Los rohiñás llevan en el país varios siglos y su población actual duplica la islandesa. Se asientan en un territorio abundante en codiciadas materias primas, sobre todo por los occidentales. ¿Será el motivo por el que son tan perseguidos? ¿O quizás sea porque se agudizaron las hostilidades cuando la Junta Militar empezó a liberalizar los precios para favorecer a sus buenos vecinos chinos?
Su historia, como en tantas otras colonias, tiene mucho que ver con los colonizadores que les tocaron en suerte. En su caso fueron los británicos quienes invitaron a esta etnia musulmana de Bengala a instalarse en Myanmar porque eran mano de obra agrícola a precio de esclavo; es decir, casi gratis. Asimismo, los eficaces funcionarios de Su Graciosa Majestad —tal como hicieron también en Palestina e India— alimentaron las rivalidades religiosas no solo con la etnia budista rajine, sino también con unas cuantas más para someterlos mejor, si bien el islamismo de los rohiñás no es tan radical como el árabe. Al despedirse —aparentemente— de la colonia dejaron conectado el «reloj-bomba» que les permitió seguir controlando las valiosas riquezas del país.
Los pocos centenares de rohiñás que hace unos siglos empezaron a asentarse en Arakan llegan en la actualidad al millón. Sin embargo, ante unos enfrentamientos que los colonizadores habían alimentado, la Junta Militar decidió aplicarle al territorio la denominación de la etnia rajine, con lo que se ganó la oposición de las restantes minorías. El gobierno actual, aunque siempre criticó a la Junta Militar, no ha enmendado su muy peligrosa insensatez.
La minoría rohiñá es de las más perseguidas desde 1982, momento en que empezó a desposeérseles de la ciudadanía con la excusa de que existían en su seno grupos radicales extremistas que habían atacado a los rajine mediante acciones terroristas. La desposesión significó que fuesen tratados como inmigrantes ilegales y, en consecuencia, con restricciones para moverse libremente; además de la pérdida de los derechos humanos más elementales.
El gobierno de la «dama» —Aung San Suu Kyi— ha sido más expeditivo —si utilizamos un lenguaje «políticamente correcto»— con sus minorías que la vecina China, la cual ha sabido orientarlas hacia sus intereses, y ha conseguido que los rohinyás sea la minoría mayoritaria más perseguida del mundo. Los que permanecen en el país viven ahora mismo en campos de concentración y se les impide tener hijos.
En 2015, con Aung San Suu Kyi y los suyos en el poder, miles de rohiñás empezaron a subirse a las barcazas y se lanzaron al mar de Andamán, ya que creían que serían aceptados por Tailandia e Indonesia. No obstante, no han podido desembarcar en dichos países, como tampoco en las costas de los muy «civilizados» australianos y neozelandeses. De todos modos, no podemos obviar que, al mirar hacia el pasado, cuando la violencia entre rajines y rohiñás empezó a agravarse, tanto la policía y el ejército birmanos como el resto del mundo mirábamos silbando hacia otro lado. De hecho, desde la expatriación forzosa de rohiñás, ni gobiernos orientales u occidentales hemos movido un dedo mientras los veíamos morir a centenares en el mar de Andamán.
En cuanto a nuestra conocida protagonista, Aung San Suu Kyi — que sufrió arresto domiciliario en su mansión y que denunció al mundo la represión ejercida sobre los birmanos— guardó silencio al principio y ataca ahora a las minorías. En el párrafo más largo por ella pronunciado al respecto —«Es necesario resolver los conflictos raciales en Rajine»— no menciona la palabra «rohiñás» y se limita a repetir como un disco rayado la frase «hay que hacer cumplir la ley».
¿Por qué no ha hecho uso de su posición moral privilegiada como Premio Nobel de la Paz para denunciar la represión que ejerce su gobierno sobre las etnias no birmanas del país? ¿Por qué no utiliza su inmenso poder para detener persecución tan encarnizada? Al no cambiar una ley injusta, ¿no está traicionando los principios que tanto defendió a favor suyo y de los suyos? Sus silencios y estribillos son tan vergonzantes como los nuestros y nos permiten corroborar una vez más que un Premio Nobel de la Paz no es tan ejemplar como se supone que debería ser. Parafraseando al gran autor, «el apartheid, esté donde esté, nos deja una mancha más en la cara de eso que llamamos humanidad» y los rohiñás nos recuerdan «lo que no queremos recordar y que, sin embargo, nos constituye».
Desde que estuve en 2012, la situación de los rohiñás ha empeorado. Ya entonces se pidió ayuda al mundo para ellos, tanto de su país de origen hace tantos siglos como nuestra. Ciertamente, Bangladesh debería asumir su parte de responsabilidad, puesto que son descendientes de antiguos bengalíes, pero también nosotros: deberíamos admitir que la democracia auténtica es un derecho inalienable de mayorías y minorías. Dentro de Myanmar y fuera.
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Pepa Úbeda
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