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El silencio de la violencia

30 marzo, 2017 By Víctor Negrete Barrera

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Los pueblos de la violencia suelen ser callados y abandonados… viven llenos de susurros, de soledades y de sollozos. La imagen que guardo la contemplé un mediodía de sequía bajo el ardiente sol de la Costa, hace varios años. Eran callejones largos y solos, polvorientos y con terrones parecidos a piedras cortantes. A lado y lado, una tras otra, las casas viejas y averiadas, con árboles y palmeras sin una hoja en movimiento, y en algunas, ascendiendo con lentitud, rastros de humo gris de leña de fogones. Perdido en el follaje, el canto persistente de la torcaza, tan lleno de tristeza que hace llorar de nostalgia a los ausentes. Alguien se asomó furtivo por una puerta entreabierta y, a lo lejos, un perro en mitad de la plaza se levantó somnoliento y se alejó sin prisa, hasta perderse…

El corregimiento.

Así vi y sentí el pueblo Bonito Viento, donde funcionó la Zona de Ubicación del municipio de Tierralta. Es corregimiento desde el año 2002, en vísperas del proceso de negociación del gobierno con las Autodefensas Unidas de Colombia.

Hacían parte de él: la vereda Carrizola con 88 casas dispersas;  Santa Rita o Machuca con 11 casas ocupadas, de 32 que alcanzó a tener en otra época; Campamento con 15 casas, Cúcuta con 12 y El Torito con 20. Los Martínez, compuesta por 15 casas, desapareció durante el proceso por los hechos violentos que allí ocurrieron. En cuanto  la cabecera, en el 2002 tenía 26 casas con 30 familias, después se redujo a 12 casas habitadas, con igual número de familias; el resto estaba abandonado, a merced de la maleza. El pueblo contaba con una plaza, dos calles (una que conduce al corregimiento Nueva Granada y a Tierralta y la otra a la vereda Cúcuta y al corregimiento El Caramelo), una escuela con 82 estudiantes de preescolar a quinto grado, una tienda, un billar y una cantina. A propósito de la educación: en las ocho sedes escolares que funcionaban en la llamada Zona de Ubicación, el número de estudiantes disminuía con el paso de los años.

El pueblo, aunque quiera, no puede crecer: está rodeado de haciendas voraces por todas partes, cuyas cercas de alambre con púas y hombres vigilantes o armados no lo permitirían.

El hábitat de la miseria rural

Las casas eran de techo de palma, piso de tierra, paredes de tablas y vena de coroza, de donde extraen la manteca negrita o aceite para suavizar el cabello y curar granos y carbuncos. Por lo regular las hacen con dos cuartos, sala y cocina. En los alares cuelgan canastas de alambre o soportes de otros materiales con helechos, begonias o veraneras y algunas veces gajos con manzanos, guineos o plátanos.

La mayoría tiene, al lado de la vivienda, un rancho pequeño que llaman en canillas, o sea, con techo y horcones sin paredes, que usan para colgar la hamaca y descansar, atender visitas, comer, jugar dominó y cartas. En la mayoría de los patios hay matas ornamentales como  bonche, frutales como mangos, tamarindos, naranjas, papayas y hortalizas como habichuelas, berenjenas y ajíes.

Ya en el interior las paredes están cubiertas con afiches de reinas, cantantes y políticos, periódicos con modelos de carros y paisajes y las imágenes de la Virgen del Carmen y el Corazón de Jesús en una esquina del cuarto o colgados encima del baúl. Presiden la sala los retratos de los abuelos, de los padres el día del casamiento o del compromiso y de los niños que han recibido diplomas de estudios. El mobiliario está formado por taburetes (asientos de madera y cuero de res), sillas plásticas, mesas rústicas, camas de madera, baúles con bases, el tinajero con su tinaja de barro para mantener fresca el agua con sus vasos de plástico, vidrio o metal, las vitrinas o alacenas donde guardan la loza y los utensilios de cocina.

En cuanto a los servicios públicos, el sistema de electrobomba no funcionaba desde hacía varios años: debía extraer agua de pozos subterráneos para llevarla a un tanque elevado y distribuirla por presión a través de las tuberías; la energía eléctrica es débil y funciona irregularmente; el baño lo componen la taza del sanitario, conectada al pozo séptico y el tanque con agua para bañarse con totuma o cualquier otro recipiente plástico o metálico y evacuar la orina y los excrementos.

