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Política, muerte y manipulación

11 agosto, 2025 By David Rico Palacio Leave a Comment

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En Colombia, la política ha tenido como fin la muerte. El Estado colombiano, transformado en máquina de guerra y exterminio en manos de siniestros asesinos y tenebrosos criminales, ha convertido al adversario en enemigo, al cuerpo en un botín y a la sociedad en un campo de batalla. Nuestros moralistas sin moral son los simuladores de una fe que no practican, y solo pueden acogerse al odio vengativo que amenaza con el plomo y con el hierro, y con la lucha a sangre y fuego.

El reciente fallecimiento de Miguel Uribe Turbay expuso sin pudor toda la capacidad publicitaria de la derecha y la complicidad masiva de los medios que aun con su agresiva exhibición no lograron producir el efecto que esperaban no obstante su despliegue y poder de difusión. Un personaje político menor, de escaso mérito y sin ninguna trayectoria, fue convertido por la narrativa mediática en un símbolo ejemplar.

Colombia no puede dejarse distraer para olvidar a quienes, como Jaime Garzón, optaron por la risa como forma de protesta, por la palabra como mecanismo de mediación, y por la vida como horizonte común. El humor, la risa, unidos a la crítica aguda e inteligente, fueron recursos esenciales con los que Garzón plasmó un estilo propio a través del cual dio vida a un sinnúmero de personajes cáusticos y originales que han cobrado vida propia. Garzón encarnó una política viva: el debate, la palabra que incomoda, la risa como arma contra la injusticia. Miguel Uribe, en cambio, encarnó una política servil: la defensa del poder establecido, el oportunismo del apellido y la obediencia a un proyecto que ha desangrado a este país.

En su muerte no hay duelo, sino agitación y propaganda. Su muerte la usan como material de guerra y combustible para la confrontación. Miguel Uribe en modo alguno era un virtuoso; su agenda política elitista y antipopular definían su programa político ultraconservador hecho a la medida del partido al que perteneció. Pero quisieron elevarlo a la dignidad de prócer y darle la inmortalidad del héroe. Quieren santificar un legado que en vida no existió.

Lo que hemos presenciado con el fallecimiento de Miguel Uribe no es un duelo sincero, sino una operación mediática de manipulación simbólica. La maquinaria de comunicación —ese brazo ideológico de élite— se ha apresurado a convertirlo en mártir, en ídolo de una esperanza que jamás representó, ni siquiera para sus copartidarios que no vieron nunca en él cualidades suficientes. Se sirven de su imagen para trastocar, socavar, atizar y despertar más odio contra el gobierno que detestan. No pretenden exaltar a la persona: lo que hacen es tratar de fabricar desesperadamente un mito que les sea útil, pues el otro de idéntico apellido ha caído ya en desgracia.

La prensa recurre a estrategias discursivas para aminorar, sobredimensionar, ocultar, señalar, sindicar, condenar… El lenguaje de la comunicación de los grandes medios de televisión y radio ha sido hasta ahora un lenguaje cargado de rencor para atizar la guerra. El odio desinformativo de la prensa colombiana es en gran medida responsable de la violencia en el país. La prensa hegemónica no es solo testigo ni simple narradora de la violencia: es su principal ingeniera y arquitecta invisible. Ella fabrica al enemigo interno, legitima la violencia, promueve la guerra, altera la verdad y convierte la mentira en realidad oficial. Su odio desinformativo, disfrazado de objetividad, ha legitimado guerras, ha producido víctimas y ha exaltado a los verdugos. Su coro mediático día tras día inocula miedo, odio y desesperación.

En vida, Miguel Uribe fue la encarnación política de una ética de la exclusión. Enemigo del pueblo como era, nunca defendió un derecho, solo privilegios, y fue el vocero de la mano dura como herramienta disciplinaria contra el pobre; su capital político viene de su estirpe, y quiso acrecentarlo con gritos para demonizar al oponente y difamar al detractor. La muerte, por trágica que sea, no puede de un brochazo borrar su trayectoria, y santificarlo con un halo de pureza equivale a insultar la memoria de tantos miles que han luchado y muerto por la justicia social y la dignidad humana.

La hipocresía es flagrante: ¿si el muerto hubiese sido Petro, Iván Cepeda o cualquier líder de la izquierda? ¿No habrían reaccionado igual a como reaccionaron ante Dilan, Lucas Villa, Alison Lizeth o Piedad Córdoba? Por supuesto, no habría habido duelo nacional, sino silencios administrativos, explicaciones vergonzantes, inculpaciones maliciosas y celebraciones soterradas. No se trata de negar el dolor de una familia, ni de desear la indiferencia ante la muerte, sino de revelar el trasfondo de este espectáculo. Lo que se muestra es la estructura misma de un poder que decide quién merece luto y quién debe sepultarse en el olvido. Es la lógica sacrificial del régimen: matar para vaporizar e invisibilizar a líderes comunitarios, campesinos, sindicalistas, etc., mientras despliega toda la parafernalia fúnebre cuando el muerto sirve de artilugio contra el enemigo político.

La violencia que vivimos no nació en este gobierno ni se acabará con él; es un fino hilo de sangre histórico que recorre el Estado colombiano, desde las masacres contra campesinos e indígenas hasta los asesinatos selectivos, desapariciones y genocidios. La muerte de Miguel Uribe no es excepcional por su injusticia – todo asesinato lo es-, sino por la obscena sobreactuación de quienes la convierten en bandera, ocultando que son herederos de un orden que ha hecho de la sangre ajena un recurso de poder.

Negarse a este coro de lamentaciones no es despreciar la vida, sino resistirse al simulacro. La canonización exprés de Uribe, mientras tantos otros mueren o son asesinados en el anonimato- es una farsa que desnuda la ética selectiva de una clase política y un poder mediático que no solo monta un show para llorar sus muertos, sino que además llora como le conviene. En un país donde el duelo debería ser sinónimo de justicia, lo que presenciamos es, sencillamente, oportunismo e histrionismo hipócrita. Miguel Uribe no era la esperanza de nada, ni prometía nada sino más de lo mismo y peor. Netanyahu lamentó su muerte y afirmó que “fue un amigo verdadero de Israel”. Que un genocida se conduela de su muerte por considerarlo uno de los suyos nos confirma el carácter del finado: era un fascista.

Pero la muerte no es un triunfo. Nadie vence sobre un cuerpo muerto: el muerto no debate, no se defiende, ni puede asimilar la dureza de su derrota. En política, la muerte física no es victoria, sino fracaso y descomposición moral. Nuestro proyecto progresista no busca la extinción individual del adversario, sino la muerte política del uribismo como estructura ideológica y forma de poder, no por censura, ni persecución, sino por decencia y decoro. La tarea es desnudar su rostro y arrebatarle su poder sin disparar un solo tiro; que presencien vivos el escarnio de su decadencia histórica. Que su recuerdo habite allí donde reposan las vergüenzas que un pueblo decide no repetir jamás.

David Rico Palacio

Foto tomada de: CNN en español

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