En efecto, con la Constitución política de 1991 se inició en Colombia el tránsito de una democracia representativa a una participativa. Con esto se pretendió ampliar el concepto restringido de democracia propio del modelo liberal clásico que la reduce al ámbito estatal y electoral para nombrar representantes. La democracia debe consagrar al pueblo el derecho de participar en la esfera pública para que delibere en los procesos decisorios que lo afectan. Lo cual implica un concepto de ciudadanía activa que puede recurrir a distintos mecanismos de participación directa.
Una consulta popular sobre una reforma social marca un precedente y pone a prueba a los políticos que tienen secuestrado este país. El Congreso tiene en sus manos permitir o no que el pueblo, los trabajadores, el Gobierno, etc., puedan expresarse y pronunciar su veredicto. Es una apuesta democrática que inaugura un recurso legítimo para velar y reestablecer derechos. Tal convocatoria demanda una masiva y provocadora educación política que promueva la más amplia movilización social, pues la aprobación de la consulta requiere de al menos un tercio del censo electoral (aproximadamente 14 millones de votos). Y entonces no es el presidente el que pone el Gobierno en manos del pueblo, sino el pueblo el que se hace cargo del Gobierno y decide.
El Gobierno ha propuesto una serie de reformas sociales obedeciendo al mandato popular que lo eligió. El Congreso, por su parte, invocando en apariencia al mismo pueblo ha desestimado las reformas y se opone a dicha voluntad. ¿Qué hacer ante esta virtual contradicción? Haciendo caso omiso de los clanes, casas y caciques que intervienen en los procesos regionales y locales de elección; y suponiendo que los barones electorales de la oposición hayan alcanzado sus curules como expresión genuina de la voluntad libre del pueblo, ¿no constituiría acaso una indecisión del pueblo con respecto a lo que quiere? ¿no es esta situación una condición que impide que la voluntad del pueblo pueda ser reconocida como general?
El principio filosófico de Rousseau señala que una ley no es racional porque la establezca una voluntad, sino al revés, una voluntad solo es racional en tanto pueda convertirse en ley, es decir, en tanto pueda convertirse en principio general. Cuando la clase política tradicional de este país se opone a la voluntad legítima que tiene el pueblo de apoyar los cambios, actúa de modo irracional al querer imponer como principio general un estado de cosas que solo obedece a su interés y convicción privada. Su utilidad particular se opone a la voluntad general, pero la presenta como un interés común: “Los particulares ven el bien que rechazan: el público quiere el bien que no ve” (Rousseau, 2012, p. 46).
La voluntad soberana depende de que sea susceptible de convertirse en principio general. Un acto de soberanía, dice Rousseau, no es un convenio de un superior con un inferior, sino del cuerpo político con cada uno de sus miembros. Por eso, la consulta popular como recurso directo de participación política cumple con los criterios racionales que permite que una voluntad adquiera validez general. Si la voluntad del pueblo choca en los deseos del poder ejecutivo y legislativo que lo representa; si como escribe Rousseau, “el pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve”; si es imposible que el pueblo quiera y no quiera al mismo tiempo una misma cosa; si una proposición y su negación no pueden ser ambas verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido, como reza el principio de contradicción, entonces no hay más camino que consultar directamente al pueblo para resolver semejante oposición.
Que sea esta, pues, una oportunidad más para profundizar la campaña de organización política y social sobre asuntos que interesan a toda la nación, y en los cuales no puede haber término medio. En una sociedad desgarrada por la contradicción de clase no puede existir una idea política, ni ninguna ideología al margen de las clases ni por encima de ellas. Por ello, todo lo que se aparte del gobierno popular, todo lo que se oponga a la participación del pueblo y quiera alejarse de sus intereses tiene como fin fortalecer la ideología burguesa y beneficiar a los emisarios de este régimen de corrupción.
“La voluntad general es siempre recta, pero el entendimiento que la guía no es siempre esclarecido. Es preciso hacerle ver los objetos tal como son y a veces como deben parecerle, mostrarle el buen camino que busca y liberarle de las seducciones de las voluntades particulares” (Rousseau, 2012, p. 47).
El oligarca Efraín Cepeda afirmó el mes pasado en la La W que si el resultado no favorece al Gobierno este quedaría deslegitimado: “Si el Gobierno dice que es el pueblo el que valida las reformas y el pueblo no las valida, quedaría desinstitucionalizado”. Y yo pregunto, ¿qué pasa si sucede lo contrario y el pueblo las valida? ¿El desinstitucionalizado sería en ese caso entonces el Congreso? ¿Y qué legitimidad tienen ocho truculentos y cuestionados senadores que en la estrechez de una comisión espuria impide que el senado en pleno pueda discutir cada reforma?
