La megacárcel construida por Nayib Bukele, cuyas fotos recorrieron el mundo, es un calco en papel carbón de cómo el presidente salvadoreño gobierna el país: la obra, promocionada como un gran logro del gobierno, refleja la indiferencia hacia los derechos humanos, la improvisación como respuesta a problemas estructurales, la opacidad de la información y una clara apuesta por sus prioridades populistas.
Bukele dejó desde hace tiempo atrás la imagen de presidente cool y suave -que se hizo famoso fuera de El Salvador por la incorporación del Bitcoin como moneda de curso legal y por su aspecto millennial-; en su lugar, sus políticas cuestionables y autoritarias han provocado que diferentes instituciones internacionales consideren que en El Salvador hay un gobierno de régimen híbrido.
Bukele pasó de ser aquel mandatario que despertó la curiosidad internacional con acciones como tomarse una selfie en la Asamblea General de las Naciones Unidas a generar temor y a ganarse varios repudios con la toma con las fuerzas armadas de las Asamblea Legislativa salvadoreña, el anuncio de su candidatura a la reelección a pesar de ser inconstitucional, la reciente supresión de derechos constitucionales de los salvadoreños para controlar un alza homicida provocada en parte por sus fallidas negociaciones con las pandillas y, finalmente, la construcción en tiempo récord de «la cárcel más grande de América».
El 31 de enero de 2023, el presidente de 41 años transmitió un discurso en cadena nacional en la que hizo un recorrido por las instalaciones de lo que ha publicitado como «una cárcel del primer mundo». La grabación de 36 minutos contó con una producción propia de las comunicaciones del gobierno salvadoreño, con tomas desde drones de la entrada de la caravana presidencial al penal, detalles escogidos de las instalaciones, y equipos de camarógrafos que perseguían la comitiva gubernamental por todo el inmueble. Bukele estaba en el centro, flanqueado por funcionarios que reiteran todo lo que dice como cajas de resonancia. El presidente salvadoreño es presentado como una especie de superhéroe que ha logrado erigir un monumento a la «victoria» que está logrando contra las pandillas y como tal la bautizó con un nombre rimbombante: Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot).
Este complejo penitenciario tiene un área de 231.446,31 metros cuadrados y está pensado para albergar a 40.000 prisioneros en ocho pabellones de 5.453 metros cuadrados, según lo expuso el Ministerio de Obras Públicas, institución que veló por la construcción de la megaestructura. Cada pabellón cuenta con 32 celdas, las cuales tienen camastros de acero en su interior para todos los reos y dos pilas de agua con chorros que serán controlados por los custodios. O dicho de otra manera: la «mejor cárcel de América» tendrá celdas que apiñarán a 156 personas en su supuesta capacidad máxima y con agua racionada, además de celdas de castigo en completa oscuridad.
En el país que pasó a ostentar la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, este centro penitenciario es el orgullo y «una obra de sentido común» para el presidente Bukele. Lejos del mandatario que prometió programas de reinserción, el actual Bukele promete que las personas condenadas por pertenecer a una pandilla «no volverán a ver la luz del sol».
De momento, estos son los únicos datos que están publicados en documentos oficiales. Esto se debe a que el gobierno, de la mano de la Asamblea Legislativa controlada por Nuevas Ideas, el partido de Bukele, ha aprobado leyes que facilitan la adjudicación exprés de contratos y la opacidad de la información. No se sabe, por ejemplo, de dónde provinieron los fondos con los que el gobierno costeó esta obra ni quién o quiénes fueron los encargados de su construcción. Toda esa información, que debería ser pública oficiosamente, es reservada: otra de las características principales del gobierno de Bukele, que sin embargo no duda en venderse como el más transparente de la historia salvadoreña, como sus diputados pregonan.
Casi un mes después de aquella transmisión, el 24 de febrero, Bukele publicó otro video en sus redes sociales y en las redes de las instituciones de gobierno, que su aparato propagandístico difundió entre medios nacionales e internacionales. Esta vez se trataba de 2.000 hombres rapados y vestidos solo con pantaloncillos blancos que iban bajando de buses con las manos esposadas. Las imágenes estaban acompañadas de música propia de un thriller de acción y estaban producidas de tal manera que el espectador pudiera ver de manera clara los tatuajes con los símbolos de la mara Salvatrucha (MS-13) y de las dos facciones de Barrio 18, las tres pandillas que por décadas controlaron miles de comunidades en El Salvador. También están hechas para promover la imagen de un Estado fuerte que ha logrado ganarle la batalla a las pandillas que asolan a la población.
En esta cárcel estarán «los terroristas perfilados de alto rango dentro de la pandilla, como aquellos ranfleros históricos, como los ranfleros (jefes) de programas y de clicas (células), palabreros (jefes locales) y los gatilleros (pistoleros). Y toda persona perteneciente a un grupo terrorista va a ingresar, así como usted nos lo indicó», le dijo públicamente a Bukele Osiris Luna Meza, el director general de Centros Penales y una de las piezas claves en la negociación con la pandillas, según investigaciones judiciales de El Salvador y Estados Unidos.
