Un punto a anotar del actual gobierno es su esfuerzo por volver realidad el Acuerdo de Paz, incrementar el gasto social e involucrar a las comunidades en su proyecto de paz total, así como su preocupación por llevar a cabo las muchas veces aplazada, reforma agraria. Cuenta para ello con los recursos que le asegura la reforma tributaria que logró sacar adelante para “atender la deuda social histórica que tiene el Estado con los más vulnerables”.
La mayoría de los analistas destacan también la relativa estabilidad macroeconómica y la caída del desempleo, así como la creación del Ministerio de la Igualdad que será asumido por la vicepresidente Francia Márquez, una de las promesas hechas a sus electores.
Pareciera, pues que las condiciones están dadas para una marcha tranquila hacia el final del mandato presidencial, lo que contrasta con un descontento continuo en una sociedad profundamente dividida. Tal vez la respuesta se encuentra en el hecho de que los principios y las aspiraciones morales son una cosa y la política es otra.
La mayoría de los observadores políticos están de acuerdo en afirmar que Petro es un visionario al que mueven ideales nobles, pero que es un mal gestor, un líder que no sabe establecer intercambios permanentes con sus subalternos. De allí que la ejecución haya sido mala hasta ahora y los resultados de la acción demasiado modestos.
Al comienzo de su gobierno, Petro contaba con unas mayorías importantes en el Congreso. Hoy ya no cuenta con ellas y su reto más inmediato es reconstruir una coalición para sacar adelante su anhelado acuerdo nacional y hacer avanzar, en primer lugar, el acuerdo del Gobierno con la guerrilla del ELN. Para lograrlo, Petro ha convocado a los partidos políticos ya que sus reformas deben pasar obligatoriamente por el Congreso, y hace lo correcto.
Es evidente que, en las condiciones actuales, si el Gobierno le apuesta a ganar adeptos para realizar las reformas por las que clama el país, debe negociar en el entendido de que lo que está en juego sobre la mesa no son intereses sino objetivos. Lo anterior implica que el discurso político no descanse en un lenguaje limitado, tecnocrático, como lo quiere el régimen y que no inspira a nadie, pero tampoco en un enfrentamiento a gritos en las calles donde debatientes partidistas se dedican a denunciar y declamar sin escucharse. En otros términos, hacer un llamado a ciudadanos, no a consumidores, a comunicar en serio y construir consensos realizables.
Elaborar acuerdos y construir consensos conduce a pensar en los recursos necesarios para llevar a la práctica los concebido. En este orden de ideas, lo primero que debe ser eliminado es el voluntarismo y ello implica, en primer lugar, contar con un marco institucional en el que los individuos desempeñan un papel secundario; en segundo lugar, establecer prioridades, en el entendido de que cada negociación tiene sus exigencias propias. El riesgo de quererlo todo al tiempo es muy grande; en tercer lugar y como corolario de lo anterior, asegurar la sostenibilidad de lo proyectado.
Toda mejoría en las condiciones de vida supone contar con los recursos necesarios. En el mundo mercantil de hoy, los recursos monetarios y financieros son vitales y a este respecto vale la pena recordar a dos personajes que dejaron huella en su tiempo. El primero de ellos, Jean Baptiste Colbert, controlador general de finanzas de Luis XIV quien le solicitó fondos para sus empresas guerreras y a quien contestó: “Sire, dadme un buen gobierno y os daré buenas finanzas”. El segundo, Adam Smith, padre de la economía moderna quien afirmó que el verdadero origen de la riqueza es el trabajo.
Lo anterior, para establecer en primer lugar que los resultados del Gobierno dependen de que logre armar mayorías parlamentarias, es decir, de negociaciones para ganar capacidad de maniobra. En segundo lugar, que cuente con funcionarios que estén a la altura de sus misiones y generen confianza. Finalmente, que su loable objetivo de política centrado en la inclusión social depende del desarrollo económico, fenómeno siempre sujeto a controversias.
El Gobierno se enorgullece de haber disminuido el déficit fiscal, pero parte de este resultado proviene de la demora en la ejecución de ciertos presupuestos, es decir, de la ausencia de inversión. De allí la crítica a su incapacidad de ejecutar. Hasta ahora, los resultados macroeconómicos han sido satisfactorios, gracias entre otros factores al buen precio del petróleo, pero se teme que la actividad económica mundial experimente una desaceleración generalizada conducente a una recesión. Colombia se ha montado en una economía de demanda y distribución de subsidios que disparan la inflación.
El Gobierno tiene en mente lo que ha denominado “economía popular” pensando en nuevas formas de solidaridad social y autogobierno descentralizando el poder económico y vinculándolo a un mayor control democrático ¿No debiera pensarse más bien en una política audaz de inversión en infraestructuras físicas como carreteras, puentes y hospitales y de servicios sociales que generen empleo y coadyuben a la distribución del ingreso? Las ideas están sobre la mesa.
Rubén Sánchez David
Foto tomada de: El País
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