Movilidad y trabajo

Los medios de transporte eran las motocicletas, una camioneta de 16 pasajeros sentados que salía para Tierralta, municipio situado a 30 kilómetros, desplazamiento que costaba 7 mil pesos por cabeza y un bus de 28 pasajeros para Montería, capital departamental situada a 98 kilómetros, viaje que valía 10 mil pesos por persona, además de caballos y burros para distancias cortas. Ambos vehículos salían temprano en la mañana y regresaban en la tarde, si no llovía. Las vías eran destapadas y en tiempos de lluvia terminaban siendo intransitables.

No todos los hombres tenían oportunidad de jornalear ocasionalmente, debido a la escasez de trabajo, a la edad o a impedimentos físicos. El valor que les reconocían por día era de nueve mil pesos en jornada de seis a once de la mañana, en labores de desmonte, desmalezado, arreglo de cercas, ordeño y siembra de maíz o arroz. Las mujeres dedicadas a atender el hogar pero ayudaban lavando ropa ajena, vendiendo rifas o haciendo oficios en otras casas. En cualquier caso, lo poco que recibían a duras penas les alcanzaba para sobrevivir.

Los animales que mantenían en la casa y el patio eran de gran ayuda en la alimentación, la entretención, la compañía y la atención de otras necesidades, en especial los cerdos, a los que consideraban una especie de alcancía, porque era a lo primero que acudían cuando se presentaban calamidades o emergencias. En cada vivienda por lo regular mantenían gallinas, patos, perros, gatos, pericos, loros, canarios y picogordos encerrados en jaulas. Los burros y caballos eran escasos.

La alimentación por lo regular consistía en plátano, yuca, huevo o queso en el desayuno; arroz, sopa con espagueti y huevos en el almuerzo; arroz con queso en la cena, acompañado de vez en cuando con presas de gallina, pato, cerdo o res.

La intimidad del miedo

En el pueblo, como ya es tradición, la presencia de grupos armados ilegales dividía a la comunidad en dos sectores: los que por ideología, interés, familiaridad, afecto, compromiso, conveniencia o forzados eran miembros, colaboradores o simpatizantes del grupo armado ilegal presentes en el corregimiento y los que evitaban tener relaciones estables o frecuentes con ellos sin darles a entender que existía oposición, desobediencia o inconformismo.

Aunque los segundos eran más numerosos, los primeros no dejaban de crecer. Cada vez había más gente del pueblo vinculada y por lo tanto con más acceso a jóvenes y adolescentes, a quienes trataban de reclutar a todo momento.

Ambos sectores vivían el miedo y la preocupación de diferentes maneras. Los primeros temían la llegada de las autoridades y otros grupos armados ilegales antagónicos, mientras los segundos permanecían en vilo ante el grupo presente y sus enemigos. Aunque hablaban y saludaban entre sí, puesto que eran vecinos y paisanos, las visitas y reuniones entre ellos eran escasas y formales. La desconfianza era mutua, pues nadie sabía con exactitud qué estaban pensando y a quienes servían.

Desaparecieron las fiestas, reuniones, juegos y festejos ruidosos y francos hasta altas horas de la noche o el amanecer, tan comunes antes. Los comentarios y averiguaciones sobre lo que sucedía en el pueblo y sus alrededores eran restringidos a familiares y amistades de rigurosa confianza. Las conversaciones transcurrían en voz baja y con cambios de tema cuando alguien se acercaba. En el hogar y en ciertos momentos del día o de la noche, la pareja sola o con alguno de los hijos sentía la necesidad de hablar, de expresar sus ideas, sentimientos y presentimientos. En susurros contaban la presión en que se encontraban, los sueños que habían tenido y las señales que percibían, la tristeza que los agobiaba, la desesperanza a punto de llegar, el miedo que no los dejaba, el llanto que los aliviaba y la oración que los reconfortaba, también confesaban los malos pensamientos que a veces los asaltaba. Hablaban de sus relaciones como pareja, de la necesidad de permanecer juntos, apoyándose a todo momento en medio de la pobreza, de las dolencias y achaques por las condiciones de vida y la vejez, de promesas y planes que estaban seguros no  lograrían pero los animaba a seguir…era entonces cuando ella le apretaba las manos y él cerraba los ojos.

Cuando llegaban al tema de los hijos, el llanto silencioso era inevitable. Parecía que veían con claridad, a través de las lágrimas, el futuro que les esperaba y la imposibilidad de evitar que ello ocurriera. Quedaban en silencio un largo rato, hasta cuando un perro ladraba asustado, escuchaban voces, un disparo y otra vez los murmullos de la noche. “Tratemos de dormir” le decía y cada uno en su puesto pensaba en lo que les sucedería mañana.

Víctor Negrete Barrera: Centro de Estudios Sociales y Políticos. Universidad del Sinú

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