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Gustavo Bustamante y el último de los papeles del goce

19 noviembre, 2018 By Hernán Darío Correa Correa Leave a Comment

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Como pocos en nuestra itinerante generación, Gustavo Bustamante acabó identificando su destino y su identidad sedentaria con un espacio concreto tan colectivo como personal, que inventó y sostuvo a lo largo de casi cuarenta años. Y por ello al intentar evocar su figura personal se hace imposible dejar de hablar del Goce Pagano. Algo así como no poder hablar de Don Quijote sin mencionar los molinos de viento de esa región de cuyo nombre siempre solemos acordarnos. Y la comparación, por supuesto, va más allá de una simple metáfora, porque las décadas de navegación nocturna del Goce incluyeron lecturas desaforadas, complicidades entrañables, salidas al mundo de la fantasía y embates del mundo real, carnaval y velorio, y hasta palizas por parte de enemigos inventados que embestían de verdad ante las arremetidas de las locuras de ocasión del caballero andante…

El Goce, en efecto, ante todo fue un enjambre de paradojas, como Gustavo y don Alonso Quijano: Al mismo tiempo abierto y estrecho; de difícil acceso pero siempre acogedor; con una atmósfera densa pero liviano y libre; de dimensiones públicas y efímeras pero de perennes intimidades afectivas y políticas; teatro de la fiesta pero crisol de duelos y de tránsitos personales; moderno pero como pocos plagado de aventuras caballerescas. Paradojas que como tales siempre debieron ser pastoreadas y sostenidas por alguien a través de una tarea al mismo tiempo discreta y omnipresente, flexible pero férrea, decidida y pasiva, tozuda y lenta como la de Gustavo, erigido en guardián de ese bien común que fue el Goce, el cual mantuvo con delectación de artesano, es decir, en silencio y con mano experta detrás de esa mesa-mostrador donde apoyamos y empinamos el codo una y otra vez quienes desde la primera juventud empezamos a buscarnos y a intentar hacerle el quite al sol de los días intonsos y repetitivos del trabajo semanal esforzado, y forzado, y por supuesto a contribuir al invento de una sociedad distinta.

Ambos, el Goce Pagano y Gustavo acabaron siendo los crisoles y los referentes de toda una generación, de un empeño contracultural y de rebeldía, y de una época que ahora ha empezado a morir con el inevitable y natural desfile de tantos hacia ese más allá que sólo las nuevas generaciones podrán discernir y decantar; pero también es clara su mutua diferenciación a partir de la búsqueda personal de Bustamante de no ser reducido a la condición de propietario o de barman, gracias a las rotundas y a veces implacables señales que mantuvo sobre su singularidad como persona no identificada con la música y el baile, y más bien definida por su perfil de editor, traductor, lector crítico y discutidor permanente, y por unos silenciosos gestos de solidaridad con quienes iban necesitando aquí y allá de apoyos económicos, morales o simplemente de compañía amistosa.

¿Cómo entender sino de este modo esa otra paradoja que Gustavo encarnó cuando sostuvo durante años la pedagógica y crítica tarea de seleccionar, reproducir y repartir uno a uno pero de forma pública y abierta aquellos “Papeles del Goce” en los tiempos de la clandestinidad? ¿O cuando desplegaba el tablero de ajedrez y armaba batallas silenciosas que duraban horas detenidas en medio de la música de altísimo volumen y del intenso ritmo y agitación de cien parejas azotando la irregular baldosa de dieciséis metros cuadrados del Goce de la 13A? ¿O la memoriosa conversación que nunca dejó de tejerse en las precarias pero firmes mesas y en la barra del Goce, o en el suelo de tantos apartamentos donde se amanecía ya desentendidos de los horarios zanahorios que en una época se le impusieron al Goce, las cuales alcanzaron a fraguar procesos enteros de paz, arreglos entre sectores políticos irreconciliables o ajustes conyugales o de amistades malogradas, imposibles de imaginar a pleno sol?

