El principio que los gobiernos de Estados Unidos están habituados a violar, como ahora lo hace de nuevo y de la manera más indignante posible, el presidente Donald J. Trump con la orden impartida el miércoles pasado de bloquear el tráfico marítimo que entra y sale de Venezuela, argumentando que el gobierno venezolano -al que califica de ORGANIZACIÓN TERRORISTA INTERNACIONAL – le ha “robado su petróleo, su tierra y sus recursos”. Esta orden brutal, esta inocultable declaración de guerra, es la culminación de la escalada de flagrantes violaciones de la independencia y la soberanía nacionales de Venezuela, que inició el propio Trump, durante su primer mandato, cuando impugnó por primera vez los resultados de las elecciones presidenciales en el país hermano. Se empieza reclamando las actas, como hizo la administración de Biden, y se termina ordenando el bloqueo aéreo y naval de Venezuela, como viene de hacer el mismísimo Trump en persona. Las violaciones aparentemente leves del principio de no injerencia en los asuntos internos del país, terminan abriendo la puerta a las declaraciones abiertas o soterradas de guerra.
Un principio es un principio y se lo acata o se lo rechaza, no hay fórmula intermedia y el presidente Petro lo ha vulnerado con sus declaraciones en contra de José Antonio Kast, el ganador de las elecciones presidenciales chilenas, hechas, además, en el peor momento posible. Cuando también Colombia está siendo víctima de la arremetida del presidente Trump contra la independencia y la soberanía nacional de nuestro continente, que ha convertido a Venezuela en su principal objetivo. Pero que igualmente afecta a México, a cuyo gobierno considera “cómplice” del “narcoterrorismo” y cuya soberanía territorial vulnera con la repetida amenaza de ordenar a su fuerza aérea bombardear los laboratorios de los narcotraficantes, supuesta o realmente, instalados en suelo mexicano. No es este, desde luego, el mejor momento para que Petro se inmiscuya en los asuntos internos de Chile, cuando él mismo está siendo víctima de la injerencia gringa. No se puede pedir a otros el respeto a un principio, cuando uno mismo no lo respeta.
Quién evidentemente no respeta el principio de no intervención es el presidente Trump. Pero él no es el primer presidente estadounidense que lo haya hecho. Es el más vociferante pero no es el único. La historia de la injerencia en los asuntos internos de nuestros países es tan larga como la de la Doctrina Monroe enunciada en 1823: “América para los americanos”. Y el instrumento probablemente más duradero y eficaz de dicha injerencia es “la guerra contra el narcotráfico”, ahora convertida pérfidamente en “guerra contra el narcoterrorismo”. Es la que permite que la DEA y la FBI actúen libremente en nuestro país, que haya 7 bases militares de uso conjunto de las fuerzas armadas norteamericanas y las nuestras y que estas últimas tengan todavía como objetivo prioritario la guerra contra las organizaciones criminales transnacionales. Cuya definición es potestad exclusiva de Washington, que la ejerce con total arbitrariedad, tal y como viene de hacerlo Trump con su condena del gobierno legítimo de Venezuela como “organización terrorista internacional”, porque, según él, está encabezado por el capo del Cártel de los soles: Nicolás Maduro.
Es en este contexto político internacional que la lucha del gobierno de Gustavo Petro contra el narcotráfico ha sido descalificada, decretada la suspensión de la “ayuda” estadounidense a Colombia y el propio presidente Petro acusado por Trump de connivencia o complicidad con los cárteles de la droga. La respuesta que ha dado Petro a esta inaceptable ofensiva me resulta, sin embargo, insuficiente o contraproducente. Yo entiendo que él quiera mostrar el carácter tramposo de la “descalificación” de la lucha de su gobierno contra el narcotráfico, informando reiteradamente de los logros históricos alcanzados bajo su mandato en dicha lucha. Pero al hacerlo pasa por alto que con su insistencia en dicha argumentación refrenda y legitima dicha lucha, aboga por su perpetuación. Cuando lo que hay que hacer aquí y ahora es denunciar que la tal guerra está y ha estado siempre al servicio de los intereses políticos y militares de Washington. Desde sus remotos inicios en los años 70 del siglo pasado, cuando el entonces presidente Richard Nixon la declaró para poder estigmatizar, perseguir y encarcelar a los pacifistas y los líderes revolucionarios afros.
Hoy es el propio presidente Trump quien ha dejado bien claro, en la declaración ya citada, que la criminal arremetida militar contra Venezuela no es para combatir el narcotráfico sino para recuperar el control del petróleo y los recursos naturales del país hermano. Calificar al presidente Maduro de cabecilla de un cártel, por lo demás inexistente, es solo un pretexto. La exigencia de la hora, insisto, es denunciar la sedicente guerra contra el narcotráfico por haber sido y seguir siendo un instrumento privilegiado de intervención estadounidense en los asuntos internos de nuestro país. Y para declarar, con toda claridad y firmeza, que Colombia exige un replanteamiento radical de los términos en los que hasta ahora ha sido planteada. Hay que rechazar de plano la instrumentalización política de la misma que hace Washington, desmilitarizarla y supeditarla a una estrategia de erradicación del flagelo de las adicciones a sustancias psicotrópicas que la considere prioritariamente como un problema de salud pública y no de orden público. Habría que retomar la consigna esgrimida hace años por Enrique Santos Calderón y Socorro Ramírez: “Hay que desnarcotizar las relaciones con Washington”.
Carlos Jiménez
Foto tomada de: The New York Times

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