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La realidad de estudiar medicina en Colombia

23 junio, 2025 By Ana María Soleibe Leave a Comment

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Hay afirmaciones que incomodan no porque sean falsas, sino porque tocan una fibra sensible de nuestro modelo social. Una de ellas, incómoda, silenciada pero evidente, es que en Colombia estudiar medicina sigue siendo, en la mayoría de los casos, un privilegio y no un derecho plenamente accesible. 

Durante décadas se ha sostenido que la formación médica es el fruto del esfuerzo individual, del mérito y la disciplina. Sin embargo, esta narrativa se desmorona cuando se analizan las cifras y los obstáculos que enfrentan miles de jóvenes en el país. La carrera de medicina está prácticamente vedada para quienes no cuentan con los recursos económicos suficientes para afrontar el costo de varios millones de pesos por semestre en una universidad privada. Por otro lado, las plazas disponibles en las universidades públicas —aunque ofrecen una formación de alta calidad— son escasas y cada vez más vulnerables debido a las restricciones presupuestales. 

Según la Asociación Colombiana de Facultades de Medicina (ASCOFAME), actualmente existen 55 facultades de medicina afiliadas en el país. De este total, aproximadamente el 72 % son instituciones privadas y el 28 % públicas, lo que equivale a cerca de 40 facultades privadas y 15 públicas. Esta distribución refleja un claro predominio del sector privado en la formación médica en Colombia. 

Hablar de privilegio en torno a la formación médica no es un descubrimiento reciente. Las cifras han estado ahí durante años, visibles y contundentes. Y, sin embargo, se evita confrontar esta realidad. Se prefiere minimizarla o incluso tergiversarla antes que asumir lo evidente: en Colombia, convertirse en médico depende más del lugar de nacimiento que de la vocación o el talento. 

Estudiar medicina en Colombia implica una inversión considerable, especialmente en universidades privadas, que concentran la mayor parte de los programas acreditados. De acuerdo con información publicada en sus páginas oficiales (enero de 2025), la Universidad de los Andes tiene un costo de $36,230.000 por semestre, seguida por la Universidad del Rosario ($35,903.000), la Pontificia Universidad Javeriana ($35,041.000), la Universidad de La Sabana ($31,719.000), la Universidad El Bosque ($31,530.000) y la Fundación Universitaria de Ciencias de la Salud (FUCS) con $28,303.000. En otras regiones del país también se registran valores elevados: la Universidad del Norte, en Barranquilla, cobra $26,261.800 por semestre, mientras que la Universidad Icesi, en Cali, alcanza los $25,410.000. Estos montos suelen incrementarse anualmente según el IPC, aunque las instituciones pueden solicitar aumentos superiores con la autorización del Ministerio de Educación. 

Los gremios médicos, las facultades de medicina y el propio Estado son conscientes de que el acceso a esta carrera está mediado por barreras económicas y geográficas. Es hora de decirlo con claridad: una de las injusticias más graves dentro del sistema de salud colombiano es la dificultad real que enfrentan los jóvenes de sectores rurales, de bajos ingresos o pertenecientes a poblaciones históricamente excluidas para convertirse en médicos. 

Esta exclusión no solo limita las oportunidades individuales de miles de jóvenes, sino que también afecta directamente la equidad del sistema de salud. Si queremos un país con cobertura real, con presencia médica en todo el territorio y con profesionales comprometidos con sus comunidades, es urgente abrir un debate serio sobre cómo garantizar un acceso justo y democrático a la educación médica. 

Mientras el país reclama con urgencia una mayor presencia médica, especialmente en zonas rurales y apartadas, pocos se preguntan: ¿cuántos jóvenes originarios de esos mismos territorios tienen realmente acceso a la formación médica? ¿Cómo se espera que un joven del Pacífico, de La Guajira o de la Amazonía logre graduarse como médico si carece de conectividad, no puede costear transporte, alimentación ni matrícula, y debe competir por un número reducido de cupos altamente selectivos? 

Un ejemplo claro de cómo las políticas estatales han favorecido de manera desproporcionada a las universidades privadas en detrimento de las públicas es el programa Ser Pilo Paga, lanzado durante el gobierno de Juan Manuel Santos. Aunque su objetivo era ampliar el acceso a la educación superior para estudiantes con altos puntajes en las pruebas Saber 11, en la práctica terminó profundizando las desigualdades existentes. 