Como leyendas medievales, por ese corredor que se ofrecía una vez abierta la colorida falsa puerta calada de casona cafetera que algún arquitecto amigo montó un buen día a la entrada del Goce, transitó una y otra vez la construcción de sentido a lo largo de cuarenta años de luchas sociales y políticas, y si se quiere de la memoria de más de un siglo y de un continente si incluimos como se debe los espíritus que surgían de aquellos papeles y de los muchos libros que siempre guardamos y muchas veces dejamos detrás de su mostrador los eternos estudiantes que fuimos!
Ahora recuerdo la noche en que aquel ministro de cabellera abundante llegó al mostrador del Goce preguntándole a Gustavo cómo podía el Presidente de la República hablar con los jefes del M-19 en función del todavía inédito proceso de paz con esa guerrilla; y a Ricardo Lara Parada, aun oliendo a selva, disertando en la penumbra del Goce sobre lo que después fue el proyecto del Frente Amplio del Magdalena Medio. Y las páginas de las partituras de Teresita Gómez iluminadas por una vela de las velas que nunca faltaron en el Goce, sobre el piano de media cola que ocupaba diez de los dieciséis metros cuadrados, y que no impidió que después las mismas cien parejas bailáramos hasta la madrugada.

Ni olvido ese otro libro que se escribía y reescribía en las paredes del estrecho baño pagano, recordándonos como en las aventuras del Ingenioso Hidalgo, que no hay letras esclarecidas si no se rubrican desde la aguda visión crítica y el humor de la canalla: “El país se derrumba, y nosotros de rumba”, fue un grafiti que estuvo durante años como un espejo sobre el orinal, cuando la cuesta de la vida política nacional se hizo empinada, como un emplazamiento-celebración a y de quienes no renunciamos a la rumba ni a la expectativa de un cambio social y político profundo, mientras se fue haciendo cada vez más difícil existir, pensar y hasta llegar al Goce aventurándonos por unas calles y un entorno urbano cada vez más pauperizado, descuidado y dolorido.

Lo duro se evidenció después, cuando aquel deterioro se fue tomando poco a poco al goce mismo mientras Gustavo sostenía la caña cada vez más solo tras esa trinchera de pura resistencia en que se convirtió la barra, a medida que crecíamos en nuestros propios afanes. Austero por principio, en su primera juventud hizo salidas el mundo buscando espacios de lucha por el socialismo en el país, y luego en Chile, y después, cuando todo se fue aplazando, quiso que su vida y el Goce dieran un mentís rotundo a la sociedad de consumo y a las diversas formas de convivencia con ella que se impusieron por doquier, precisamente detrás de aquella barra y unos años después también en su propio apartamento, justo al lado del mismo Goce, ligando su destino personal y colectivo a ese espacio urbano de la 13ª con calle 24.

Y tal vez por haber decidido esa batalla de austeridad como la definitiva, se resistió hasta el absurdo a suavizarla haciendo algunos ajustes al desgaste del piso, abriendo las ventanitas que daban a la calle para dejar salir el humo y el calor, agregando a la barra unos vasitos de vidrio para el whisky, cuando anhelábamos dejar de tomarlo en los de plástico, o manteniendo unos limones para saltear el ron…

– Traélos vos, si querés –decía-, pero yo no pongo espejos engañosos…

Y tal vez también por ello encarnó otra paradoja que fue dejándolo solo en esa trinchera: En ocasiones el Goce nos expulsaba, pero Gustavo nos atraía; y en otras era a la inversa. Alguna vez en la librería Lerner me preguntó alguien por qué no había regresado al Goce, y le respondí que se había vuelto difícil respirar en ese ambiente doblemente saturado de humo de cigarrillo y de sarcasmo; y al terminar mi improvisada sentencia, alcancé a ver la sombra de un oyente de ocasión que se ocultaba detrás de la estantería más cercana. Le va a contar a Gustavo, pensé. Y unos meses después, olvidado del tema, volví al Goce no sin pasar por el retén de su rigor:

– ¿Y qué hacés aquí en este ambiente tan contaminado? Me dijo…

Y le respondí, logrando arrancarle una sonrisa y una cerveza de cortesía:

– Por la misma razón que a pesar de todo sigo identificándome con el contaminado río Magdalena, alma del país y de nuestra historia…

Y asunto olvidado!