Pero en la imágenes que grabaron de los 2.000 privados de libertad no hubo certeza de que los líderes históricos de las tres pandillas fueran trasladados del penal de Zacatecoluca al Cecot. Estos líderes pandilleros han jugado un papel de suma importancia para el gobierno de Bukele: pactaron ocultar los homicidios para mejorar la imagen política del gobierno a cambio de evitar extradiciones y otros beneficios, según lo reveló el Departamento de Justicia de Estados Unidos.
Bukele y sus funcionarios han negado una y otra vez que alguna vez existiera ese pacto. Pero investigaciones de la Fiscalía General de la República, textos periodísticos y acusaciones de la Fiscalía de Estados Unidos han confirmado que estas negociaciones comenzaron incluso antes de que Bukele llegara a la silla presidencial.
La última revelación fue publicada el mismo día en que el gobierno difundió los videos de pandilleros llenando la megacárcel. Ese día, la Corte del Distrito Este de Nueva York publicó una acusación contra 13 líderes de la MS-13, en la que el Departamento de Justicia estadounidense señaló que el gobierno salvadoreño y las pandillas negociaron «cambios legislativos y judiciales» y «reducciones de las penas de prisión que permitirían la excarcelación anticipada de los líderes de la MS-13». Además de «apoyar a los candidatos de Nuevas Ideas en las elecciones de 2021 a la Asamblea Legislativa de El Salvador».
Este pacto lo hemos visto consumarse con la liberación de ranfleros de la MS-13 que estaban cumpliendo penas de varios años, como Élmer Canales Rivera, alias el Crook, a quien Carlos Marroquín, otra de las piezas claves para el gobierno salvadoreño en las negociaciones, sacó del penal de Zacatecoluca y llevó a Guatemala, como lo ha publicado El Faro y el Departamento de Justicia de Estados Unidos.
También lo vimos el mismo día que Nuevas Ideas, el partido que fundaron familiares y amigos de Bukele, tomó posesión de la Asamblea Legislativa. Este partido y sus aliados políticos sobrepasan los dos tercios de las bancas, lo que los habilita a aprobar casi cualquier ley y reforma. Esto les permitió destituir de manera ilegal al fiscal general que estaba investigando los pactos secretos de Bukele con las pandillas y a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Así Bukele evitó que el Ministerio Público lo acusara y colocó jueces aliados que han bloqueado las peticiones de Estados Unidos de extraditar a los líderes de la MS-13.
Aunque el gobierno afirma que nunca ha negociado con criminales, diversas investigaciones confirman que Bukele y sus funcionarios han pactado debajo de la mesa con grupos criminales desde que manejaba la Alcaldía de San Salvador en 2015. Después de su llegada a la presidencia en 2019, ese pacto aguantó tres masacres. La última dejó 87 homicidios en tan solo tres días y uno de ellos pasó a la historia como el día más homicida en la historia de El Salvador de la posguerra.
La ruptura de las negociaciones derivó en el régimen de excepción en el que El Salvador vive desde el 27 de marzo de 2022. Esta política, que también ha estado acompañada de su propia campaña publicitaria llamada «guerra contra las pandillas», ha resultado en más de 65.000 personas capturadas y más de un centenar de muertes en condiciones sospechosas dentro de las cárceles.
Cuando el gobierno de Bukele comenzó esta cacería, no existía ningún plan de contingencia para reforzar un sistema penitenciario que durante décadas ha estado sobrepoblado. Según documentos oficiales y filtraciones de bases de datos, la mayoría de los penales rebasaron por mucho su capacidad máxima; por ejemplo el que está ubicado en el municipio de Izalco fue construido para albergar a 2.000 personas, pero las capturas del régimen sobrepasó a los 12.000 detenidos durante los primeros ocho meses de esta política.
También esta nueva estrategia ocasionó que miles y miles de personas denuncien capturas arbitrarias de sus familiares. Estas políticas de mano dura son conocidas hasta el tuétano en El Salvador. Lo nuevo que Bukele ha traído a la mesa es que ha parido un sistema judicial que está en las antípodas de garantizar el debido proceso y la presunción de inocencia. Y ha vendido la imagen de un autoritarismo eficiente, tanto dentro del país como en América Latina.
El propio gobierno ha aceptado que ha liberado a más de 3.700 personas, pues las autoridades no les encontraron ningún delito que imputar. Varios de los ex-detenidos han descrito de manera casi idéntica cómo fueron capturados y las torturas que vivieron dentro de las cárceles salvadoreñas: policías y soldados llegaron a sus casas, bajo el pretexto de hacerles unas preguntas y dejarlos ir luego del interrogatorio, y con esa excusa los llevaron al puesto policial donde una vez dentro les dijeron que estaban detenidos. Así. Sin más explicación.
Sus familiares tuvieron que luchar por conseguir información sobre ellos. Para algunos, esto se convirtió en una desaparición forzosa por parte del Estado. Samuel Ramírez, dirigente del Movimiento de Víctimas del Régimen (Movir), ha denunciado que el Estado ejerce una forma de tortura psicológica contra los familiares de los detenidos al negarles las visitas e información sobre dónde guardan prisión y sobre su estado de salud.
