Un análisis racional indicaría que el triunfo debe pertenecer al que tenga un mejor programa, experiencia de gobierno, conocimiento de realidades complejas y respuestas a intereses concretos de la ciudadanía o de los sectores que dice o aspira representar. En una competencia democrática puede suponerse que se enfrentan proyectos de sociedad y alternativas para lograr metas comunes con reglas de juego claras. Sin embargo, en toda competición se enfrentan individuos con sus intereses, anhelos, prejuicios y temores. Es así como la campaña que aún no termina ha estado marcada, más bien, por el odio, la procacidad, noticias falsas, tergiversaciones, filtraciones y demagogia. Mucha demagogia encubierta por el término “populismo”.
A escasos días de la segunda vuelta de la elección presidencial el resultado ha sido que sigue reinando la incertidumbre por lo que un número indeterminado de electores se muestra indeciso o inclinado a votar en blanco para manifestar su descontento con los candidatos en liza. Esta circunstancia, de por sí preocupante para los candidatos que acarician la Presidencia de la República, es tanto más inquietante cuanto que la elección del próximo 19 de junio es una de las más reñidas y apretadas de la historia de Colombia. Tal vez más que las elecciones presidenciales de 1970 en las que Misael Pastrana superó a Gustavo Rojas o las de 1978 cuando César Turbay derrotó a Belisario Betancur y más recientemente la de 1994 cuando Ernesto Samper se impuso a Andrés Pastrana.
El nivel de incertidumbre de la elección que permitirá conocer el nombre del ganador el 19 de junio se ha disparado, alimentado por las irregularidades de la primera vuelta que dieron pie para que se hablara de un posible fraude y que algunos sectores lanzaran la idea de hasta un posible golpe de Estado. Lo sucedido a lo largo de la campaña ha degradado aún más la confianza en las instituciones colombianas y hecho dudar de la imparcialidad de los entes que deben velar porque el proceso sea transparente y confiable.
Paradójicamente, uno de los elementos que ha contribuido a enturbiar el ambiente es el papel que han desempeñado las redes sociales y, más particularmente, las llamadas “bodegas” dedicadas a promover campañas de desprestigio contra los rivales políticos, las cuales suplantan los espacios públicos donde pueden debatirse ideas y proyectos, dejando mensajes y consignas en el subconsciente de las personas, hábilmente manipulados por sofisticadas técnicas de mercadeo político, a veces éticamente reprochables.
La ley prohíbe que se publiquen resultados de sondeos y encuestas durante la semana anterior a los comicios, pero ya en los últimos conocidos se daba a conocer el crecimiento de los porcentajes de la abstención y del voto en blanco. Algunos han emprendido una guerra frontal contra el voto en blanco con el argumento de que favorece a Gustavo Petro, pero es evidente que esta es una opción tan válida como las otras dos y expresa el rechazo a los dos candidatos. El planteamiento lo que deja al descubierto es el rechazo a la figura de Petro y al posible triunfo de la izquierda en un país que teme al cambio pregonado por quienes confían en ganar los comicios.
Las consecuencias de la guerra sucia que ha caracterizado la campaña son por ahora imprevisibles. El daño de la misma sobrepasa lo que está en juego de manera inmediata, es decir, la conquista de la presidencia. La campaña ha ensanchado las brechas de la sociedad colombiana y el primer desafío será pedir que se respete el resultado que se espera apretado y evitar un repunte de la violencia. Este desafío es de suma importancia, pero no es el único. Es necesario emprender reformas estructurales y definir (o redefinir) el lugar que se quiere ocupar en el escenario internacional.
Colombia está desvertebrada. El resultado de la “paz con legalidad” del actual gobierno a lo que ha llevado es a convertir al adversario en enemigo, así como al asesinato de cientos de líderes sociales y desmovilizados de las Farc mientras se violan los derechos humanos, resurge el paramilitarismo y se fortalece el crimen organizado, lo que agudiza la profunda crisis de confianza en el Estado.
Gane el que gane la presidencia de la República, el elegido tendrá un estrecho margen de gobernabilidad, de modo que se verá abocado a tejer alianzas con algunos de los que hoy se enfrentan a él. Ello implica entablar un diálogo social. De hecho, son ya varios los sectores sociales, políticos, económicos y académicos que llaman a un diálogo nacional para doblar la página y permitir que avance el país.
Rubén Sánchez David
Foto tomada de: Pulzo
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