A la impotencia y la castración, “al no poder ni tener cómo” se le adhiere como una necesidad la moral del “hombre bueno”. Seres moralizados de los pies a la cabeza incapaces de enfrentarse a algo a no ser con hipócrita mendacidad, recurren a cándidos y ridículos atuendos de virtud y honestidad. Son falsificadores de moneda que imitan el cuño de la virtud. Sergio Fajardo es una figura disfrazada bajo una apariencia ambigua, es el “hombre bueno”, el candidato que no puede conquistar, pero que cree ser merecedor. Sin embargo, su imagen desgastada ha quedado malograda y estropeada para siempre. El uribismo, desesperado, ve hoy en él una carta de posibilidad: así están de derrotados.
El llamado centro político se presenta siempre como el refugio de la sensatez, como el punto medio entre “los extremos”, el lugar seguro de los moderados. Pero detrás de esa máscara de equilibrio se oculta una ideología del conflicto: no lo asume, ni supera, pero lo esconde y “neutraliza”, es decir, lo disimula. Es el manual del burócrata que no se atreve decidir, del tecnócrata que administra los negocios que le dan, del político que confunde prudencia con parálisis. Estos espíritus que se creen libres, muy libres, están firmemente atados a sus patrocinios, pero nos quieren convencer de que practican la autorregulación y continencia del filósofo, una ataraxia estoica del intelecto. Mas todo lo que esconden es impotencia. Al preferir el diálogo cómplice elude la confrontación, desactiva la potencia de lo político y convierte la política en acomodada gestión técnica.
El centro no es el espacio del consenso, ni el lugar de la razón, la calma y la imparcialidad: es la coartada del statu quo. Quien gobierna desde el centro no gobierna, ni transforma: administra, conserva, ajusta, regula. No enfrenta: “concilia”. Es la política del calculador oportunista que acecha agazapado esperando el momento en el que otros puedan decidir para pegarse. Daniel Carvalho es una clara muestra de este espécimen: vive de lo que otros hacen. Y quiere ser alcalde de Medellín. Puede serlo: tiene rastas y fuma mariguana, usa Jeans y es obediente al GEA. De modo que como su padrino político alias Fico o su inspirador Fajardo, tiene el perfil.
El político de centro renuncia al poder creador de la decisión. Bajo la retórica del acuerdo, el centro garantiza que nada esencial cambie. Lo que llama “moderación” no es más que la comodidad de quienes no quieren incomodar el orden. Max Weber advertía que la ética de la convicción —la fidelidad ciega a los principios— podía volverse estéril si no asumía la responsabilidad por las consecuencias de los actos. Pero la ética del centro va más allá de esa esterilidad: no actúa en absoluto. Su convicción consiste en aparentar que no tiene ninguna. Pero no existe una política libre de supuestos, en ella siempre está presente una o dos ideas, una creencia, una fe, o una filosofía, de donde extrae su orientación, su objetivo, su dirección, su acción.
El falso centro colombiano —esa mezcolanza de liberales clásicos, tecnócratas ilustrados y pseudoizquierdistas domesticados— representa fuertemente el espíritu de la administración neoliberal bajo otro nombre. Invoca la democracia mientras engrasa la maquinaria del mercado; habla de transparencia mientras sirve al oscurantismo burocrático del régimen de corrupción que los financia. La izquierda que hoy gobierna y que sabe que en los otros cuatro años es muy probable que pueda continuar no puede caer en esa trampa. Necesita seguir asumiendo al enemigo, encarando el conflicto y la confrontación como condición ineludible de lo político, no como un mal al que haya que evitar. La política se ejerce con inteligencia y decisión. Quien se refugia en la neutralidad acaba siendo cómplice del orden que quiere gobernar. Frente a la ecuanimidad del centro, la izquierda debe reivindicar la acción y definir claramente sus principios para afinar el arte de transformar lo existente e instituir nuevas formas de justicia y libertad.
La política no es solo un ejercicio de equilibrio racional, ni una amansada acción comunicativa, sino una práctica creadora que requiere fuerza, coraje, cálculo y voluntad. No se trata simplemente de predicar la “unión de todos”, sino de propiciar la unión de quienes queremos cambiar esto. El centro político no es en absoluto una alternativa entre la derecha y la izquierda, lo que imbécilmente llaman “los extremos”. No, es el modo en que la derecha se disfraza y sobrevive con modales impostados. Por eso, la auténtica opción democrática no está en la neutralidad contemplativa, sino en la decisión que actúa para producir el cambio. La historia es de aquellos que asumen el riesgo de su acción porque conocen la necesidad de la justicia que la impulsa. En este momento Colombia necesita serios estrategas que sean capaces de continuar con valentía la ruta del cambio y hacer lo que aún hoy es posible. Iván Cepeda y el próximo Congreso que le sirva de bancada tienen sobre sí esta inmensa responsabilidad.
David Rico Palacio
Foto tomada de: The New York Times

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