Era tal vez su forma de avanzar en la amistad, dando un paso adelante y dos atrás, como la vieja consigna. En otra ocasión en que nos citamos en Riohacha en trance de llevarlo a conocer las salinas y la comunidad wayuu de Manaure, donde pasamos una semana de chinchorro y conversación en casa de Rosario Epieyú -lideresa de los jornaleros de la sal-, al regreso ya en la barra nocturna le pregunté cómo se había sentido en esa estancia.

– Insoportable vida tener que bañarse con aguasal, y además a totumadas! Me respondió.

Pero a la siguiente venida de Chayo a Bogotá le conté que estaba en mi casa con varios de los muchachos de aquel convite, y Gustavo se apareció con una enorme torta que alcanzó para toda la delegación wayuu y para saciar el gusto de la matrona, quien le había confiado en secreto que una de las cosas que más le gustaba de la capital eran los pudines!

Unos días antes de morir nos vimos en un restaurantico de la calle 23 debajo de la carrera quinta, donde almorzaba, pues quería proponerle rescatar la memoria de Los Papeles del Goce y hacer una suerte de sistematización de esa tarea de tantos años, de compartirnos sus lecturas con base en la edición de esas entregas mensuales de unos cuadernos rústicos tamaño oficio donde incluía ensayos, poemas, cuentos y hasta extensas novelas como La conciencia de Zeno, de Italo Svebo, o cartas como la que inauguró la serie, enviada por Tomás González narrándonos sus primeras impresiones sobre la sociedad norteamericana, a donde se había ido a vivir.

– En “Que pase el aserrador”, cuento de Juan del Corral, hay una sentencia que decidí seguir como un principio de vida: atender una cosa por vez, y nunca superponerlas. Dejáme salgo de este asunto de la salud, y nos ocupamos del que me propones, que me interesa, aunque no conservo la mayor parte de esos papeles, nos expresó a Camilo Castellanos, quien me acompañó a la cita, y a mí cuando de sobremesa pasábamos con Gustavo al frente a tomarnos “la mejor agua aromática de la ciudad”, según su certero decir. Allí queda pendiente esa tarea que tendremos que abordar entre todos los que aún seguimos su camino por las breñas, como quijotes…

Ese mismo día hablamos del libro de memorias de Miriam Gutiérrez, “La última mirada”, quien rescató los días del golpe chileno en Santiago, los cuales pasó con Gustavo encerrados en un apartamento mientras cuidaban a su pequeña hijita de meses de nacida, tras los colchones y parapetos que tuvieron que poner en las ventanas quebradas por el tiroteo.

– Nunca olvidaré la solidaridad de Gustavo, quien exponiendo su vida llegó hasta mi apartamento, sabiéndome sola, con algunos potes de miel de abeja que reforzaron nuestras viandas hasta que logramos salir juntos hasta una embajada después de varios intentos que hicimos con Gustavo y con Jaime, mi compañero, quien había regresado una semana después del golpe en el baúl del carro del director del hospital donde trabajaba, me contó Miriam cuando recordaba esas jornadas a partir de mi lectura de su libro. Y Gustavo en ese almuerzo complementó:

– Después de los primeros días, cuando acompañé a Jaime hasta la clínica donde se quedó asumiendo su tarea, recordé que Miriam estaba sola… Cogí dos potes de miel de abeja de los anaqueles de ese producto que estábamos promoviendo quienes trabajábamos la apicultura en una cooperativa socialista, y me fui para su apartamento. Cuando llegó Jaime nos contó que se había vuelto imposible seguir trabajando en el hospital por los túmulos de cadáveres que se acumulaban día tras día en sus corredores…

Habían pasado justo cuarenta y cinco años de aquella tragedia, y sus horas aún flotaban en la memoria de Gustavo, siempre a su manera lacónica, contenida, simplificada al máximo, y tal vez por eso contundente e inapelable detrás de un rostro que siempre conservó una cierta lozanía, pero que no podía impedir del todo que se entreviera su pasión y su profundo sentimiento por el destino del mundo y de su propia trinchera. Al respecto, me había contado por teléfono, cuando concertamos la cita para almorzar, que la alcaldía menor de La Candelaria había cerrado el Goce aduciendo la prohibición de venta de licor en esa zona…

