Es difícil obviar el caso de Julian Assange, digno representante de tal modelo a nivel global. Se encuentra desde hace años en una situación grave y comprometida. Con todo, siendo un magnífico ejemplo de periodismo valiente y comprometido éticamente, ha sido objeto del abandono vergonzante y vergonzoso por parte de un número importante de colegas suyos.
En «el otro saco», podríamos meter a los periodistas que se venden o se dejan sobornar y múltiples ejemplos de falsas noticias —hoy llamadas «fake news»—, procedan o no de profesionales de la comunicación. Desgraciadamente, los hay y muchos.
Entre flagrantes ejemplos de las segundas —o, como mínimo, tergiversadas— quiero centrarme en unas pocas.
En una de ellas, fui testigo de excepción y tuvo lugar mediada la primavera de 2016. Un par de meses antes había empezado a extenderse en publicaciones internacionales como «The Economist» o «The New York Times» la noticia del reinicio de hostilidades en Nagorno Karabaj. Lo dejé escrito aquí mismo1 un tiempo después. En aquellos dos artículos de esta revista hablaba de sus causas. Tenían mucho que ver con la situación económica y geoestratégica —fundamentalmente por la construcción de dos oleoductos— de los protagonistas del conflicto: Armenia y Azerbaiyán. Vinculada a Occidente la primera y a Rusia, la segunda; siendo Nagorno Karabaj objeto central del litigio.
También escribí tras mi visita a Myanmar acerca de la lideresa birmana Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz en 19912. Durante el régimen militar fue defendida por Gran Bretaña y otros países anglosajones a causa de las riquezas del país y los intereses económicos de la segunda con falsas acusaciones. Con posterioridad, sin embargo, se ha ocultado la persecución de que ha hecho objeto la tan premiada birmana a una minoría asentada en su país desde tiempo inmemorial, los rohinyás.
Un tercer caso ha tenido lugar en Libia. Como se sabe desde hace años y de acuerdo con estudios geológicos probados, África descansa sobre una reserva inmensa de agua subterránea —el volumen total de la misma pasaría del medio millón de kilómetros cúbicos—, cuyos mayores acuíferos se situarían en el norte3. Alrededor de la mitad de dichas reservas se encuentran en Libia, Argelia y Chad. Eso explicaría la política desarrollada allí por países como Francia y que la prensa mundial «seria» anunciase con preocupantes titulares que Muammar el Gaddafi «bombardease a su pueblo, envenenase las aguas del país y que por sus calles corriesen ríos de sangre»4. La gran mayoría de los medios de comunicación repitieron dicha noticia sin ni siquiera verificarla. Peor aún: hubo periodistas que la publicaron sabiendo que era falsa —y cobrando por ello— para crear un clima propicio que le permitió a Naciones Unidas (UN) no denunciar unas semanas más tarde los bombardeos de la OTAN sobre Libia.
Un cuarto ejemplo de falsedad documentada fue el papel jugado por los presidentes de EEUU —George Bush—, Gran Bretaña —Toni Blair— y España —José María Aznar— en la invasión por el primero de ellos de Iraq, pues faltaron a la verdad para justificar dicha ocupación.
Informaciones como las citadas aparecen continuamente en nuestros rotativos. Ejemplo relativamente reciente es la actitud de Occidente frente a Ucrania y Crimea y el ataque que llevan a cabo contra otra gran potencia, Rusia, y sus aliados. De hecho, la última guerra en preparación es la de Europa a favor de Ucrania contra Rusia, aunque de momento no les ha dado resultado. No olvidemos una prueba anterior de los intereses contrapuestos entre Occidente y Rusia: la situación vivida por Siria los últimos años.
Esta situación de «mercadeo» periodístico no es en absoluto inusual. Informadores prestigiosos —que no significa que sean honestos o veraces— han mentido, traicionado, ocultado la verdad y recibido sobornos de los servicios de inteligencia de países como EEUU y Alemania o de la misma OTAN. Es decir, han potenciado la propagación de «fake news» y la sustitución del periodismo por la propaganda.
No obstante, cabe recordar que hay periodistas que han denunciado el intercambio de dinero «bajo mano» entre la hasta ahora primera potencia planetaria y países afines a ella o dependientes de ella para instalar en la opinión pública mundial aquello que quieren que sea aceptado como verdad inamovible. Es el caso del prestigioso periodista alemán Udo Ulfkotte, quien en su libro Gekaufte Journalsten (Editorial Kopp) ha denunciado que las falsas noticias primero publicadas en los periódicos luego se repiten en radio y televisión. Copio sus propias palabras: «Salvo pocas excepciones, las redacciones europeas son sucursales de los servicios de la CIA y la OTAN».
Ahora bien, noticias como la anterior son desconocidas por el grueso de la población mundial, puesto que los propietarios de periódicos y cadenas televisivas y radiofónicas prohíben cualquier alusión al tema; sin olvidar el riesgo que corren los propios periodistas, como son la pérdida de empleo o amenazas mucho más graves.
Otra cuestión cardinal es por qué los lectores nos creemos todo lo que leemos sin que los informantes aporten testimonios probados y por qué no los exigimos. ¿Dónde está el espíritu crítico necesario para dilucidar la verdad, incluso entre ese 1% de la población que debería poseerlo?
La cuarentena que me ha tocado vivir me ha ayudado a reflexionar sobre ello. De hecho, en pleno encierro, nos llegaron noticias de un importante despliegue militar al este de Europa por fuerzas de la OTAN. ¿Era un paso más de la actitud occidental frente a Rusia? Recordemos que, valiéndose de la información —sin demostrar— que relataba el derribo de un Boeing malayo (vuelo MH17) por un misil ruso sobre Ucrania, se abrió el pretexto de una sanción económica contra Rusia. En realidad, se trató de una declaración de guerra económica a gran escala, además de otras actuaciones económicas menores, atacando al país.
Una segunda reflexión surgida durante el «encierro obligado» fue la masiva entrada de «fake news» durante ese periodo a través de las redes sociales. Las tomábamos al pie de la letra y pocas veces intentábamos constatarlas.
En conclusión: la ética periodística está tan por los suelos como la de aquellos políticos que apoyan la falsedad informativa. Ciertamente, la ideología marca la adscripción del periodista, pero la ética debería ir en primer lugar, así como también la defensa de los colegas que luchan por la verdad. E insisto en el caso Assange, a quien pocos periodistas han defendido y que se ha convertido para la mayoría en alguien incómodo, porque representa un modelo que se niegan a seguir.
¿Cómo quejarse, pues, del descrédito en el que ha caído la prensa internacional y cómo resolver la cuestión? ¿O es que ya no tiene solución si no es que cambia el sistema o lo hacemos caer?
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1 Fueron dos artículos aparecidos sucesivamente: «Treinta y seis horas sin miedo en Nagorno Karabaj».
2 Aparecieron en esta revista tres artículos relacionados con el tema.
3 De acuerdo con el informe del geólogo Alan McDonald.
4 Citando a Telma Luzzani, periodista argentina experta en política internacional.
Pepa Úbeda
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