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Reformitas políticas, quizá pertinentes

8 agosto, 2017 By Ricardo Garcia Duarte

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Cuando los constituyentes del 91 se propusieron crear un poder electoral independiente, para que las elecciones – mecanismo central de la democracia – no fueran interferidas por el gobierno de turno o por los jefes políticos, se les olvidó sacudirse la rémora del Frente Nacional; querían superarlo y se anclaban en él; patinaban en la subcultura de esa partidocracia que siempre distribuyó los poderes entre los partidos, dueños al mismo tiempo del Estado.

El Consejo Electoral

Así, instituyeron el Consejo Electoral, en la perspectiva de fomentar la mayor autonomía posible en algunas instituciones, a fin de atenuar la concentración en las decisiones públicas, pero le dieron una composición claramente partidocrática, algo que hacía nugatoria precisamente su autonomía. Pues lo conformaron con magistrados, representantes directos de los movimientos más fuertes en el Congreso.

Independientemente de la probidad y la independencia que individualmente exhibieran muchos de los magistrados miembros del ente electoral, el conjunto estuvo institucionalmente condenado a dejarse envolver por las lógicas de partido, las que a veces son supremamente similares a las de secta, ajenas a la lógica superior del Estado; además de que colectivamente carecía de facultades suficientes para dirigir efectivamente el proceso electoral, de modo de frenar los vicios que en él campean.

La reforma que el gobierno de Santos presenta, aprovechando el Acuerdo de Paz y el fast track, avanza en el sentido de superar los dos defectos del Consejo Electoral, el que habla del origen de los magistrados y el que se refiere a la “falta de dientes” para perseguir los pecados contra la democracia electoral.

En adelante, la designación de los magistrados corresponderá por terceras partes iguales al presidente de la República, a los presidentes de las Cortes y al Congreso; y en todo caso el espíritu de la designación será el de que la autoridad electoral tenga más méritos que cuotas representativas de las bancadas parlamentarias; destinadas ellas a defender el interés de su respectivo partido. Será un avance en términos de una autonomía más moderna en la construcción del poder electoral, aunque éste adolecerá de un déficit en la coordinación general entre la jurisdicción y la organización electoral; y aunque la intervención del presidente y del Congreso encierren el riesgo de interferencias heredadas del poder político-partidista.

 

 

La participación y los mecanismos electorales

En lo concerniente a la participación de los ciudadanos, el gobierno abandonó los escarceos iniciales alrededor del voto obligatorio y se contentó con imponerlo indirectamente a los empleados públicos, apenas un inicio en esa dirección; muy seguramente sin efectos reales en la remoción de una abstención que ronda estructuralmente el 52% del censo.

Por otra parte, en materia de mecanismos electorales, el gobierno con su reforma quiere sustituir el voto preferente por la lista cerrada; solo que posterga el cambio para las elecciones de 2022, por lo que sus frutos no sobrevendrán de inmediato; unos efectos que para ser benéficos requieren la compañía de una todavía incierta democratización de los partidos.

Además, en beneficio de los movimientos minoritarios, la reforma abre el margen para que puedan tomar parte en la justa electoral, a través de coaliciones; lo cual puede mejorar por cierto el pluralismo, un efecto que se reforzaría mutuamente con la ventaja también consagrada en la reforma en el sentido de que la existencia de estos movimientos no va a estar afectada por el umbral que se exige normalmente a los partidos para su intervención en las elecciones.

Condiciones contra el espíritu de casta

En otro campo de acción; con la reforma, el gobierno de Juan Manuel Santos aspira a limitar a tres periodos parlamentarios la elección y reelección de los congresistas, con lo cual disminuiría el peligro de que prospere el espíritu de casta en la “clase política”. La cual tiende a perpetuarse con las reelecciones sin restricción y a controlar de manera rutinaria los resortes del poder en el orden nacional y en el nivel local.

Esta limitación, que seguramente será modificada en el curso del debate, no significa sin embargo una transformación de las costumbres nocivas en la democracia electoral; no lo significa por sí misma; no, si al mismo tiempo deja de estar asociada con modificaciones progresistas en la organización de los partidos y en su articulación con las organizaciones sociales.

Por último; mediante la reforma, el gobierno se ha decidido por consagrar una financiación “preponderantemente” estatal, una condición conveniente por muchas razones. El problema radica en que, con ese tipo de financiación o sin ella, los flujos ilegales de tesorería propios de las campañas continuarán, salvo que las autoridades electorales y jurisdiccionales cuenten con los instrumentos suficientes para castigar severamente toda financiación casada con el delito o que prohíje los favoritismos y las desproporciones en la competencia democrática.

En resumidas cuentas; la reforma, sin ser un conjunto armónico y revolucionario, reúne algunos correctivos inaplazables, aunque de mediano alcance; y sin que debilite significativamente al clientelismo, a la corrupción y a la abstención.

Ricardo García Duarte: Ex rector Universidad Distrital

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Filed Under: Revista Sur, RS Desde el sur

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