– Y no me decido a convertirlo en un Club privado como han hecho tantos, que sería una falsa solución… Pero volvamos al tema: Ese libro que me dio Camilo, “Los grandes borrachos colombianos”, tiene un bello homenaje al maestro Oscar Castro, generoso, excéntrico, tan brillante que le ganó al Boris Spassky en un torneo internacional, y que repartía la plata que ganaba en los torneos con los amigos contendores en los mismos, quiero ver cómo conseguirlo para repartirlo en el Club de ajedrez Lasky de aquí del centro, de modo que traguen sus palabras quienes no dejan de hablar mal de él…

¿Cómo podía “privatizar” ese espacio colectivo defendido hasta la soledad más extrema de los últimos años? ¿Y cómo podría dejar de proyectar unos nuevos papeles del Goce haciéndole homenaje a Oscar Castro justo en ese trance hospitalario al cual evidentemente le tenía un miedo que no podía ocultar del todo detrás de la sonrisa que desplegó cuando le repliqué algo relacionado con que en el centro abundaban temperamentos categóricos como el de la señora que nos ofreció enfáticamente aguas aromáticas con o sin azúcar, rematando que no tenía otro modo de prepararlas?

Allí, más allá de sus sueños de nuevas salidas hacia la provincia de La Mancha para hacer justicia en el mundo, en esa resistencia que muchos leímos como tozudez y descuido, tal vez se empezaron a juntar las dos caras de aquella aventura caballeresca: La del deterioro urbano del entorno del Goce y del vecindario de Gustavo, y la de su propio periplo por la vida… Una semana después en que habría de resolver su problema de salud, ya en la antesala de la clínica, su corazón estalló…

Ahora que escribo, justo el día de su sepelio, pienso que si el Goce se fue sumiendo en esa oscuridad del centro de la ciudad impuesta interesadamente por los especuladores urbanos, los día de la resistencia de Gustavo se fueron trasladando inadvertidamente a los espacios que el mismo centro le ofrecieron hasta el último de sus días: los cafés y los pequeños restaurantes, los clubes de ajedrez, las librerías y los puestos de libros de viejo, con cuyos habitantes y propietarios conversaba y compartía sus pensamientos y confidencias…

Quizá por eso sorprendía en medio de la crisis del Goce, del que dependía su supervivencia, que mantenía un semblante lozano y la energía necesaria para seguir destilando sarcasmos y humor, como cerezas de su irreductible postura crítica respecto del mundo absurdo que se nos ha ido imponiendo. Y tal vez por ello fluyó tan naturalmente la convocatoria de su hija Antonia a la solidaridad de sus amigos y conocidos con los retos de salud de su padre, y brillaron tan nítidamente su entereza y dignidad en esa última noche en que nos congregamos para hacerla efectiva, cuando el Goce volvió fugazmente a ser el de siempre. Su mundo, nuestro mundo, que como sabemos se suele morir primero que nosotros, esa noche aplazó su salida de la escena, y nos dejó otra vez ser plenamente en la baldosa de otras noches…

Tal vez la apelación de Gustavo a la máxima de don Juan del Corral fue una última clave que nos dejó sobre la condición de viejo colono antioqueño que tenían su estilo y su reciedumbre, y su última paradoja: Apelar al orden de atender cada cosa cada vez, como un Quijote sensato cuando ya se acercaba el fin. Sólo un lector como Gustavo podía encarnarla, dándonos una última lección en lo que bien podría ser el último de los papeles del Goce: Los versos que el bachiller Sansón Carrasco dejó como epitafio de don Alonso Quijano:

“Yace aquí el hidalgo fuerte / que a tanto extremo llegó / de valiente, que se advierte / que la muerte no triunfó / de su vida con su muerte. // Tuvo a todo el mundo en poco, / fue el espantajo y el coco / del mundo, en tal coyuntura, / que se acreditó su ventura / morir cuerdo y vivir loco.”

Hernán Darío Correa Correa, Multidependiente en Consultor Independiente

Foto tomada de: Jet Set

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