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Kant y la “revolución ética” de Iván Cepeda

22 septiembre, 2025 By David Rico Palacio Leave a Comment

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Hace una semana publiqué una columna titulada Contra la ilusión de una “revolución ética”. Allí sostuve que la trasformación política no nace de la simple intención noble de una conciencia pura, ni de una conversión moral individual, sino que es el poder político el que crea las condiciones de posibilidad para la moralidad pública. Esa afirmación, comprensible para un concepto de lo político, provocó la reacción de un lector kantiano que me interpela con razón: ¿no estoy forzando a Kant al convertirlo en un aliado de mi crítica a Iván Cepeda y su idea de una “revolución ética”?

Filosóficamente quise sustentar mi idea, no como una lectura forzada, sino como una interpretación legítima respaldada en una variedad de pensadores clásicos dentro de los cuales se encontraba Kant. Mi propósito con la columna no era ofrecer en absoluto una exégesis de este autor o de algún otro, sino cuestionar el riesgo de convertir la política en mera exhortación moral. Mi columna no pretendía dar una lección de filosofía, sino advertir sobre un peligro político real: que la izquierda colombiana se pierda en el moralismo conservador y abandone la tarea central de reorganizar el Estado, fracturar los poderes mafiosos y liberar la potencia constituyente del pueblo.

Pero he aquí que el crítico me obliga a centrarme en Kant. El pensamiento kantiano es la síntesis de grandes problemas con los cuales aún nos enfrentamos hoy, y es una puerta abierta para dar lugar a reflexiones en diversos campos, entre los que se encuentra, naturalmente, la moral y la política. La paz perpetua ofrece un buen recurso y sirve de apoyo textual sólido a mi tesis, porque esa obra política, escrita en 1795 (once años después de la Metafísica de las costumbres), muestra de manera cristalina cómo Kant no confía en la moral privada de los individuos como motor suficiente para fundar un orden bueno. No basta con pulir conciencias: la formación moral requiere instituciones justas. En su libro Kant: entre política y moral, Roberto Aramayo afirma que

“Las reglas de juego políticas determinan el ámbito propicio para desplegar adecuadamente nuestra disposición moral, porque sin una urdimbre política idónea que promueva las mayores cuotas de libertad compartida no habrá lugar para la ética. La moralidad no promueve una política mejor, sino que sólo una constitución con espíritu republicano y cosmopolita puede propiciar la formación moral de un pueblo” (2018, p. 18).

Aprovecho pues la crítica de aquel lector como una oportunidad para ampliar mi referencia a Kant, y me excuso si con mi aclaración me demoro más de lo debido y hago citas in extenso, pues con ello me permito precisar lo que allí dije y, sobre todo, reafirmar que el punto primordial de discusión no es si la moral importa o no (y claro que importa), sino cómo se articula con el poder político para transformar un orden histórico concreto. Kant, un autor que rechaza el alzamiento armado y la rebelión, vio en la Revolución francesa un signo de progreso hacia formas políticas más convenientes.

Aclaremos el asunto. Es cierto que el autor de ¿Qué es la Ilustración? reivindica una ciudadanía independiente y educada que pueda pensar y decidir por cuenta propia y emanciparse de la influencia paternalista de cualquier tutor que impida a las personas hacerse cargo de su vida y su destino; que para Kant la moralidad tiene un carácter vinculante insoslayable. La moral (la idea de deber, la autonomía, etc.,) tiene dignidad y una fuerza normativa propia que le impide sujetarse a fines puramente instrumentales. Las acciones políticas pueden y deben enjuiciarse por su conformidad con “la idea del deber”.

El éxito o la consecución de los fines que propone la política no puede desligarse del respeto a las personas, ni justificarse por medios criminales. La legitimidad de un proyecto político depende según Kant de principios normativos universales (respeto de los derechos de las personas y su dignidad, etc.). La “publicidad” de la razón está entre las condiciones irrenunciables para la existencia de una auténtica república. El actor político y el gobernante tienen sin duda deberes que los condicionan, pues el poder político legítimo no se basa sólo en la eficacia para conseguir un fin, sino en el respeto por la dignidad humana.

