Toda época de revolución y cambio se enfrenta necesariamente al pasado que se expresa en la resistencia que oponen los que se niegan a dejarlo. No debe interpretarse esto sin embargo como una mala voluntad de los que se resisten. Ni siquiera puede considerarse una reacción deliberada suya, pues es natural que quien sienta amenazadas las condiciones de existencia de las que surgió no quiera desprenderse de lo que produjo esa su posibilidad de vida, aunque sea precaria. Es un acto de supervivencia y de elemental conservación el que todo ser quiera persistir y mantenerse de la única manera que conoce y que considera la mejor.
El futuro y el presente que lo anuncia con signos elocuentes se convierten en terrorífica amenaza, pues el cambio es una coacción violenta que expulsa del espacio cómodo que se acostumbró a habitar. El derrumbe de creencias y costumbres repetidas como espejos produce conmoción en los cimientos de una vida cuyo edificio social es a su vez reflejo; un reflejo que ha empezado a tambalearse. Esta general agitación que perturba lo existente lanzando sobre todo un signo de interrogación; este violento torbellino que no cesa de removerse no puede dejar de convertirse en una fuerza poderosa que se les opone y las confronta. ¡Es el tiempo de una gran resolución! Y aparecen caminos decisivos que definirán en adelante el curso que la sociedad tendrá que seguir, así como nuevas preguntas sobre viejas cuestiones que no se podrán resolver sin replantear las respuestas que ya no satisfacen a los nuevos interrogantes.
Todo viejo asunto es un nuevo problema siempre que este sea objeto de una crítica que lo examina todo a la luz de los nacientes principios de una nueva época. Los hombres que han vivido bajo el dominio de las viejas formas aprovechándose de ellas (incluso muchos que sin tener consciencia las experimentan como formas de opresión) reaccionan contra las que apenas surgen y empiezan a asomarse. Aquellos que se benefician y extraen de ellas su placer se apoyan en la contumacia de los que sin saber porqué persisten en la defensa de lo que aún no entienden, y en el rechazo de lo que sin conocer desprecian. Estos impedimentos, sin embargo, podrán ser sorteados con la firmeza de una voluntad arrojada, intrépida y audaz que expone sus motivos y fortalece con la práctica su razón y convicción, con lo cual irá alumbrando las ventajas del nuevo orden de cosas que tendrá que surgir.
La lucha entre el pasado y lo que vendrá después se decide entre dos partes: conservadores y reformadores. La oposición más dura está en aquellos, los enemigos declarados de un nuevo orden. Los más intransigentes e inflexibles en su posición han sido siempre los que han vivido a costa de este decadente estado de cosas, pues han florecido a expensas suya y necesitan para mantenerse de la corrupción. Son estos los reales enemigos contra quienes va nuestra batalla; el muro que habrá que vencer y derrumbar no sin una fuerza superior, constante y decidida. No sin una inteligencia mayor podrán ser derrotados; no sin convicción en nuestra nueva tarea podrán ser combatidos. Los conservadores son el lastre de nuestro porvenir, la rémora de cada época, la tara que se opone con su freno obtuso al curso de la historia. El conservatismo, anquilosado, obcecado y cerril, existe solo para ser vencido, superado, removido; es lo sólido en su existencia evanescente, es la resistencia que debe terminar cediendo.
En La carta de Jamaica escribió Bolívar:
“Los primeros [los conservadores] son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potencias establecidas; los últimos [los reformadores] son siempre menos numerosos, aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral” (1815).
David Rico
Foto tomada de: Infobae
Hernan Delgado says
Fabuloso