La mayor parte de nuestro planeta está urbanizado y una de las características más preocupantes es su insostenibilidad, que se puede medir aplicando parámetros como la contaminación acústica y atmosférica, el índice de desarrollo de los transportes públicos y la situación de la salud y la escolarización públicas. También es alarmante que muchas ciudades hayan superado su huella ecológica, como es el caso de Londres o Valencia, en cuyo puerto acaba de desembarcar la EXXON con un tráfico de cien barcos petroleros anuales. Es decir, nuestro gobierno local, falsamente progresista, ha convertido la ciudad en una gasolinera flotante.
Ante estas y otras muchas cuestiones graves, deberíamos empezar a plantearnos qué hacer al respecto y cómo compartir nuestra experiencia.
Podríamos empezar erradicando tendencias obsoletas, como es la difusión urbana característica de las ciudades norteamericanas, y fomentando la compacidad propia de las ciudades europeas, ya que esta atiende a la realidad física del territorio y se basa en la densidad edificatoria, la distribución de usos espaciales y el porcentaje de espacio verde y viario. Se trata de un parámetro que determina la proximidad, tan necesaria, entre usos y funciones urbanas.
Por otro lado, no podemos obviar que todo ciudadano tiene el derecho a —pero también la obligación de— elegir el modelo urbanístico que quiere. Así pues, deberíamos orientar la movilidad hacia la recuperación del espacio público en primer lugar, lo cual requeriría una ciudad limpia y eficiente. En segundo lugar, tendríamos que potenciar arquitecturas realmente sostenibles, puesto que son las únicas que satisfacen nuestras auténticas necesidades y no nos endeudan con el futuro. Se trata, en definitiva, de un proceso socio-ecológico con un ideal común que no debe repetir modelos obsoletos, como el regreso a la naturaleza, sino todo lo contrario: su integración en el hábitat urbano; aspiración en absoluto opuesta a la revitalización de los tejidos históricos de las ciudades.
La historia de Valencia, mi ciudad, se parece a la de otras urbes del planeta. Hemos «gozado» de una etapa desarrollista que ha coincidido con una dictadura militar de 40 años y de alguna intervención en la naturaleza, como desviar el río que partía la ciudad en dos a causa de las brutales inundaciones que periódicamente la ahogaban. La «luna de miel» que fue el retorno de la democracia tras el prolongado totalitarismo franquista frenó la destrucción de los barrios históricos y los entornos naturales y multiplicó los espacios públicos verdes. Pero, como toda luna de miel, duró poco. Las luchas intestinas por el poder y el «advenimiento» de la corrupción le devolvieron el gobierno a la derecha, que suele durar más que la izquierda y que se acompaña de grandes proyectos urbanísticos que arrasan los entornos naturales.
De todos es sabido que el neoliberalismo se nutre de importantes procesos de liberalización del suelo. El resultado es el establecimiento de consensos bien acomodados entre la empresa privada y los gobiernos municipales; sobre todo en cuanto a megaproyectos. Vemos germinar entonces las ciudades-espectáculo, habitualmente vinculadas a proyectos deportivos —Juegos Olímpicos, Mundiales de Fútbol, carreras automovilísticas como la Fórmula 1, Copas Américas…— y Centenarios y Cincuentenarios de conquistas territoriales, donde se multiplican como setas los faraónicos parques urbanísticos de lujo.
Sin entrar en el debate político que acompaña todo desarrollo urbanístico para centrarme exclusivamente en aquellos proyectos fruto de las presiones privadas, en el caso Valencia, su actual gobierno pretende «horadar» nuestras tripas mediante la construcción de un túnel pasante que se convertirá en uno de los mayores despilfarros de nuestra historia; eso sin tener en cuenta los múltiples desastres ecológicos y constructivos que lo acompañarán. Pero los dueños del hormigón mandan y los políticos obedecen —me gustaría saber a qué precio—, a pesar de que el gobierno actual dice ser de izquierdas y progresista.
Ante la ciudad con la que nos amenazan gobernantes y constructores, no podemos olvidar que el espacio público es clave y que de las decisiones que se tomen saldrá un modelo de ciudad u otro que podrá afrontar mejor o peor la transición ecológica a la que estamos obligados moralmente como ciudadanos. Debemos ser dueños de ese espacio reflexionando acerca de él y exigiendo a nuestros políticos lo que queremos.
