- hayan ejercido la representación judicial o administrativa en actuaciones relacionadas con hechos del conflicto armado o pertenezcan o hayan pertenecido a organizaciones o entidades que hayan ejercido tal representación.
- haya gestionado o representado intereses privados en contra del Estado en materia de reclamaciones por violaciones a los Derechos Humanos, al Derecho Internacional Humanitario o al Derecho Penal Internacional o pertenezcan o hayan pertenecido a organizaciones o entidades que hayan ejercido tal representación.
- hayan tramitado acciones ante Sistemas o Tribunales Internacionales de Derechos Humanos o litigado contra el Estado Colombiano ante dichas instancias.
Ya se han alzado algunas voces, realmente tímidas, frente a esta prohibición. Particularmente por parte de los defensores de derechos humanos quienes, con razón, aducen que la medida es una forma de persecución contra estas personas. Pero estas voces apuntan a un tema que, en este contexto, es marginal. Esto no quiere decir que la defensa de los derechos humanos no sea un tema de la mayor importancia. Lo es y quienes se opongan a su defensa merecen el más profundo rechazo. También es la oportunidad para reclamar, no sólo que los derechos humanos y sus defensores sean tomados en serio, sino que el Estado y la sociedad en general se comprometan con su promoción y la formación en sus valores. Pero esta situación de los defensores de los derechos humanos no se compara con los efectos globales de la medida: la absoluta desprotección de las personas (o, si se quiere, el retorno al Estado absolutista) y, por ende, la traición a los principios del constitucionalismo de corte liberal. No es simplemente que la defensa de los derechos humanos esté en juego. Cualquier derecho reconocido por el orden jurídico está en entre dicho.
Para hablar de esta inhabilidad (pues no es una incompatibilidad), podemos partir de la función de las mismas. Según varias sentencias de la Corte Constitucional, las inhabilidades que no surgen como consecuencia de una sanción tienen como finalidad “la protección de preceptos como la lealtad empresarial, la moralidad, la imparcialidad, la eficacia, la transparencia, el interés general o el sigilo profesional, entre otros fundamentos. Es este sentido, las prohibiciones e inhabilidades corresponden a modalidades diferentes de protección del interés general” (C-1062/03). Así, para el caso de la JEP, se entendería que quienes hayan realizado las conductas previstas, podrían afectar la imparcialidad de la administración de justicia. Esto, por cuanto el interés general respecto de la administración de justicia se encarna, en buena medida, en dicha imparcialidad.
En este caso, lastimosamente, ese objetivo no se logra y, además, el medio es claramente inconstitucional (por decir lo menos). En primer lugar, se tiene la vaguedad de la primera restricción. La restricción por “ejercer la representación judicial o administrativa en actuaciones relacionadas con hechos del conflicto armado”, comprende miles de situaciones o procedimientos dirigidos a lograr la protección de derechos de personas afectadas por el conflicto. Podemos comenzar con los reclamos de pensión de soldados y policías de la patria heridos o muertos en combate. También los derechos sucesorales sobre tales pensiones. Están las reclamaciones de empresas privadas a las aseguradoras por actos terroristas dentro del conflicto o por la inacción del Estado en proteger a tales empresas. Cabrían litigios pendientes contra el Estado por responsabilidad extracontractual, como en el caso de El Nogal (supongo que algunas reclamaciones se habrán hecho y seguirán en curso). También las demandas de protección para las personas desplazadas por la violencia o solicitudes de protección para funcionarios estatales en riesgo por razones del conflicto. Tal sería el caso de un Senador o Representante a la Cámara que buscara realizar actividades en alguna zona conflictiva. Así, el reclamo de asistencia médica invocando esa condición, cabría dentro de la figura. También exigir una indemnización por la destrucción de propiedad privada como consecuencia de una ocupación temporal por parte de la tropa. Inclusive, quienes hayan demandado protección constitucional (tutela) o cuestionado las leyes dictadas en relación con el conflicto, también caerían dentro de este marco. Así, simplemente se inhabilita a quien ha defendido los derechos fundamentales o de otro nivel, de otra persona y por cualquier razón dichos derechos están afectados por razón del conflicto. Situación que se hace extensible a los derechos humanos (de ahí que sea marginal en este contexto).
