Hace ya algunas décadas, Habermas, ante el desmoronamiento del muro de Berlín, con todas las consecuencias que arrastró, habló de la “necesaria revisión de la izquierda”. Él mismo se aplicó a ello invitando a repensar el socialismo como “radicalización de la democracia”. El proyecto que realizaron los regímenes comunistas había fracasado, por ineficacia económica, por penurias sociales y por atasco en situaciones antidemocráticas –totalitarismo extremo en el caso del stalinismo. La socialdemocracia, por su parte, que tuvo su edad dorada en la época en que, tras la II Guerra Mundial, cuando en determinados países del centro y norte de Europa, pudo llevar a cabo con éxito la construcción de un Estado de bienestar, también se vio afectada por los “cascotes del muro de Berlín” que cayeron sobre ella. Con imagen tan expresiva describió Habermas la situación de crisis en la que entró, no porque fuera responsable de las miserias de los regímenes comunistas, sino porque la caída de éstos la dejaba en mala situación ante el empuje neoliberal, acentuado en la Europa del este al calor de las “revoluciones conservadoras”. La adaptación al nuevo contexto supuso una claudicación en toda regla por cuanto la socialdemocracia se doblegó al paradigma que el neoliberalismo impuso como dominante. La ‘tercera vía’ de Blair fue claro ejemplo de ello. La socialdemocracia quiso mantener políticas redistributivas, renunciando a una política económica propia. No pudo generar nuevas propuestas una vez que se perdieron las condiciones en las que pudo llevar a cabo su proyecto social, entre otras, la capacidad de incidir políticamente en un mercado nacional –luego rebasado– y la imposibilidad de articular políticas públicas desde un sólido pacto social. La globalización del mercado capitalista internacional dejó descolocada a la “socialdemocracia clásica”.
Las izquierdas vinculadas de una forma u otra a la tradición socialista intentaron reconstruir su proyecto político en el nuevo contexto dado por el proceso de globalización. El movimiento altermundialista retaba a ello y añadía nuevas exigencias a las planteadas por los movimientos sociales que propugnaban una nueva política: pacifista, ecologista, feminista, indigenista… –muchos de ellos herederos de los acontecimientos del 68. Las respuestas más incisivas se dieron en Latinoamérica, pretendiendo lo que incluso se presentó como “socialismo del siglo XXI”. Explícita en ese sentido fue la “revolución bolivariana” en Venezuela, como la construcción de un nuevo Estado plurinacional en Bolivia, a lo que se añadía la nueva política de Correa en Ecuador o el exitoso recorrido del Partido de los Trabajadores en Brasil, con Lula en la presidencia. Todas esas realizaciones incorporaban elementos nuevos en su teoría y en sus prácticas, alejándose del modelo cubano y tomando en cambio como modelo “remoto” la revolución democrática que se pretendió en Chile por la Unidad Popular de Allende. El contexto de globalización –totalmente distinto del que implicaba el conflicto de bloques en la Guerra Fría– y sujetos políticos recién emergidos –comunidades de “pueblos originarios”, por ejemplo– obligaron a nuevos enfoques. Aun con todo, en muchos de esos casos, una “antirrevolución” generada desde dentro –a diferencia de las contrarrevoluciones que hay que enfrentar– ha conducido a algunos de esos procesos a un callejón sin salida. En otros casos, la presión neoliberal y conservadora, activando nuevas modalidades de “golpes”, ha desalojado del poder a las fuerzas con pretensiones transformadoras –caso de Brasil.
En Europa, por otro lado, la crisis de la socialdemocracia no se ha remontado. Nuevos movimientos sociales han dado lugar a importantes cambios políticos, como el 15M en España, pero con dificultades para cuajar en alternativas consolidadas. Por el contrario, ante unas izquierdas divididas y con escasa capacidad de respuesta, los nacionalismos xenófobos y excluyentes ganan terreno y crecen en apoyo electoral, con lo que supone de serias amenazas a la democracia.
Es en ese panorama complejo y heterogéneo en el que han resurgido con fuerza las políticas populistas. En torno a ellas hay que recoger varias observaciones que pueden estar en la mente de todos. La palabra “populismo” sirve constantemente como término para descalificar a adversarios políticos, usándose en múltiples direcciones. En tanto se usa así, el término queda neutralizado como descriptor efectivo, pero eso es lo de menos, pues lo de más es que tal intercambio de acusaciones precisamente confirma el populismo de muchos, contribuyendo a ello el que la misma palabra se vea vaciada de contenido para ser utilizada con el máximo de carga emotiva, convirtiéndose en compañera de viaje de la “posverdad”. No obstante, no resulta ser del todo un “significante vacío”, pues lo que sigue siendo anclaje de ese mismo uso es que se señala populismo donde hay un discurso demagógico que apela a emociones más allá de razones y busca eco socialmente transversal interpelando a una sociedad a la que invita a verse como pueblo –lo que no deja de alentar reacciones ultranacionalistas. La divisoria de la fractura señalada puede ser la que se traza entre el pueblo y “la casta” (oligarquía política, por ejemplo), o entre nosotros y “los otros” –inmigrantes, como estamos viendo desde Trump en EE.UU. a Orbán en Hungría o a Salvini en Italia.