Entre dichas exigencias, se encuentra el modelo de movilidad que el cambio climático nos impone y que consiste en una reducción drástica del transporte privado y una apuesta rotunda por el público. Además, no debemos olvidar que la ciudad es sobre todo propiedad de peatones y ciclistas, no de coches. Con esa única decisión ya cambiaría el aspecto físico de nuestras ciudades.
Por otro lado, si optamos por ciudades compactas, tendremos que conseguir que sus habitantes tengan viviendas amables, lo cual significa que deberían poder comprarse o alquilarse a precios asequibles e impedir la aparición periódica de burbujas inmobiliarias, a las que es tan proclive el neoliberalismo. Ejemplo modélico está siendo Berlín, que se ha enfrentado al alza de los precios de alquileres y que se prepara para expropiar los consorcios inmobiliarios alemanes.
Los cambios físicos y económicos deberían acompañarse de cambios legislativos y burocráticos, ya que nuevos retos exigen leyes valientes y administraciones públicas activas y racionales. No nos faltan modelos a imitar que han resuelto de forma magistral sus problemas.
Para que los cambios se lleven a cabo de forma eficaz, el movimiento vecinal también es clave. Durante décadas fue potente en mi ciudad, pero primero el PSOE y después el Partido Popular, lo fragmentaron hasta hacerlo irreconocible. Es hora de que se recomponga y actúe como una de las patas ciudadanas necesaria para solucionar las trabas que atañen a toda la ciudadanía: barrios periféricos construidos de forma deficiente, el grave peligro del tráfico rodado para peatones y ciclistas, la contaminación, la gentrificación, el tratamiento poco democrático del espacio público, etc. El movimiento vecinal debe recuperar su protagonismo para conseguir sus objetivos desde la unidad, la solidaridad y el consenso y volver a ser la fuerza precursora que una vez fue.
En conclusión: la ciudad debe responder a los sueños y deseos de sus habitantes y potenciar un urbanismo humanista. Para ello, hay que erradicar el modelo urbanístico liberal nacido como consecuencia de la Revolución Industrial y extendido por todo el planeta.
Es un hecho que no tardaron mucho en descubrir los constructores de suburbios proletarios que el sector del ladrillo y el hormigón ofrecía pingües beneficios, de ahí el urbanismo neoliberal que viene imponiéndose hasta hoy. Por su parte, mientras la iniciativa privada engullía solares y beneficios, los gobiernos locales miraban hacia otro lado y/o participaban activamente de la voracidad privada. En todo caso, exigían de los depredadores media docena de árboles y alguna plazoleta esmirriada cada muchos kilómetros cuadrados para «contentar al personal».
El resultado ha sido la consolidación del «pelotazo urbanístico», que implica el crecimiento desmesurado del parque de viviendas, muchas de ellas vacías y en manos de fondos buitres. Aunque la situación se hace insostenible en períodos de crisis económica —cada vez más frecuentes y largos— que dejan sin trabajo a masas ingentes de mano de obra, no hay que olvidar que las burbujas inmobiliarias constituyen una riqueza ficticia bien «envasada» en paraísos fiscales ni que son consecuencia de la sustitución del proletario por el consumista, que cada vez tiene que producir más para comprar los bodrios que se le ofrecen y que acepta sin reflexión.
Hoy la solución no pasa por «deshinchar» las burbujas inmobiliarias, sino por cambiar radicalmente de modelo. Como ciudadanos, continuamos teniendo derecho a una educación, una sanidad, una justicia y una vivienda dignas y ya no nos valen los Planes Urbanísticos Generales de corte neoliberal. La ciudad que queremos a partir de ahora para nosotros y para nuestros herederos no deberá basarse en la construcción nueva sino en la rehabilitación —la industria del ladrillo tendrá que reorientar su actividad en ese sentido— y la eficiencia energética. Y si los políticos no vuelven a ejercer su papel de representantes de la masa y continúan mirando su propio interés para mantenerse en el poder al servicio del capital, habrá que sustituirlos por otros que se comprometan con este sistema nuevo.
Junto a lo anterior, habrá que redistribuir el tiempo del trabajo y el ocio de los ciudadanos, dignificar los servicios públicos, reducir la movilidad privada de forma drástica y asistir como se merecen a los más débiles. Y, sobre todo, sacar la gestión de la ciudad de las fauces del capital.
Todo un reto al que estamos obligados.
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Pepa Úbeda
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