Con sofismas de rábulas profesionales, algunos congresistas y su prensa infame quieren convencernos de que la consulta popular va en contra de la autonomía del Congreso, del orden constitucional y de la separación de poderes; que es una apuesta por la “confrontación” y el “caos”; que cuesta mucha plata y el país “se polariza”. Pero lo cierto es que son los poderosos y privilegiados los que no toleran ver organizados a quienes ven como sirvientes y subordinados: al “populacho sucio” que osa pronunciarse sobre una situación que le compete. Para esta oligarquía todo lo que huela a pueblo es insultante, violento, amenazante, e invocarlo es desatender las buenas formas de la institucionalidad excluyente de esta democracia de papel. No quieren ver un pueblo organizado que se manifiesta, lo quieren disperso, fragmentado y arrinconado en la miseria.
El Congreso de la república ha impulsado un bloqueo económico para impedir que los recursos públicos se destinen a las mayorías sociales (al estrangularle las finanzas al Gobierno terminaron asfixiando al pueblo); y han decido hundir cada reforma para evitar que a los ciudadanos se le restablezcan sus derechos o se le implanten otros nuevos. Que no se olvide que este Congreso dirige su acción contra el Gobierno porque su enemigo es el pueblo colombiano.
¿Qué hará el Congreso con la proposición que el Gobierno debe presentarle para llevar a cabo la consulta popular? ¿Continuará con su estrategia de bloqueo institucional? Que no sea y les suceda lo contrario de lo que se proponen: que cada revés legislativo del Gobierno se convierta en mayor aceptación política de su saboteada gestión.
Para terminar, no quiero pasar por alto un asunto sobre el que ya he escrito largamente en mis columnas, por ejemplo, en https://www.sur.org.co/difamacion-y-moralismo/. Sin duda el presidente Petro, como ser humano, tiene un sinnúmero de errores y defectos, pero es un hombre de Estado y un político excepcional. Con sus ideas y su condición particular de hombre dotado de cierta genialidad política se ha ganado el odio de quienes quisieran verlo muerto y el de quienes no alcanzaron a matarlo para detenerlo “a tiempo”. Se les escapó y hoy representa un dolor serio de cabeza para el régimen corrupto, que no sabe cómo librarse, ni deshacerse de él. Quisieron propiciar o sugerir algún golpe de Estado, pero no supieron fabricarlo. Es que como dijo Humberto de la Calle resaltando la “vocación democrática” de este país: “Colombia no es tierra de golpes de Estado”. ¡Y cómo iba a serlo Don Humberto! La oligarquía de Colombia no ha desarrollado esa habilidad porque, precavida como es, siempre ha sabido anticiparse matando al candidato. Y no es que hoy no se atrevan a matar al presidente por responsabilidad política o refinamiento histórico, no, sino porque de hacerlo sellarían su derrota y su fracaso. No quieren que de su asesinato surja un mártir cuya sombra les impida retornar al Gobierno. Además, ya está demostrado que el poder popular tiene cómo hacerle frente a la fuerza brutal de la derecha, y de pronto una guerra civil se les vuelve una revolución.
¿Qué le queda entonces al régimen intransigente? Como no pueden acusarlo de narcotraficante, de ordenar masacres, de sobornar testigos o matarlos, de organizar paracos, de despojar tierras, de robar gasolina o el erario, entonces deben presentarlo como loco o drogadicto para vencerle el ánimo y derrotarlo moralmente. El asesinato moral es el máximo mal que se le puede hacer a alguien sin matarlo.
Todos los cretinos y majaderos moralistas, santurrones hipócritas, saltaron escandalizados y no dudaron en reproducir el chisme para defender las sanas costumbres a costa del desprestigio orquestado contra el presidente. ¿No es acaso un moralista lo contrario de un puritano? Hombrecillos y mujercitas mediocres aprovecharon la ocasión para caerle al difamado y reproducir y comentar una carta insulsa, llena de vaga moralina, sin ideas ni reflexión política. “El juicio y la condena morales constituyen la venganza favorita de los hombres espiritualmente limitados contra quienes no lo son tanto”, escribió Nietzsche en Más allá del bien y del mal (1972, p. 164). Y es que una espiritualidad elevada no tiene absolutamente ninguna relación con la “bondad” o “respetabilidad” de un hombre que se presenta solo como un ser moral. Los hombres de Estado y los artistas y toda la estirpe de individuos creadores no han sido nunca ejemplos de moralidad. Su virtud reside en otra parte, que es por lo que se recuerdan.
¿Pero qué motivó al conservador Álvaro Leyva a sepultarse vivo en su vejez? Este tipo de conductas no parecen ajustarse a la voluntad espontánea de un político ofendido. Si bien pueden ser consideradas obra de la insania de un conservador senil, también vale preguntarse si sus comunicados delirantes no son solo un desvarío individual, sino un mandado bien remunerado. ¿Será simple coincidencia que todo este escándalo haya sido fabricado justo al día siguiente de haberse revelado las 12 preguntas de la consulta popular?
David Rico Palacio
Foto tomada de: El País
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