Ocurre, sin embargo, que más allá de ese arrojarse el populismo entre quienes ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, resulta que el populismo se rescata no sólo como objeto de análisis, sino como propuesta de acción política. Esto último obliga a quienes así proceden –destaca Carlos Fernández Liria con su libro En defensa del populismo– a tratar de diferenciar claramente entre un populismo de derechas y un populismo de izquierda, aunque ello se haga a la vez incurriendo en contradicción al decir que el eje derecha-izquierda ha perdido relevancia. Es de cara a tal demarcación que resulta de singular relevancia la obra de Ernesto Laclau, cuyo libro La razón populista es una obra de referencia. Sus méritos para ello son sobrados, pues su autor hace un análisis exhaustivo de lo que llama la “lógica populista” como dinámica que no sólo funciona en determinados contextos –muy en especial cuando se da fuerte crisis de la representación política con la consiguiente erosión de las instituciones democráticas–, sino como lógica constituyente de lo político. Dicha lógica apunta a la conformación de un “pueblo” como sujeto político, a partir de la plebs o masa plebeya que no ve satisfechas sus “demandas democráticas” y, de la mano de un liderazgo fuerte con una potente capacidad retórica que moviliza emociones, pasa a sostener una “demanda popular” capaz de aglutinar en torno a ella las expectativas de reordenación política de la realidad social. El paso necesario es ganar la suficiente hegemonía utilizando los significantes (“vacíos”) adecuados para galvanizar a la mayoría social que se opone a la minoría hasta el momento dominante y con dicha hegemonía, articulando demandas y sectores sociales diversos, dar solidez al proyecto político que se presenta.
Con todo, Laclau –que explicita que es la realidad del peronismo desde la que piensa el populismo–, al acierto en el análisis de procesos en los que el populismo cuaja, añade el asumirlo y presentarlo como contenido programático. Es de ese lado por donde surgen interrogantes que exigen respuestas pasadas por el tamiz de la crítica, máxime cuando no sólo se plantean desde la reflexión teórica, sino también desde las realizaciones prácticas. Así, aun concediendo que el pueblo es una realidad ausente en tanto que está siendo construida –y nunca deja de serlo–, de manera tal que desde una parte de la sociedad se apunta a ella como totalidad –Rancière la piensa como la parte que estaba aparte y de ahí su legitimidad para construir democracia como espacio de resolución de conflictos–, ¿cómo se asegura que ese pueblo se configura como demos, es decir, como conjunto de ciudadanos y ciudadanas, sujetos de derechos, que no se ven disueltos en una “masa orgánica” o absorbidos en un etnos excluyente? ¿Cómo nos aseguramos de que el necesario componente deliberativo de la democracia no queda sacrificado por el abuso de procedimientos plebiscitarios? ¿Cómo mantenemos viva una opinión pública en la que sea posible la argumentación racional sin verse barrida por la visceralidad emocional? ¿Cómo abordamos la desigualdad social –también entre clases– sin que se vea desdibujada por la transversalidad? ¿Cómo alentar la imprescindible intención utópico-crítica sin dejar todo a expensas de mitificaciones consagradas como necesarias por imprescindibles? ¿Cómo salvar el pluralismo en tanto valor democrático aparejado a la libertad? ¿Cómo resistir en las mismas organizaciones políticas a las tentaciones caudillistas del hiperliderazgo?
Esas y otras cuestiones requieren respuestas ineludibles. Buena parte de ellas se pueden articular desde un republicanismo puesto al día, el cual, además de contemplar la república como la forma de Estado consonante con la democracia, pone en primer plano, como subraya José Luis Villacañas en su ensayo sobre populismo, el concepto de ciudadanía y la idea de democracia que vienen alentados desde la tradición republicana –sin desdeñar las aportaciones del liberalismo político. Esos ingredientes obligan a pensar una noción de soberanía que ha de ser radicalmente replanteada para que sea coherente con la democracia radicalizada, participativa, que cabe pretender, cuestión que el populismo eleva a mito eludiendo entrar a fondo en un debate argumentativo sobre la misma.
Una aportación interesante a la problemática que nos ocupa es la del filósofo alemán Axel Honneth, condensada en su libro La idea del socialismo, donde ofrece propuestas para reconstruir socialismo sin derivas populistas, pero advirtiendo claramente de puntos clave que una propuesta de reconstrucción en tal sentido ha de acometer. Un proyecto socialista no puede enmarcarse en una visión de la historia en algún modo determinista. No hay garantía alguna de futuro asegurado. Eso requiere, puestos a seguir pensando dialécticamente, una dialéctica abierta –donde en todo caso quepa el postulado del progreso al modo en que lo propuso Apel–, y donde los individuos no se vean expuestos a verse ni subsumidos en sujetos colectivos establecidos a priori ni, menos aún, sacrificados a objetivos ajenos a su participación política. Es por eso mismo que la teoría y praxis socialista, como emancipatorias, no pueden gravitar sólo sobre las transformaciones que se pretendan en el nivel económico de la realidad social. Han de articularse las diversas demandas existentes teniendo en cuenta las legítimas diferencias –culturales, por ejemplo–, o las reivindicaciones de reconocimiento a las que es de justicia responder –de manera inexcusable las que plantean los feminismos. Y si es un enfoque republicano de la política, alternativo al populista, el que puede favorecer la conjugación de reconocimiento y emancipación de un proyecto socialista reconstruido, es, a su vez, la “idea socialista” la que puede permitir un republicanismo en el que la radicalización de la democracia, sin la confusión de las derivas populistas, sea real.
José Antonio Pérez Tapias, Catedrático y decano en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada.
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