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Del mito al juicio

4 agosto, 2025 By David Rico Palacio Leave a Comment

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¿Por qué te empeñas en matar el Espíritu? Yo sé: porque el Espíritu tiene sus glorias que te rivalizan en poder.

Gonzalo Arango (Medellín, a solas contigo)

La condena al expresidente Uribe Vélez, aunque todavía reversible dentro de las instancias y recursos que ofrece el aparato judicial, ha operado ya como sentencia simbólica, no en el sentido de que sea poco significativa o limitada la sanción, sino porque con ella se ha hecho trizas la representación convencional y culturalmente aceptada de que un expresidente es intocable o innombrable.

No se trata, pues, simplemente de un fallo contra un expresidente – quizá el más influyente y popular de las últimas décadas-, sino del golpe más certero al mito fundacional de la “antioqueñidad” como relato que quiso imponerse a la nación. Lo que se quiebra no es solo la imagen de un hombre, sino la arquitectura imaginaria de un poder regional que se creyó eterno, providencial e incuestionable.

Desde finales del siglo XIX, Antioquia se construyó a sí misma como excepción: gente laboriosa, tierra de arrieros, negociantes, agricultores, comerciantes, mineros, banqueros, raza emprendedora. Allá todavía se habla de raza (como en el himno de la universidad de Antioquia); y han acuñado el término “antioqueñidad” para expresar su ser trascendental. Esa ficción —tejida por la historiografía conservadora, y reforzada por los manuales escolares, la Iglesia Católica y una incipiente élite empresarial y política estrechamente endogámica— logró erigirse como modelo nacional. Mientras el resto del país era representado como perezoso, parsimonioso, cándido, inexperto, etc., Antioquia, La Grande, capital del mundo, separatista y federal, aparecía como reserva moral de la república. La idiosincrasia paisa fue, desde entonces, la voz del capital en su versión casera y montañera: trabajo, esfuerzo, religión, propiedad, familia y obediencia. Una mezcla extraña de moral católica y ética protestante: la confesión, la caridad y el sacramento con la acción mundana, racional y productiva convertidas en virtud.

Hay un cuento del escritor antioqueño Don Juan del Corral (a los hombres respetables y de elevada condición social y espiritual les decían don antes del nombre, hoy es una partícula que se antepone al alias de cualquier mafioso) titulado Que pase el aserrador, en donde se representa el imaginario típico del antioqueño: recursivo, atrevido, intrépido, audaz, dicharachero… Una palabra las resumen todas: avispado. ¿Que quién es? El que no se vara, el que si no sabe se la inventa, el conversador y el echador de cuento, el hablador hábil que convence, el fanfarrón, enredador y ventajoso. Antioquia le ha rendido culto al avispa’o, o sea, al vivo, y por eso es tierra de mercaderes, trovadores, eclesiásticos y culebreros. Antioquia es tierra de mitos y leyendas.

Pero todo mito necesita un héroe, y Álvaro Uribe Vélez fue su personificación histórica. Hijo de ganadero y hacendado, criado entre vacas, avionetas y caballos, Uribe fue el producto más refinado que pudo producir la elite antioqueña: voluntarioso, rezandero, punitivo, laborioso y hogareño, rodeado de un halo campesino con una mística del sacrificio. Su gobierno se valió de esta semiótica y Uribe se ha erigido en su símbolo. En su persona se fundía la figura del patrón, la del padre de familia, la del sacerdote de provincia, la del capataz de finca y la del bobito de pueblo. Con él, la “antioqueñidad” se hizo régimen. Sin embargo, dicho régimen fue tan solo una figura subsidiaria y funcional al servicio de un poder mucho más fuerte que lo utilizó. Uribe solo fue una consecuencia, la manifestación de un aparato estatal constituido a partir de estructuras de violencia y corrupción. El problema excede lo local, pero se condensó en Antioquia.

Por eso su gobierno no fue en absoluto un accidente: fue la forma histórica con la que se quiso implementar (y con éxito) una peculiar manera de producir y atesorar riqueza; un modelo de sociedad basado en una mezcla de formas bárbaras feudales y tintes tímidos modernos con el que se fundó un nuevo régimen de producción: el paracocapitalismo, el cual, como me referí en otra columna, consiste en procesos de acumulación por desposesión violenta, usurpación de tierras y acaparamiento de zonas estratégicas por la ubicación geográfica y sus recursos naturales, y en la explotación sistemática de economías ilegales que dejaron tras de sí masacres, asesinatos, expoliaciones y desplazamientos” https://www.sur.org.co/partidos-poder-politico-y-lucha-popular-constituyente/.

Con él, además, se consolidó el proyecto neoliberal en el país: privatización de entidades y empresas del Estado, desmantelamiento del sistema de derechos, flexibilización laboral, captación de rentas públicas para financiar negocios privados, persecución y represión brutal de la protesta, etc. Todo esto en nombre del “orden”, la “seguridad democrática” y el “crecimiento económico”. El de Uribe Vélez no fue un gobierno que quisiera convertirse en política de Estado, pues no hacía falta, porque esa política ya existía sostenidamente desde antes. Lo que sucedió fue que pudieron refinarlo y darle un nombre oficial para institucionalizarlo. Uribismo es simplemente la palabra doctrinaria que resume el proyecto exitoso con el que se perfeccionó este régimen de corrupción y muerte como factor constituyente o diseño estructurante de la vida nacional. Uribe es solo el síntoma de una tradición política más amplia: la que forjó un modelo de sociedad basado en la violencia.

