha sido sancionado legalmente aun, pese a las pruebas y evidencias suficientes para ello.
El ordenamiento institucional fue violado y el violador aspira a ser nuevamente presidente de la nación.
En cualquier otro momento anterior ese episodio habría sido imposible. Ahora es muestra de la descomposición social en el país más armado del mundo y dueño de la imprenta que estampa el dólar.
Como reportó recientemente el periodista David Brook desde Nueva York, la ofensiva de fuerzas derechistas contra el sufragio efectivo, por la reversión de derechos y libertades constitucionales de mujeres, minorías raciales y comunidad gay y la prohibición de libros y enseñanza de historia, incluyendo el racismo, es descomposición social.
Impulsar campañas contra medidas para mitigar la pandemia como el uso de cubrebocas y el rechazo de vacunas, atacar la ciencia, amenazar con acciones armadas a comunistas, anarquistas y otros exponentes ideológicos, incluidos demócratas centristas también es descomposición social.
Organizar y tomar control local desde juntas escolares a puestos administrativos y de regulación a nivel municipal, así como de condados desde los cuales han impulsado medidas que afectan desde el programa de estudios de escuelas públicas, hasta qué libros se permiten o no en las bibliotecas califica como descomposición social.
Lo es, además, una serie de asuntos menores, como que un presidente insulte a un periodista y en lenguaje procaz y de bajos fondos le masculle “estúpido hijo de puta” en público y ante las cámaras.
Lo mismo ocurre en temas importantes y vitales de política exterior como China, Corea, Oriente Medio, Irán, Cuba, Venezuela, Nicaragua, o las relaciones con sus aliados de Europa y Asia.
Todo se mantiene igual o peor que con Trump, quien también usaba un lenguaje vulgar para calificar a amigos y enemigos.
La política de Biden en Ucrania y su peligroso enfrentamiento con Rusia, divide a Europa e incluso a sus socios del pacto noratlántico (OTAN). No todos los gobiernos respaldan un despliegue militar de esa alianza e incluso ni del Pentágono. Tampoco desean una guerra.
La conclusión a la que lleva todo esto es, en realidad, que sí estamos en un cambio de época y en un proceso de descomposición del imperialismo estadounidense y la humanidad está siendo testigo de errores estratégicos, fallas y voluntariedades poco racionales como las que preludiaron caídas imperiales en antaño.
Ucrania puede sumarse a las evidencias de una guerra geopolítica de posiciones encabezada por Washington, aunque no resuenen todavía los cañones ni se sientan las turbinas de los aviones de combate. Si la cordura no se impone, el mundo seguirá marchando hacia la medianoche nuclear. No es un apotegma.
Es muy difícil que la sociedad de hoy resista una crisis de misiles como la de 1962 en torno a Cuba, y más todavía el que Estados Unidos logre controlar el mundo como sigue insistiendo.
Ucrania puede ser un freno a sus apetencias hegemónicas cada vez más irreales.
Hace 20 años, el 31 de octubre de 2003 en la XXI Asamblea General de CLACSO y la III Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales en el Palacio de las Convenciones, La Habana, Cuba, Fidel Castro proclamaba al mundo que “el imperialismo no es invencible”.
“Ya se sabe, no hay un solo imperio que haya sido eterno. Hitler en un tiempo habló de un imperio de mil años. Soñó con una Alemania tan poderosa que durante mil años sería la más importante potencia del mundo. Realmente de los mil años les sobraron 998.
“Si hay alguno de los que creen que este imperio (Estados Unidos) va a ser de mil años, en virtud del fabuloso poder tecnológico, científico, económico, militar, puede ser que no llegue a 100 años. Con seguridad ese poderío no llegue a 50. Ese poderío fluctúa, lo pienso sinceramente, entre los 20 y 50 años.
“Sin dejar de ser realistas. Lo que caracteriza este momento casi con precisión de minutos, es que es un momento de cambio, de viraje en la historia. Y no para establecer poderes sino para establecer derechos”.
“Es más, otra convicción: estamos en el punto en que se decide si esta especie sobrevive o perece”, advirtió el líder cubano 20 años antes de este grave momento en Ucrania.
Luis Manuel Arce Isaac
Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/214832
Foto tomada de: https://www.alainet.org/es/articulo/214832
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