A fin de que dicha prohibición sea admisible, ha de establecerse una relación clara entre el ejercer como apoderado para reclamo a un particular o al Estado por la violación de sus derechos fundamentales o humanos (en algunos casos en relación con el conflicto, en otros por el simple hecho de que sean Derechos Humanos) y la eventual violación del deber de imparcialidad.
Sería estupendo que alguien demostrara esa relación. Sin embargo, ello es imposible, salvo que se asuma una tesis básica: el apoderado (abogado) siempre se identifica ideológicamente con los intereses de su cliente. Esta tesis está plantada en términos absolutos (que se indica con la expresión siempre), lo que la convierte en falsa. No hay manera de probar que todo apoderado que defienda los intereses de su cliente se identifica con ellos. Lo razonable, en gracia de discusión, sería que se demostrara que en el caso concreto el apoderado se identificó con los intereses de su cliente y que, además, esto pone en riesgo su imparcialidad. Cosa difícil, cabe señalar, pues la JEP juzgará casos individuales y no la responsabilidad de las organizaciones al margen de la ley o del Estado. Los primeros han reconocido su responsabilidad, por ejemplo, con los actos de solicitud de perdón. El segundo, ha sido condenado por la violación, no sólo de derechos humanos, sino de derechos fundamentales y legales de los residentes en el país.
Pero esta primera reflexión es una minucia frente al grueso atentado contra los principios mas caros de nuestro modelo de civilización. Se trata de civilización y no sociedad, pues está en juego la profesión del abogado. Profesión que siempre ha estado en el centro de muchos debates, pero cuya presencia se he estimado necesaria para garantizar la justicia dentro de los procesos y del proceso mismo. Por ejemplo, las reglas del tribunal de la Santa Inquisición preveían, siempre, que el reo, por muy hechicero o hereje que fuera, tuviera garantizado el acceso a un abogado (elegido libremente o de una lista). Para que dicho abogado pudiese fungir como tal, no podía identificarse con el reo. El abogado era simplemente su vocero, un actor. Sin su presencia el proceso judicial no era justo.
El ejercicio de la abogacía para defender intereses ajenos es una práctica antigua. Algunos ubican en el llamado código Manú, de la antigua India, la primera referencia a los abogados. Sea como fuere, eran conocidos en la antigua Grecia y, como no, en el Imperio Romano. Entre los Aztecas también existía una figura del abogado. Esta actividad nunca ha estado ajena a problemas. Pululan los abogados oportunistas y de mala calidad. Pero también los hay honorables y decentes, como en toda profesión.
La importancia del abogado para las sociedades contemporáneas no se puede esconder, ocultar o minimizar. Ante la marea de leyes, decretos, resoluciones, sentencias, acuerdos, contratos, laudos, actos y desacuerdos, son ellos los encargados de asistir, para bien o para mal, los intereses de sus clientes. Serán ellos quienes, revestidos únicamente con el derecho, el texto escrito, la sentencia promulgada y su pluma y oratoria, se enfrenten al poderoso o lo defiendan.
En el último caso, seguramente beberán de las mieles del poder y gozarán de las bendiciones de los privilegiados. En el otro caso, al defender al débil, probablemente sufrirán la desventura de su cliente. Pero poco o nada importa, porque el hoy defensor del poderoso, mañana podrá serlo del débil. He aquí su pecado. Incomprendido por todos. Juzgado como un mezquino mercenario, dispuesto a venderse al mejor postor. Pero olvidan que también es la punta de lanza para la realidad de uno de los principios más caros para cualquier sociedad que se estime civilizada: primacía de la ley.
En efecto, sin su presencia, el debate jurídico desaparece y el juicio no será mas que una puesta en escena, dispuesta para que el poderoso de turno confirme su decisión. En tal caso, el debate no será más que una pantomima, para ocultar la ejecución de quien sea, en ese momento histórico, la parte más débil. Sin el apoderado la única justicia será la del azote, el de quien mata a quién. Bien lo sabía Hobbes.