Hoy, con la condena de su líder caído ya en desgracia no solo se agrietó la máscara del relato regional, sino también la hipocresía del poder central administrado por una speudoburguesía que aparentaba mantenerse limpia justamente porque su empleado de provincia convertido en figura nacional se encargaba del trabajo sucio.

Ya no hay heroicidad sino vileza; no hay providencia sino cálculo; no hay moral sino delito. La condena, más allá de lo jurídico, es una herida abierta en el orgullo paisa. ¿Cómo aceptar que el ícono de la personalidad antioqueña sea al mismo tiempo su mayor vergüenza? ¿Cómo asimilar que detrás de los discursos edificantes de los industriales antioqueños; de las peroratas de nuestra podrida clase dirigente local y nacional; de los usos y costumbres de nuestras parasitarias clases altas; detrás de titulares prepagados de la falsa prensa, fabricados por voceros cómplices, se escondía una maquinaria de sangre, muerte, despojo y cocaína?

En su libro Los negroides, Fernando González abogaba por elevar los niveles de cultura de los antioqueños: “Debido a lo primitiva de esta, decía, Antioquia no ha dado un solo político que de veras influya en la formación nacional: ni un solo diplomático, nada, nada que tenga valor social” (1995, p. 100). ¿Juan de Dios Aranzazu, Marco Fidel Suárez, Mariano Ospina Pérez, Belisario Betancur? Todos estos hijos insignes de Antioquia no fueron más que corruptores y deformadores de la patria. Uribe Vélez, su último vástago, es la consumación, el término, el culmen absoluto de esa degradación. ¿Y en manos de quiénes están hoy Medellín y Antioquia? De Andrés Julián Rendón y Federico Gutiérrez: dos rufianes de bajísima calaña.

Medellín, con sus ínfulas de ciudad desarrollada, de ciudad metrópoli, no ha logrado superar su alma de periferia y sigue encarcelada en sus prejuicios de provincia. Sus personajes más ilustres, cuando no se fueron, tuvieron que esforzarse por crear un escondite, un castillo, una idea, algo dónde redimirse del bullicio estridente de su corazón de fábrica. ¿No era acaso Otraparte el nombre de la casa-finca de González ubicada en Envigado? Fue un mecanismo ilusorio de evasión el que empujó a Fernando a construir un lugar donde su espíritu pudiera arder sin volverse ceniza. Disfrutaba de su tierra, de su casa, del esplendor natural que le rodeaba, pero renegaba de sus paisanos.

Antioquia no tiene libertad de juicio ni amplitud de miras; muy hábiles, sí, para los negocios, pero lo grande que ha parido ha sido en contra suya. No ha sido querido, buscado, cultivado. En cuestiones del espíritu, su grandeza ha sido un accidente. Barba Jacob, León de Greiff, César Mejía Vallejo, Gonzalo Arango…, y el más grande todos, don Tomás Carrasquilla, fueron excepciones. ¡Pero hoy, qué queda! Solo basta con mirar alrededor para considerar a nuestros hombres cultos del presente: un mundo literario marchitado, arruinado, incapaz de alumbrar un solo libro por cuya posesión daríamos a cambio la totalidad de la actual literatura circulante. Lo que hoy se escribe son simplezas y vanidades de mercachifles y agitadores.

En fin, lo que presenciamos no es solo la caída de un individuo, sino el derrumbe de una hegemonía cultural que durante décadas se impuso como modelo de virtud, progreso y eficiencia. La “antioqueñidad” ha dejado de representar el porvenir: hoy encarna un pasado que nos impide avanzar. Su regionalismo estrecho, su moralina doble faz, su arribismo, su racismo estructural, su autoritarismo, su apego material y su avaricia sin escrúpulos son las taras de un sector pequeño pero poderoso que se resiste al cambio.

Debemos mirar nuestro presente con espíritu fundacional. Este es un momento de inflexión y ruptura desde cual se hace necesario pensar un horizonte de transformación real y radical para el país. El juicio de Uribe no solo es un punto de partida para su realización, sino también un resultado. Quienes incurren en el error de afirmar que contra Uribe existe una persecución política para someterlo a un juicio no han comprendido aún la diferencia entre un juicio político y las condiciones políticas de un juicio. Colombia ya cambió. Uribe ha caído. Con él no se desmorona el régimen de corrupción, pero ha entrado en una época de crisis más profunda. Lo que era poder incuestionable hoy es defensa exasperada. Ya le conocemos bien el rostro, y quedando al descubierto ha comenzado seriamente la confrontación. El viejo régimen ha sido puesto en evidencia. Es hora de construir otra Colombia.

David Rico Palacio

Foto tomada de: La Silla Vacía

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Filed Under: Revista Sur, RS Desde el sur

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