Todo esto lo sabemos. Mi énfasis, sin embargo, estuvo en otra parte. En La paz perpetua, bajo una línea argumentativa realista con visos hobbesianos, afirma Kant que no debemos esperar que la moral privada sea la causa de una buena constitución, sino que de una constitución buena puede derivarse la formación moral de un pueblo. Incluso un “pueblo de demonios”, dice, podría organizarse bien en un Estado si sus instituciones fueran sólidas.

Esto significa que el orden político crea el marco dentro del cual puede florecer la moralidad, aunque después esta misma moralidad sirva como criterio de evaluación de la política. El crítico entendió que con esto defendía yo la separación radical entre política y moral, o que simplemente postulaba una unilateral subordinación de esta por aquella.

Kant, repito, reconoce la importancia de las instituciones políticas para propiciar la formación moral de un pueblo. Esto no es contradictorio con lo que he dicho cuando afirmo que necesitamos un poder político y unas instituciones capaces de transformar las condiciones materiales y estructurales de la sociedad, y que esa transformación deberá orientarse por principios de justicia y respeto por la dignidad. Se trata, pues, de eliminar los males sociales que son la causa de la degradación humana.

El derecho y el Estado, en tanto facultad de coacción legítima, existen para garantizar que el arbitrio de cada uno pueda coexistir con el arbitrio de todos los demás según una ley universal de libertad. En este sentido, moral, derecho y política se articulan: la moral establece deberes universales, el derecho los hace coactivos y la política los aplica en función de la libertad y del bien común.

Una lectura apresurada del filósofo alemán corre el riesgo de caer en un voluntarismo idealista. Por eso resalto la advertencia de Kant acerca del error de considerar primero la conversión moral individual para la constitución de un buen orden político: la mera reforma ética no toca el núcleo del poder y termina siendo una simple exhortación sin efecto material, y la experiencia muestra que sin transformar las condiciones materiales e institucionales en el que opera un régimen de corrupción la exhortación moral simplemente se evapora. No quiero probar que Kant es idéntico a Marx o a Leo Strauss, a Hobbes o Maquiavelo (aunque con frecuencia se aproxima a estos más de lo que suele admitirse), sino que incluso en Kant se encuentra el apoyo textual que demuestra lo ilusorio que es propiciar cambios políticos a partir de la moral.

Sostener que la política transforma las condiciones materiales donde la ética puede arraigar no es defender la inmoralidad como principio absoluto fundador. Por lo demás, la “inmoralidad fundante” de la que hablé en mi columna no es licencia para el crimen, la corrupción o la barbarie, sino la constatación de que el poder no nace de la buena conciencia de las almas bellas, sino de relaciones conflictivas que después abren espacio a la moralidad. Más que oposición frontal a Kant, o desviación por una interpretación forzada, mi lectura pretende resaltar la dialéctica que él mismo reconoce: la política necesita de la moral como límite, pero la moral necesita de la política como condición de posibilidad.

El problema con la “revolución ética” de Iván Cepeda no es su inspiración moral, sino la confusión del efecto con la causa; el problema no es el concepto kantiano de moralidad, sino el moralismo vacío que se contenta con sermones sobre la virtud sin tocar el núcleo del poder. De nuevo, Roberto Aramayo en su libro sobre Kant, escribe:

“Su periplo intelectual cobra merced a la lectura de Rousseau un giro ético, y al igual que a este autor le preocupará hondamente la política, que a juicio de ambos es el camino hacia la moral, porque sin esa condición de posibilidad la ética sólo sería un simulacro (2018, p. 17)”.

Comparto la exigencia kantiana de que la política debe someterse a criterios de dignidad y deber. La lucha por el poder debe estar sujeta a un proyecto que respete los derechos y defienda la dignidad humana. El Estado no puede fundarse en cualquier forma de poder, sino que debe dar lugar a una constitución republicana que garantice libertad, igualdad e independencia bajo el principio de la sujeción común a una misma ley.

“La constitución republicana es la única perfectamente acorde con el derecho de los hombres, pero también la más difícil de establecer y, más difícil todavía, de conservar, hasta el punto de que muchos afirman que es un Estado de ángeles porque los hombres no están capacitados, por sus tendencias egoístas, para una constitución de tan sublime forma” (Kant, 2016, p. 11)

En la práctica, el crítico y yo no estamos tan lejos acerca de este punto: ambos reconocemos que para Kant moral, derecho y política están articulados. La diferencia es de énfasis: él resalta el papel normativo de la moral; yo, el carácter instituyente del poder político. La moral exige normas absolutas, la política requiere coacción. Y es justo esto lo que me resulta especialmente atractivo en el argumento sostenido por Kant en La paz perpetua.