El discurso que ha mantenido el oficialismo para defender la continuación por un año de este régimen es que están defendiendo el derecho a la vida de los salvadoreños. Sin embargo, hasta octubre de 2022, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos investigaba 43 «muertes potencialmente ilícitas en centros penales». La crisis carcelaria agudizó los problemas que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos había urgido al gobierno salvadoreño solucionar, como «la deficiente infraestructura, condiciones de insalubridad, falta de higiene, atención médica insuficiente, escaso e inadecuado acceso al agua en los centros de detención».
El ocultamiento de la información de los privados de libertad ha llegado a tales dimensiones que hay familias que han ido a reconocer a los suyos a fosas comunes, pues el Estado nunca les informó que murieron mientras estaban detenidos.
El gobierno de Bukele ha sabido ocultar y opacar estas revelaciones a través de su maquinaria propagandística, que ha logrado convencer a buena parte de la población salvadoreña, además de la derecha conservadora en América Latina y de otras partes del mundo, hoy entusiastamente bukelista. Los simpatizantes de Bukele incluso han llegado a sostener que debería exportar este modelo que logró bajar abruptamente la tasa de homicidios y controlar a las pandillas en un subcontinente en el que la extensión del crimen organizado es un problema en la mayoría de los países.
Bajo un cínico maquiavelismo, el gobierno pretende que va a alcanzar la «verdadera paz» violando sistemáticamente los derechos de miles de personas bajo la justificación de que «los derechos de la gente honrada valen más que los de los pandilleros». ¿Pero quién va a diferenciar al Estado violador de derechos humanos de una pandilla de criminales? Por ahora, eso no parece un problema: la popularidad de Bukele supera el 90% en varias encuestas.
Esta retórica y el resentimiento que sufren las víctimas de las pandillas atraviesa a buena parte de la población. A principios de febrero, recorrí ocho comunidades que estuvieron históricamente controladas por las pandillas. Todos los habitantes con los que hablé afirmaron que conocían los casos e una o varias personas detenidas arbitrariamente y eran conscientes de la masiva violación a los derechos humanos que ocasiona el régimen de Bukele. Pero todos dijeron que era mejor vivir así que bajo el control de los grupos criminales.
«Yo escuchaba que venían (los policías y militares) a medianoche. Al día siguiente decían los vecinos que se llevaron a Fulano y a Sutano. Aquí había uno que no era pandillero, yo lo conocía desde pequeño. Pero es que la verdad, hablando a las cabales, en una situación así es inevitable que paguen justos por pecadores. Pero para mí, que no los dejen ir», me dijo un habitante del populoso municipio de Soyapango que había sufrido de extorsiones durante décadas.
Bukele ahora tiene el control total de los tres poderes del Estado y cuenta con suficiente apoyo popular para impulsar cualquier medida que desee sin contrapesos. Ha usado su poder para promover casos contra adversarios políticos, mientras dentro de su gabinete tiene a funcionarios que han sido señalados repetidas veces de corrupción.
La megacárcel está construida como una puesta en escena a corto plazo. La masiva encarcelación no resolverá los problemas estructurales que dieron origen a las pandillas. Por ejemplo, dentro de las comunidades aún resienten la falta de agua potable, de acceso equitativo a la educación y a la salud y el encarecimiento de la canasta básica. El gobierno de Bukele no ha logrado resolver estas situaciones y tener la prisión más grande de América no lo hará.
Habitantes de estas comunidades también comienzan percibir la discriminación que los cuerpos de seguridad ejercen en los territorios. La narrativa de funcionarios y diputados oficialistas se ha encargado de tachar a toda persona capturada, sea o no pandillero, como lo peor de la sociedad.
-Ellos no tienen derecho a visitas, no tienen derecho a llamadas, no tienen derecho a ningún contacto con el exterior, tienen una cama de metal sin almohadas, sin cobijas, sin absolutamente nada… y su comida va a ser una tortilla y frijoles, por 45, 30 o 20 años -dijo el jefe de la bancada de Nuevas Ideas, Christian Guevara, durante un programa afín al discurso oficialista.
-¿Alguna vez comen pollo?, preguntó al periodista que ya conocía la respuesta.
-No. Hasta ahorita no hemos podido darle proteína o pollo a todos los niños que estudian en la escuela, y el día que nos alcance para darle de comer a los niños en la escuela, le vamos a dar a las madres embarazadas, y cuando nos alcance para las mujeres embarazadas se lo vamos a dar a la tercera edad, y cuando nos alcance para la tercera edad se lo vamos a dar a los policías, a los bomberos, a los soldados, a los maestros…y cuando nos alcance para todos ellos, tal vez para los animalitos de la calle y por último vamos a pensar si le damos proteína a los mareros.
Jaime Quintanilla
Foto tomada de: https://nuso.org/articulo/Bukele-megacarcel-pandillas/
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