Pero dado que el modelo de sociedad que propone la tradición liberal es una organización civil de propietarios, la sociedad que surge queda reducida a simples relaciones de intercambio: “La sociedad se convierte en un hato de individuos libres e iguales relacionados entre sí como propietarios de sus propias capacidades y de lo que ha adquirido mediate su ejercicio” (Macpherson, 2005). Este paradigma de individuo aislado y egoísta es terreno fértil para el florecimiento de la ideología neoliberal que, en situaciones extremas de desigualdad, pobreza e inseguridad social, ha logrado en apariencia convertir a millones de asalariados, miserables y parados en integrantes de una sociedad de propietarios y de emprendedores prósperos. Pero lo cierto es que, por ejemplo, en el caso puntual de acceso a la tierra, Colombia es uno de los países más desiguales de la región con un coeficiente Gini de 0,897 siendo 1 la perfecta desigualdad. Como consecuencia de esta concentración, hay una pobreza extrema entre la clase campesina que carece de tierra para trabajar. El 1% de la población colombiana es dueña del 81% de la tierra, mientras el 99% ocupa tan solo el 19% (Oxfam). Detrás de cada gran fortuna, dice Balzac, hay un crimen olvidado (Papá Goriot).
Ahora bien, la propuesta de expropiación acelerada con previa indemnización que ha incluido Petro en su Plan de Desarrollo Nacional ciertamente no es una novedad, pues tal recurso está incluido ya en nuestra actual legislación. Incluso desde 1936 con la ley 200 se estableció la figura de extinción de dominio de tierras incultas a favor del Estado. Luego vinieron otras leyes para adelantar el proceso de reforma agraria en Colombia: la 135 de 1961; 60 de 1994 y 1523 de 2012. El recurso de la expropiación también está contemplado en el Código General del Proceso en su artículo 399. Si tales leyes no se han hecho efectivas es menos por su corto alcance que por su escasa aplicación.
El fundamento básico de aquellas leyes es que la tierra es de aquel que la hace productiva, lo cual significa que la propiedad, y en este caso, la propiedad agraria no es un valor absoluto, sino que está sujeta a una función social. A la propiedad privada de la tierra se antepone, pues, su carácter público, el cual indica que el Estado está en su derecho de extinguir el dominio si, por ejemplo, la tierra permanece ociosa e improductiva. En este sentido, la constitución de 1991, en el mismo artículo en que se protege la propiedad privada, declara que “Por motivos de utilidad pública o de interés social definidos por el legislador, podrá haber expropiación mediante sentencia judicial e indemnización previa”. Y termina afirmando que “las razones de equidad, así como los motivos de utilidad pública o de interés social, invocados por el legislador, no serán controvertibles judicialmente” (Art. 58). En efecto, la expropiación es un recurso legítimo disponible en la mayoría de democracias, y no es en absoluto una amenaza a la propiedad privada, sino, por el contrario, un principio del estado social de derecho que da prevalencia al interés general (artículo 1).
Pero la expropiación que se ha practicado en Colombia ha sido sobre todo un instrumento de contrarreforma agraria en manos de paramilitares y narcotraficantes que, en asocio con algunos empresarios y políticos, han llevado a cabo la apropiación violenta de grandes extensiones de tierra (6.6 millones de hectáreas) en un proceso sistemático de acumulación primitiva mediante el despojo, el asesinato y el desplazamiento (Germán Torres Mora, 2020).
“Es cierto, escribe Daniel Coronell en su columna del pasado domingo, que la expropiación acelerada de predios se viene aplicando en las ciudades para la ejecución de obras públicas de interés general […]. Los únicos que no se han beneficiado de ese mecanismo son los campesinos sin tierra” (Cambio). Así pues, lo que teme la ultraderecha no es en sí la expropiación, sino dos cosas: i) que la tierra que ha sido robada vuelva a manos de sus antiguos dueños; y ii) que el proletariado agrario producido por la ruptura de los lazos entre los campesinos y la tierra tenga de nuevo títulos de propiedad agrícola para cultivar por fin en suelo propio.
La derecha ha confundido durante tanto tiempo la expropiación con el despojo que no puede dejar de sentir miedo al oír esta palabra. Se horrorizan porque dicen que se va a abolir la propiedad privada, “pero en esta sociedad la propiedad está abolida para las nueve décimas partes de sus miembros; existe precisamente por el hecho de no existir para esa nueve décimas partes” (Marx). Señores despojadores, tranquilos, las tierras que ustedes se robaron se les va a pagar.
En relación con la expropiación exprés para llevar a cabo la Reforma Rural Integral, incluso el presidente de Fedegán, J. F. Lafaurie reconoce que es un instrumento con el que se busca “facilitar los procesos a la Agencia Nacional de Tierras (ANT) al momento de comprar predios cuando no exista la presencia o interés de ganaderos” (Revista Semana). “Cuando no exista la presencia o interés de ganaderos”, dice. Que no suceda pues lo que, en el cuento de Juan Rulfo, que al repartir la tierra solo dieron la llanura rajada de grietas y de arroyos secos (Nos han dado la tierra).
De nuevo, Daniel Coronell, que no es muy afecto del actual gobierno, termina por reconocer que “si el gobierno realmente quiere hacer una reforma agraria, debe recuperar terrenos baldíos de los que se han apropiado abusivamente algunos latifundistas, revisar en derecho los títulos de propiedad para evitar la legalización del despojo y también expropiar –pagando lo justo a los actuales propietarios– las tierras aptas para entregar a los campesinos pobres y aumentar la producción de alimentos” (Cambio).
Los grandes terratenientes tienen, pues, que dar cuenta de sus vastas posesiones y justificarlas en derecho. De no ser así, su propiedad descansaría sobre un derecho precario y abusivo. Por esto, la reforma agraria debe reducir sustancialmente la concentración de tierras en unos pocos dueños proporcionando tierra a los campesinos que carecen de ella; debe además adecuar las tierras para iniciar en ellas procesos productivos agrícolas y otorgar a las comunidades servicios sociales básicos. El camino hacia la paz y la democracia amplia exige inevitablemente recuperar la producción agraria y garantizar el desarrollo rural integral. Pues no puede hablarse de libertad en una sociedad tan llena de necesidades, ni puede prosperar ni ser feliz, si en ella la mayor parte de las personas son pobres y desdichadas (A. Smith).
Apelar entonces a la democracia liberal para sustentar la propiedad privada en el derecho fundamental e incuestionable de la libertad individual en una sociedad tan desigual e injusta, no solo va en detrimento de nuestra actual Constitución Política, sino que es una clara astucia que frecuentemente es empleada para asegurar el derecho de propiedad sobre posesiones que, por su uso o su origen, en muchos casos es bastante cuestionable.
David Rico Palacio
Foto tomada de: Infobae
maribel says
Maravilloso artículo. Claro, pedagógico, ilustrativo y muy pertinente para nuestro histórico momento político.