En lugar de fortalecer la universidad pública —espacio tradicional de formación para jóvenes de sectores populares—, el programa Ser Pilo Paga desvió importantes recursos públicos hacia instituciones privadas. Se estima que el Estado destinaba hasta tres veces más por cada estudiante matriculado en una universidad privada, en comparación con lo que invierte por un estudiante en una institución pública. 

Mientras tanto, las universidades públicas atraviesan graves crisis presupuestales: infraestructura deteriorada, escasez de recursos para investigación y una preocupante falta de docentes de planta. Lejos de democratizar el acceso a la educación superior, Ser Pilo Paga terminó subsidiando con dinero público un modelo educativo excluyente y orientado al lucro de las instituciones privadas. 

Además, el programa concentró sus beneficios entre estudiantes de ciudades grandes y colegios mejor dotados, dejando fuera a jóvenes de zonas rurales, donde es mucho más difícil alcanzar los puntajes exigidos. En la práctica, Ser Pilo Paga resultó ser un subsidio estatal a las universidades privadas que reforzó un modelo profundamente desigual, en lugar de impulsar uno justo y accesible para todos. 

Según el Observatorio de Talento Humano en Salud, en 2023 la densidad promedio de médicos en Colombia fue de 25,4 por cada 10 000 habitantes, apenas alcanzando el mínimo recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Sin embargo, este promedio oculta grandes disparidades: Bogotá cuenta con 48,6 médicos por cada 10 000 habitantes, mientras que departamentos como Atlántico (32), Risaralda (31), Valle del Cauca (30,2) y Antioquia (29,3) superan ampliamente dicho estándar. Por el contrario, en las zonas rurales dispersas apenas se registran 19,6 médicos por cada 10. 000 habitantes. 

El Índice de Salud Rural 2024 reveló que 116 municipios cuentan con apenas un médico para toda su población, con densidades que oscilan entre 1 y 8 médicos por cada 10 000 habitantes. Departamentos como Vaupés, Chocó y Caquetá, así como amplias zonas de Cundinamarca, presentan algunas de las cifras más bajas del país. Solo tres municipios superan los 100 médicos por cada 10 000 habitantes, y todos están ubicados en regiones cercanas a grandes centros urbanos. 

Estas cifras no son casualidad, reflejan un sistema que forma a los médicos en las ciudades y los mantiene allí, mientras los territorios más pobres permanecen desatendidos. Cuando se afirma que “muchos médicos no quieren ir al campo”, no se trata de una crítica moral, sino de la consecuencia directa de un modelo de formación profundamente inequitativo. Universidades costosas ubicadas en grandes ciudades, condiciones laborales precarias en zonas rurales y una ausencia casi total de incentivos sostenibles para quedarse en el territorio explican esta realidad. 

Aunque existen programas de reasignación y se impulsa la telemedicina, la verdad es que, sin infraestructura adecuada, conectividad estable ni garantías laborales, la permanencia del personal médico en las regiones sigue siendo insostenible. 

Colombia necesita una política pública decidida que garantice que cualquier joven con vocación médica pueda acceder a su formación, independientemente de su lugar de origen o nivel socioeconómico. Esto implica: 

  • Financiar la formación médica bajo criterios de equidad territorial y social. 
  • Fortalecer la red de universidades públicas en regiones históricamente excluidas. 
  • Invertir en infraestructura médica rural. 
  • Garantizar condiciones laborales dignas y crear verdaderos incentivos para que los médicos puedan quedarse y desarrollarse profesionalmente en el territorio. 

Porque al final, la pregunta sigue siendo la misma: 

¿Cuántos jóvenes con vocación están realmente en condiciones de estudiar medicina? ¿Cuántos lo logran sin endeudarse de por vida? ¿Y cuántos pueden regresar a sus comunidades a ejercer la medicina sin ser expulsados por las condiciones adversas? 

No basta con ponerse la bata blanca. Hay que asumir el deber de transformar el sistema. 

Ana María Soleibe Mejía, Presidenta Federación Médica Colombiana

Foto tomada de:  Simbiotia

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Filed Under: Revista Sur, RS Desde el sur

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