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Entre la convicción y la responsabilidad: la hora de Carolina Corcho

20 octubre, 2025 By David Rico Palacio Leave a Comment

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A nuestra casta política parasitaria le parece que realizar los fines del Estado social de derecho es ir contra los fines del Estado, y esto es natural, pues han hecho de sus propios particulares intereses el contenido universal del Estado que han cooptado. Sus fines materiales han llegado a tomar cuerpo en la burocracia como cuerpo general. La burocracia es el formalismo del Estado, pero no como mero legalismo o formalidad vacía, sino que se constituye como poder real y se convierte a sí mismo en fin y contenido material del Estado.

Todo Gobierno con aspiraciones de durabilidad debe formar su propia burocracia y sus funcionarios especializados bajo un nuevo Estado. Un Gobierno que proponga el cambio no puede conformarse con la administración tecnocrática de lo dado, sino comprometerse con la transformación real de lo existente. Esta es la tarea que debe continuar durante los otros cuatro años del próximo Gobierno. La consulta presidencial de este domingo 26 de octubre debe hacernos entender que la discusión sobre el rumbo del proyecto progresista dentro del Pacto Histórico no puede reducirse a nombres o simpatías personales, sino a dos concepciones sobre la política.

El mal llamado centro político no es el lugar del consenso, sino el punto de neutralización y represión del conflicto; es la ideología de quienes administran tecnocráticamente lo dado sin tocar los fundamentos del poder, sin disputar la estructura, sin incomodar el orden. La política así entendida se convierte en simple gestión sin proyecto de emancipación. Y esto es precisamente lo que nos diferencia del centro político (que no existe), de la ideología de la neutralidad y del tecnocratismo liberal. Toda política verdadera implica una toma de partido. Así pues, la política transformadora (que abre lo posible y reorganiza lo real) se contrapone, en primer lugar, a la política tecnocrática (que se limita a conservar lo existente mediante procedimientos de eficiencia y rentabilidad); y en segundo lugar, a la política del ideal (que impasible permanece estática contemplando la pureza de su fin).

En política, la convicción no se mide solo por el grado de certeza con el que se afirman los principios en los que se cree. Los principios dan forma al pensamiento y expresan los fines de la acción, y es su realización la que pone a prueba y determina qué tan viable es la convicción. La virtud política es la capacidad de llevar a cabo acciones que materialicen los principios por los que se lucha. La ética de la convicción, es decir, la fidelidad absoluta a los principios éticos de la vida privada casi siempre envuelve un alto grado de irresponsabilidad política: se sacrifica la posibilidad de gobernar con tal de no hacer concesiones y mantener intacto el ideal. Durante la campaña de Gustavo Petro hace cuatro años, una fajardista del partido verde (oportunista quizá pero con un mensaje de verdad) llamada María Antonia Pardo (hoy cónsul de Colombia en Chile), le dio una lección política a Iván Cepeda a propósito de un trino suyo en el 2021 en el que decía que “las elecciones se pueden perder, pero no la coherencia ética”:

“No, las elecciones no se pueden perder. La ausencia de pragmatismo nos tiene en estas. Apoyaré a Cepeda siempre. Es una voz necesaria y valiosa, pero en esto se equivoca. La izquierda debe aprender a soltar su vocación de oposición eterna y enfocarse en ser gobierno. ¡GOBIERNO!”.

Max Weber distinguió entre una ética de la convicción y otra de la responsabilidad. Aquella está regida por el frío imperativo categórico del deber kantiano: actuar estrictamente de acuerdo con principios morales generalmente elogiados y reconocidos como válidos por todos, sin importar si el costo político es la derrota. Acostumbrado como estaba a ser opositor, Iván Cepeda prefería otros cuatro años de uribismo antes que romper “la coherencia” de sus postulados éticos. Pero la política -que no es catecismo, sino arte del conflicto- es irreductible a la moral del alma bella.

La historia no cambia con intenciones puras, sino con decisiones valientes y eficaces. De ahí la necesidad de actuar con responsabilidad y asumir las consecuencias concretas de la acción, porque el deber urgente del político de izquierda no es salvar su conciencia, sino transformar la sociedad. Quien se refugia en la convicción pura termina siendo responsable de los efectos perniciosos derivados de su inacción. Quien busque la salvación del alma debe seguir un camino distinto al que le ofrece la política, la cual tiene unas tareas muy distintas. En resolución: una “revolución ética” sin poder se convierte en prédica impotente, pues la virtud no reemplaza a la estrategia, y la pureza carente de eficacia solo garantiza la continuidad del régimen de corrupción.