En esta obra el autor muestra de qué modo utilizando “el mecanismo de la naturaleza” se puede alcanzar la paz perpetua; cómo se produce la armonía a través de la discordia, y cómo “la naturaleza” favorece la finalidad moral del hombre. El problema del establecimiento del Estado, incluso para un pueblo de demonios, lo plantea Kant en los siguientes términos:

“Ordenar de tal manera una muchedumbre de seres racionales que requieren conjuntamente para su conservación unas leyes generales, aun cuando cada uno de ellos, en su interior, se inclina siempre a eludir la ley. Se trata de ordenarles una constitución, de tal suerte que, aunque sus sentimientos particulares sean opuestos y hostiles unos a otros, queden contenidos, de modo que el resultado de su comportamiento público sea como si no tuvieran malas inclinaciones. Un problema así debe tener solución. Y no es del perfeccionamiento moral del hombre del que precisamos saber ahora [subrayado mío], sino de cómo se utiliza el mecanismo de la naturaleza en el hombre para dirigir el conflicto de sus instintos no pacíficos dentro del Estado, de tal modo que se obliguen entre sí a someterse a leyes coactivas y generar así una situación de paz en la que rijan las leyes» (2016, p. 112).

Las pasiones egoístas y conflictivas obligan a crear un poder político que garantice la paz y la seguridad bajo un orden social determinado. El Estado asegura, a través del derecho, que la libertad de cada uno se ajuste a un orden universal de libertad. Para ello propone un sistema de leyes generales que propicie una conducta tal que los ciudadanos en su comportamiento externo “se aproximen a lo que prescribe la idea del derecho, aunque el origen de ese mismo comportamiento no sea seguramente la moralidad” (p. 112). El fundamento de un buen Estado no descansa en una previa “perfección moral”, sino en una ingeniería institucional que canalice los egoísmos y los choques de unos contra otros, de modo que produzcan un orden social estable mediado por la ley.

Kant admite un uso político de las inclinaciones egoístas humanas: la naturaleza ha dispuesto que las tendencias contrapuestas de los individuos choquen y se contengan, posibilitando que la razón obtenga un resultado público equivalente al que existiría si todos fueran moralmente buenos. Es una lectura realista de la política la que aprovecha el conflicto para erigir un verdadero orden legal; y la que reconoce que el Estado no se edifica sobre la santidad de las almas, sino sobre instituciones capaces de contener y contrapesar los intereses en conflicto.

“Pero entonces viene la naturaleza en ayuda de la voluntad general, que está basada en la razón, respetada pero impotente en la práctica, y viene precisamente a través de las tendencias egoístas, de modo que solo depende de una buena organización del Estado- lo cual está efectivamente en manos de los hombres- dirigir las fuerzas de estos unas contra otras de modo que unas fuerzas detengan los efectos destructores de las otras o la neutralicen, y de esta manera el resultado para la razón es como si ambas fuerzas ya no existieran y como si el hombre, aunque no estuviera obligado a ser un buen hombre moralmente, sí lo estuviera, en cambio, a ser un buen ciudadano” (Kant, 2016, p. 111).

La idea de Kant es que aun seres movidos por pasiones hostiles pueden ser conducidos, mediante leyes adecuadas, a comportarse como personas morales en tanto actúan como buenos ciudadanos. El Estado utiliza su poder legal para hacer que en el contexto público las acciones se ajusten a lo ordenado por la idea del derecho, aun cuando las razones internas no sean morales. En resumen: a partir de principios empíricos de la naturaleza humana es posible introducir instituciones sanas que den lugar a buenas leyes con el fin de propiciar conductas que se adecuen a la idea del deber moral, aunque la motivación moral esté ausente en cada uno.

Las pasiones no pueden ser eliminadas, ni bloqueadas a través de la moral, sino puestas en tensión en el marco de un poder civil adecuadamente instituido. La política entendida como aplicación del derecho busca organizar la convivencia de individuos [malos] con inclinaciones egoístas mediante leyes generales que permitan la libertad de todos como ciudadanos.

David Rico Palacio

Foto tomada de: Alejandra de Argos

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Filed Under: Revista Sur, RS Desde el sur

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