Portavoces radicales del establecimiento y mesurados representantes de la derecha liberal sufrieron una conmoción unánime ante el discurso que ofreció el presidente Petro desde el balcón el pasado día de los trabajadores: que reveló su verdadera cara de dictador, decían unos; que acude a la amenaza y el chantaje, decían otros; que pone en jaque las instituciones, aducían otros más; que desconoce la democracia constitucional, en fin. La prensa se sumaba a tal preocupación e infundía más temor citando frases sin contexto para dirigir la discusión. Muchos señalaron que el presidente desafió al congreso mientras incitaba al pueblo a manifestarse en las calles para respaldar las reformas que propone su gobierno.
La democracia plebiscitaria es un tipo de dominación cuya autoridad se basa en la personalidad del líder carismático. Este es relato que tratan de posicionar (con relativo éxito) sobre la figura del presidente Petro, que aparece como una amenaza que pone en peligro los principios más elementales de la democracia colombiana. La democracia plebiscitaria se opone, pues, a los principios del estado de derecho, que es la esencia de un gobierno de las leyes.
Como se sabe, el liberalismo es la concepción política del Estado limitado, tanto en sus funciones como en su poder (Bobbio). En su poder, pues los poderes públicos están regulados por leyes y sometido a una constitución, en tal sentido es Estado de derecho; en sus funciones, ya que se limita a proteger la libertad de cada uno sin interferir en su esfera individual de acción, en este sentido se propone un estado mínimo (minarquía). El gobierno representativo es el modelo liberal moderno que mejor se corresponde con esta visión, “el único dentro del cual podíamos hoy encontrar alguna libertad y algún reposo”, dice Constant.
Sin embargo, así como no toda democracia es liberal, ni todo estado liberal es democrático, del mismo modo es posible hallar un estado de derecho que no sea mínimo (Estado de bienestar), o un estado mínimo que no sea de derecho (el poder absoluto del leviatán). Un concepto liberal de democracia amplia, como el que pretende implementar Gustavo Petro, no puede conformarse con la defensa de la igualdad política formal y la protección de los derechos meramente individuales. Para un republicano, la libertad no es el valor privado del individuo acorazado en su vida personal, sino una virtud civil y una cualidad moral que no puede ejercerse si no se han satisfecho los derechos: “No se es libre por privilegios, sino por los derechos que pertenecen a todos”, escribe Sieyés.
La democracia plebiscitaria puede ser identificada con un estado de opinión, pues su gobierno está regido por la decisión mayoritaria de los ciudadanos entregados a la voluntad del líder. En esta democracia de caudillaje hay una exaltación de la opinión del pueblo convertido en masa que se configura como un poder que se pone por encima de las leyes y las instituciones. La democracia plebiscitaria no es “la fase superior del Estado de Derecho”, como afirmó Álvaro Uribe Vélez, sino, por el contrario, un atentado contra la democracia constitucional y una negación de aquel Estado.
La democracia participativa, por el contrario, abre la posibilidad de que la sociedad ejerza su derecho a intervenir en las relaciones de poder sin entorpecer el plano constitucional de un Estado de derecho; promueve la deliberación y se ubica entre un plano participativo y otro representativo sin desbordar el horizonte de la democracia liberal. El estado de opinión, en cambio, rompe con este marco de acción al imponer como verdad el criterio de la mayoría. Platón invocaba la figura del rey-filósofo porque consideraba que gobernar exigía episteme. Pero la democracia no acepta este principio, su espacio natural es la opinión: “a la democracia le basta con la doxa” (Sartori, 2009). Pero la opinión no solo está sujeta a error, sino que puede ser inducida y moldeada desde afuera por la propaganda y la publicidad. Una opinión no es verdadera porque sea sostenida por todos o la mayoría. En El contrato social, Rousseau introdujo un principio esencial de libertad y bien común: la voluntad general, que se distingue de la voluntad de todos. No basta con que todos quieran algo, deben querer de tal forma que su voluntad pueda volverse general. Un pueblo entero puede estar de acuerdo frente a un mismo asunto, y aun así perseguir un fin que es tan solo un interés privado. Y, al contrario, la voluntad de algunos pocos puede adquirir un sentido general de acuerdo con su fin. “En una sociedad republicana es necesario que cada uno transforme sus deseos haciéndolos aparecer en forma de leyes” (Strauss). El ejemplo que propone Leo Strauss es el de quien sugiere no pagar impuestos. Quien formula este deseo debe proclamar una ley que suprima los impuestos. Al convertir tal voluntad en una ley, aunque todos la defiendan, queda en evidencia lo disparatado de su voluntad particular. Así pues, el principio filosófico de Rousseau señala que una ley no es racional porque la establezca una voluntad, sino al revés, una voluntad solo es racional en tanto pueda convertirse en ley, es decir, en tanto pueda ser general. Así, la clase política tradicional de este país, cuando se opone a la voluntad legítima que tiene el pueblo de apoyar los cambios, actúa de modo “irracional” al querer imponer como principio general un estado de cosas que solo obedece a su propia condición privada. Su interés particular de clase se opone a la voluntad general y le da la vuelta para presentarlo como un interés común, este es el terreno propio de la ideología, el mundo invertido del que hablaba Marx.
Ahora bien, por tener un alto contenido emocional, la democracia plebiscitaria deviene una tiranía de la mayoría, pues no suele cumplir con los criterios racionales que permite que una voluntad adquiera validez general. El triunfo del No en el plebiscito por la paz lo ilustra claramente; de igual modo la Alemania Nazi y su delirio nacionalista de depurar su raza a costa de exterminios. La bondad de una voluntad depende, pues, de que sea susceptible de convertirse en principio general.
En nuestra Constitución Política se afirma que “la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. El pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la Constitución establece (art. 3). “¿Qué es propiamente un acto de soberanía?, pregunta Rousseau, y responde: “No es un convenio entre un inferior y un superior” (Contrato social). Las elites políticas, los grupos económicos y su respectiva prensa no están dispuestos a permitir que la ciudadanía tome parte activa en las decisiones que definen su destino; ni que un gobierno progresista la convoque. La democracia según ellos está encarnada solo en el cuerpo de los representantes, a quienes una vez elegidos la sociedad debería sujetarse como a sus superiores. Pero la participación activa de pueblo que reclama a través de marchas y manifestaciones no quiebra en absoluto el modelo liberal, antes bien, lo profundiza porque ahonda en su momento democrático al desarticularlo con su carácter individualista posesivo: “La tarea de la izquierda no puede por tanto consistir en renegar de la ideología liberal-democrática sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural” (Laclau, Mouffe).
La democracia radical de Petro alienta la participación directa mediante la concepción de una ciudadanía activa dispuesta a manifestar su apoyo a un conjunto de reformas que ampliarían el círculo de sus derechos sin poner en peligro los principios del Estado limitado en su poder; esto es, en tanto invita a refrendar popularmente lo que el Congreso debe tramitar, respeta los límites que impone un Estado de derecho al tiempo que permite al pueblo expresar su voluntad, una voluntad que, en tanto quiere algo que puede adoptar forma de ley, reviste un carácter racional que la hace susceptible de volverse general.
David Rico Palacio
Foto tomada de: https://elpais.com/
maribel says
una mente muy brillante. que profundidad en la exposición!