Los resortes de un gobierno popular en tiempos de paz son distintos a los de un gobierno popular en tiempos de revolución. La política no se caracteriza precisamente por conservar una posición de equilibrio racional. Esto último lo hace creer la administración del orden existente, que hace una política que no transforma, puesto que gestiona lo que ha sido establecido, con el lenguaje de la eficiencia, la moderación y la objetividad. No se trata de reemplazar por capricho una institución, sino de reformarla profundamente para que cumpla su función social. No hay democracia sin participación, ni justicia social sin igualdad de oportunidades.

¿Quién puede conservarse inmaculado cuando tiene obligaciones de gobierno? Si alguien considera que el poder es algo sucio que mancha la pureza al crear conflictos de conciencia, lo mejor es que conserve su reputación moral y no participe del juego político. Porque la política es un juego, y no precisamente porque genere diversión o sea algo ligero: es un juego en el sentido estratégico de la palabra, y como tal se concibe como arte. ARTE, pero no como consigna convertida en acrónimo escolar en donde A equivale a Austeridad; R, a respeto; T, a Transparencia y e a Ética, como puerilmente propone Iván Cepeda. No. La política es un arte porque no obedece a la pureza de la intención, ni a la mecánica de la gestión; en ella cada movimiento supone previsión, riesgo y creación. No es moral ni técnica, sino praxis inteligente: el arte de mover las piezas en un tablero de posibilidades y peligros.

Iván Cepeda, sereno, ético y casi sacerdotal en su retórica, propone el diálogo como salida y promete aterrizarlo en un gran acuerdo nacional. Esta fue una idea promovida por Gustavo Petro para lograr consensos con los principales sectores asociados con el establecimiento. En este contexto prima la mesura y el consentimiento, la concesión y el beneplácito. ¿Pero qué hacer si la oposición insiste en su deseo de romper el diálogo y quebrar la resistencia? ¿Tiene Iván Cepeda la fuerza necesaria, el carácter bien templado, la astucia y vehemencia suficientes para asumir al oponente y hacerle frente al enemigo? La división entre quienes no apoyamos a Cepeda y quienes sí no reside en la calidad de su persona. Su reputación no ha sido nunca puesta en duda. Claro que necesitamos principios admirables, pero a estas alturas no podemos ser ingenuos ni poner en riesgo los fines que buscamos aplicando slogans infantiles.

De Pedro Soderini dijo Maquiavelo en sus Discursos que creía siempre poder vencer con su bondad, procediendo en todos sus asuntos con paciencia y humildad: “Él y su patria prosperaron mientras los tiempos fueron adecuados a ese modo de actuar, pero cuando luego vinieron épocas en las que era necesario desechar la paciencia y la humildad, no lo supo hacer y cayó con su patria” (2012, p. 349). De lo cual concluye Maquiavelo que “nunca se debe dejar que un mal progrese por respeto a un bien, cuando aquel bien puede ser fácilmente aniquilado por ese mal” (2012, p.313)

Si bien puede orientarlo, la ética no sustituye al poder político. Carolina Corcho representa la política de la responsabilidad, no la de la convicción. Sabe que sin poder político real no hay moral pública ni justicia social posible, y por eso representa la posibilidad de aterrizar y continuar el proyecto político de Petro en el Pacto Histórico. Tiene un discurso técnico, filosófico y pragmático; sobrio, racional, combativo, radicalmente político y con tono ejecutivo. Cepeda, menos enfocado en las estructuras del poder económico o estatal, y más preocupado por la dimensión moral y simbólica de la política, encarna la moral kantiana sin Estado; Corcho, por su parte, encarna la posibilidad kantiana de un Estado justo que haga posible la moral. Responsabilidad o convicción: he ahí el dilema que enfrenta el Pacto Histórico.

Como criterio de madurez política para la izquierda, Carolina Corcho representa la ética de la responsabilidad: la que asume el conflicto, la lucha y la necesidad de gobernar con decisión para romper los nudos de la corrupción y el clientelismo. No se refugia en la corrección moral, sino que enfrenta el poder real —económico, mediático y mafioso— con una visión técnica, trasformadora y democrática. Votar por Carolina Corcho este 26 de octubre es apostar por una política que no se agota en la moral de las buenas intenciones, sino que busca transformar las estructuras reales del poder profundizando las reformas. Su proyecto no es el de una “revolución ética” de conciencias aisladas, sino el de una transformación política que haga posible la justicia, la equidad y la dignidad a través del poder del Estado y de la fuerza popular organizada.

Lo que se necesita ya es una orientación política que reorganice el Estado, fracture los poderes mafiosos y libere la potencia constituyente del pueblo colombiano. Este viernes en la plaza de Bolívar el presidente Petro nos ha convocado para apoyar el único camino posible de liberación.

David Rico Palacio

Foto tomada de: El Cronista

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Filed Under: Revista Sur, RS Desde el sur

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Dra. Carolina Corcho Mejía, Presidenta Corporación Latinoamericana Sur, Vicepresidenta Federación Médica Colombiana

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