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La Caída

6 agosto, 2018 By José Darío Castrillón Orozco Leave a Comment

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Mark Twain consideraba el mentir como un arte, y cada arte requiere su técnica. Se ha indicado la necesidad de tener buena memoria para no caer antes que un cojo, y es de reconocer que el expresidente colombiano, Álvaro Uribe, la tiene: Es un memorioso, aunque en gracia de su redomado arte de mentir finja ciertos olvidos. También se debe reconocer que el patrón de Antioquia descolla en este campo: porque si la mentira fuera deporte olímpico, por cuenta de Uribe Colombia habría acumulado preseas por docenas en esta disciplina; y si fuera una ciencia habría obtenido un premio Nobel por su espíritu científico y por perfeccionar el método del embuste. Pero no, el mentir entró en el catálogo del arte, y si bien el castrochavismo internacional no ha permitido que se una de las bellas artes, y no faltará el terrorista atrevido que diga que es un arte feo, pero es arte al fin de cuentas.

Algún envidioso pretenderá desconocer los méritos de Don Álvaro de Antioquia, arguyendo que es el único arte que práctica, ya que no lee, ni escribe, ni canta; no baila, ni pinta, no esculpe… Ni a cine va. Aunque tiene sus dotes teatrales que las pone al servicio de su única pasión artística. Acaso ahí radica el éxito sostenido que ha tenido desde que inició su vida pública, porque las mentiras, le han salido mejor que las verdades: Tal como debe ser una buena mentira. En esto se desvela otro componente de la técnica del embuste: La falsedad debe ser creíble, por lo cual no sólo debe imitar la realidad sino superarla.

A Varito, como le dicen a él en los bajos fondos antioqueños, le han quedado las mentiras como para una exposición. Y el pueblo se lo ha reconocido, porque si bien un tuerto tiene sus ventajas para ser rey en país de ciegos, convertirse en zar de los embustes en tierra de falsarios es un desafío mayor. Y Don Álvaro asumió tal desafío a puro pulso, dejando a Pablo Escobar como un aficionado, ya que a Pablo de Antioquia no le salían bien las mentiras, y llegó a ganar el corazón de un pueblo que tiene por divisa no dejarse sorprender en una verdad. La gente lo sigue y lo ama no porque le crean, todos saben del fraude que representa, sino por su estilo al mentir, y por la audacia de hacerlo en los medios masivos, en el Congreso de la República, en la Presidencia,… hasta en organismos internacionales.

Por cuenta de tal reconocimiento acumuló millones de hectáreas en tierras, se hizo multimillonario y, tal como lo diseñó Pablo de Antioquia, llegó a la presidencia de la república de Colombia. Y no una vez, sino en dos ocasiones, y hasta en una tercera mediante testaferrato, como ni Pablo Escobar lo soñó. Todo repitiendo mentiras, aunque haya necesitado de la ayuda de otras malas artes, pero se ha de resaltar esto de reiterar las falacias porque es otra clave de su técnica: La mentira ha de ser repetida tantas veces hasta que llegue a sustituir la realidad. Algo que ha hecho con tanto primor que ya nadie duda en Colombia de la existencia del “castrochavismo”.

Ahora que el ganadero, caballista, y siempre nuevo rico, tiene Presidente de la República de bolsillo, presidente del senado de monedero, y fiscalillo para una faltriquera, no ha podido enmochilar a la Corte Suprema de Justicia, que lo tiene bajo sospecha, no de genocidio como lo han denunciado los incómodos defensores de Derechos Humanos; ni por narcotráfico como sus malas compañías, y su súbito enriquecimiento sugiere; ni por corrupción administrativa como indica la rapidez con la que se enriquecieron sus hijos, y su entorno más cercano encarcelado; ni por los varios cientos de miles de asesinados por el paramilitarismo que tanto pregona, ni por los seis millones de desplazados, ni por la tierra robada, ni por otras linduras que lo rondan. Lo quieren enjuiciar por fraude procesal y manipulación de testigos. Algo así como una enfermedad profesional, en caso de que ser mentiroso sea una profesión. Ese llamado de la Corte Suprema no deja de ser un gaje del oficio de mentir.

Entonces, en el contexto de la feria de las flores en Medellín, donde al lado del festival de la trova ha hecho historia el concurso de mentirosos, Don Álvaro cita a una rueda de prensa en un lugar cargado de sentido para los turbayistas, inolvidables torturando presos políticos en las caballerizas del ejército, y para ello reemplaza a equinos con periodistas en los establos de su finca.

Esta vez no le salieron las cosas como acostumbraba. En la rueda de prensa se le notaron las falsedades, no tuvo la firmeza de ánimo con que metía mentiras hasta dentro de un hueco. Se descompuso, y no pudo sostener su impostura ni diez minutos. Como que se le escurrió el arte. Y no es que haya dejado de mentir. Él y su movimiento político parecen haber hecho el acuerdo de maldecir, y hasta multar, a quien sea sorprendido cometiendo una verdad. Es el mismo falsario de siempre, sólo que viene cuesta abajo, y ya no le salen bien las mentiras.

Por cuenta de ello el país aprendió a leerlo, a entresacar las verdades interpretándolo al revés. Es así como cuando el patrón dice que él no está eludiendo la corte, es porque sí lo está haciendo; cuando dice que es un hombre de palabra, hay que entender que no lo es. O como lo aprendió a leer la Corte Suprema: cuando dice que es víctima de un montaje, es porque él mismo es el que está haciendo el fraude procesal.

Y la decaída de su arte parece obedecer a fallos de técnica, porque el éxito en tan reñido campo demanda talentos adicionales a la mnemotecnia,  a lo histriónico, o la repetición de falsedades. Hay un requerimiento técnico que olvidó Don Álvaro, tan obvio que parece secundario: No creer los propios embustes.

Y él se creyó el Mesías, se creyó honorable, se creyó decente, se creyó de buena familia, se creyó intocable… Se creyó sus propias mentiras y ahora va cuesta abajo.

José Darío Castrillón Orozco.

Foto tomada de: ABC.es

Filed Under: Revista Sur, RS Desde el sur

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