Dada esta relación entre el abogado y el poderoso, relación no siempre de vil servidumbre, en 1990, durante el Octavo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, se adoptaron los “Principios Básicos sobre la Función de los Abogados”, que se basaron, entre otras, en que “la protección apropiada de los derechos humanos y las libertades fundamentales que toda persona puede invocar, ya sean económicos, sociales y culturales o civiles y políticos, requiere que todas las personas tengan acceso efectivo a servicios jurídicos prestados por una abogacía independiente”.
El principio 18 adoptado en el congreso mencionado señala que “los abogados no serán identificados con sus clientes ni con las causas de sus clientes como consecuencia del desempeño de sus funciones”. ¿Por qué en el marco de las Naciones Unidas, los distintos países habrán adoptado este principio? La respuesta es sencilla. Este principio resume la garantía básica para que los derechos de las personas sean una realidad. En suma, para que sea cierto que existe una Constitución. No podemos olvidar las declaraciones de los derechos del hombre de la revolución francesa, donde se planteaba, junto a la división de poderes, la consagración de derechos, como requisito para tener una Constitución.
El paso de los derechos desde el papel a la realidad, no sólo pasan por que el Estado los respete, los proteja y los desarrolle. Se requiere de alguien que asista a la persona cuyos derechos están afectados en su reclamación, bien sea ante el Estado o ante los particulares. Se requiere del abogado, simple y llanamente, porque la persona cuyos derechos están en juego, no tiene ni la experticia ni las condiciones psicológicas para hacerlo, sea poderoso o débil.
Al cuestionar al abogado por defender ciertos derechos ajenos (o propios), se cuestiona la posibilidad misma de la defensa. Defender a cualquiera. Ese es el mandato para el abogado. Igual que el médico, que debe curar a cualquiera. No importa si es amigo o enemigo. No importa si es rico o pobre, poderoso o débil, amable o desagradable, engreído o humilde. Para logarlo, no debe ser perseguido. Así de simple. Ello, precisamente, porque la persecución le obliga a seleccionar, a tratar de manera desigual, cuando, como bien se sabe, el modelo se basa en la igualdad. Igual libertad para todos reza el viejo principio de igualdad ante la ley. Pues bien, cuando se persigue a la voz técnica, dicha voz ha de escoger, ya que también ha de sobrevivir. Así, cuando se persigue a la voz técnica del derecho, se amplía el espectro de exclusión.
Podríamos seguir con estas referencias y breves comentarios, pero ¿acaso no es claro? ¿En qué pesaba el H. Congreso de la República de Colombia al adoptar una restricción como la comentada? Quizás la pregunta sea errada. Quizás se debería preguntar de manera distinta: ¿Pensaba el H. Congreso de la República de Colombia al adoptar una restricción como la comentada?
La prohibición planteada es una bofetada, por decir lo menos, a otro de los principios básicos de nuestro modelo de sociedad: la responsabilidad por las acciones irregulares. La restricción impuesta termina por fomentar la horrenda idea del Estado irresponsable. No se dice de frente. Claro que no, la cobardía siempre triunfa. Pero aquél que ose a demandar al Estado, será señalado, perseguido, excluido. Para ello no se negarán los derechos. De hecho, se reconocerán todos. Pero se hará imposible su reclamo. Basta con exigir que toda reclamación al Estado sea mediante abogado y, luego, poner en la picota pública al apoderado que lo adelante.
Letra muerta. Eso nos dejan. Este es el primer paso para oficializar un para-estado. No porque pretendan imponer grupos irregulares de derecha o de izquierda. El para-estado, para quienes no lo comprenden, es la entronización de la justicia privada, avalada por la dolosa ceguera estatal. Acaso, ¿de qué sirven los derechos y las leyes, si defenderlos es objeto de persecución? Al parecer, quienes nos legan esa persecución, quienes justifican la exclusión y la negación de los derechos, no recuerdan la suerte de los verdugos de los próceres que lucharon por la defensa de los derechos de los Neogranadinos. Definitivamente, quien no conoce la historia, está condenado a repetirla. O, quizás, les gustó lo logrado antes de la ley de justicia y paz.
HENRIK LÓPEZ STERUP: Profesor de la Universidad de los Andes.
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