Según la encuesta Gallup del mes de junio 2017, en que aparece la tendencia de la opinión pública sobre diversos actores, se advierte que desde 2009 hay proceso creciente de deterioro de la confianza de la sociedad en la rama judicial. Según esa encuesta, para junio de 2017 el 80% de la población mostraba su desconfianza hacia ella. La Corte Constitucional, que desde sus inicios gozó de una imagen envidiable, también ha perdido confianza entre la población y, desde el comienzo del segundo mandato de Juan Manuel Santos, ha comenzado un proceso de reducción de la confianza, alcanzado el 52% de desconfianza en junio de este año. Similar es la situación de la Fiscalía General de la Nación.
Por otra parte, en la misma encuesta se hacía la pregunta de si tenían una opinión favorable o desfavorable frente a la idea de perder algo de libertad para ganar en seguridad. Según los resultados publicados, hay un creciente descontento con esta idea, al punto de que, si en junio de 2004 el 60% estaba de acuerdo y el 30% en desacuerdo, en junio de 2017, el 53% estaba en desacuerdo y el 42% en acuerdo.
Muchos habrán pasado por alto las relaciones entre la percepción por el funcionamiento de la justicia y la demanda de libertad. Algunos habrán puesto acento en el primer aspecto, destacando el nivel de desconfianza y pegando el grito en el cielo. Otros, habrán considerado que la política de la seguridad democrática y, en general, el argumento de la seguridad pierde terreno. Algunos, también, habrán pegado el grito en el cielo.
En un interesante libro sobre el derecho constitucional latinoamericano, el profesor Rodolfo Arango señalaba que “sin intencionalidad colectiva no podemos ejercer poderes deónticos, esto es, el poder no meramente fáctico sino normativo, que distingue el derecho de la fuerza física” [1]. Para muchos, esto puede aparecer como una jeringonza sin sentido. Sin embargo, expresa una idea profundamente importante que, referido al derecho, a la justicia y a los derechos, viene a significar que, sin esa intencionalidad colectiva, el derecho en general, la justicia y los derechos, son letra muerta.
La intencionalidad colectiva supone un reconocimiento del valor y la aceptación de estos objetos sociales. En otras palabras, si no aceptamos la libertad como algo valioso, deja de existir dentro de nuestro universo lingüístico. Por ejemplo, si no aceptamos la moneda peso colombiano como medio de pago, ese trozo de papel o la rueda de metal, serán eso, papel y metal.
Al tener eso presente, el análisis de la situación justifica que los primeros peguen un grito en el cielo. La aceptabilidad se apoya en confianza. Si confiamos en la administración de justicia, confiaremos que sus decisiones serán en derecho y que serán justas. El recurso a la fuerza física decaerá. Al ocurrir lo contrario, ¿para qué acudir ante un juez? ¿No es más racional resolver los problemas mediante el empleo de la fuerza?
Ya lo vemos en lo cotidiano. La incapacidad de la policía de tránsito para resolver los conflictos y sancionar al infractor, hace que los poderosos -quienes tienen el carro más grande o quienes tienen escoltas- ganan. Los demás, nos quejamos de sus actos bestiales y sabemos que el Estado no se hará presente. ¿Qué decir de otros casos?
¿Realmente tiene sentido, se preguntarán muchos, denunciar a un poderoso que comete un delito? Francamente, si la Fiscalía es un nido de vendidos, dispuestos a hundir los procesos entre un mar de trámites, ¿no es mejor pegarle un tiro al supuesto culpable?
Una cosa es lo ético, que nos lleva a negar la razonabilidad del uso de la fuerza y, otra, reconocer que la desinstitucionalización de la justicia, visto desde un comportamiento racional inmediatista, hace que la opción de la venganza personal sea la mejor. “Si el Estado no me protege, lo hago yo mismo”. Es el mismo cuento de las convivir y las guerrillas, y ya sabemos cuáles son las consecuencias.
En esta línea, debemos aplaudir el esfuerzo de la Fiscalía General de la Nación por dar con quienes, dentro de la Rama Judicial o la propia Fiscalía, han optado por aprovechar su posición y hacer rentable el negocio de favorecimiento. Con todo, ¿qué se logra? Evidentemente hay un elemento mediático, que tiene un impacto. ¡Por fin alguien hizo algo! Pero ¿apunta a la raíz de problema?
Según me han comentado, uno de los magistrados imputados es, en la actualidad, uno de los formadores de la Escuela Judicial Lara Bonilla. No he podido verificar esa información pues, si buscan, la página de transparencia de la escuela está caída (al menos, al escribir estas líneas). Supongamos que así sea y que, además, el magistrado en cuestión efectivamente es corrupto. Supongamos, además, que es formador en ética judicial. El problema salta a la vista.
No se trata simplemente de que el formador tenga una conducta antiética y que esa sea la formación que se le imparta a los jueces o futuros jueces. Genera dudas inmensas sobre la formación impartida. La ética, aunque puede ser un asunto teórico, se practica. Lo demás es hipocresía.
Pero esa hipocresía revela algo más profundo. Los derechos, la justicia y, en general, la administración de justicia y, por consiguiente, el Estado no es tomado en serio. De dientes para fuera todos dicen defender las instituciones, pero en el fondo, al parecer, pocos están dispuestos a hacerlo.
Tomarse en serio al Estado y estar dispuestos a que por sus cauces se diriman los conflictos sociales tiene diversas consecuencias. Para muchos, para los hipócritas y los poderosos de toda estirpe, tales consecuencias son negativas. Se pierden oportunidades de enriquecimiento, se deben reconocer a comunidades sus intereses y en contra de los propios, desaparece la opción de traficar con las necesidades más elementales, se pierden los privilegios, etcétera.
Los ciudadanos lo perciben. En lugar de asombrarse porque se captura a un poderoso, los ciudadanos están a la espera de que salga libre, por razones incomprensibles (es posible que entre abogados entendamos, pero no siempre son claras tales razones). Antes bien, se asombran cuando es condenado y la furia se desata sobre ellos. “Por fin agarraron a uno”. Lo mismo ocurre en otros escenarios. El desencanto con el proceso de paz se explica, en buena medida, porque se estima que quienes serán juzgados por la Justicia Especial para la Paz son unos privilegiados. Sean guerrilleros, empresarios, políticos o militares.
¿Cómo se relaciona esto con el segundo elemento reseñado de la encuesta Gallup? Parece paradójico. La gente reclama libertad y, seguramente, a medida que la amenaza guerrillera o la paramilitar desaparezca del imaginario colectivo urbano (somos 70% de personas viviendo en ciudades), dicho reclamo será más intenso. Pero ¿cómo lograr libertad si la confianza en la justicia decae? Es posible que la gente reclame la libertad de los privilegiados. Es aquello que se observa cada vez que alguien se le ocurre responder “usted no sabe quién soy yo”. Es la libertad a corto plazo. El poder disfrutar la vida sin que “nadie me joda”, sin que nadie le impida realizar sus sueños. En suma, la libertad más primitiva de todas. La libertad encarnada en el papayazo. Me comporto, salvo que “den papaya”.
¿Es posible el paso a una concepción de libertad más compleja? No lo dudo. Pero implica asumir que tenemos derecho a igual libertad y ello supone coordinación social, solidaridad, e institucionalidad. Es aquella libertad que sólo es posible gracias a una recta administración de justicia. Una que se apoya en la debida selección de personas que estén convencidos de que el derecho es un medio legítimo y adecuado para resolver conflictos y asignar las cargas en la sociedad. Personas que no temen aplicar igualitariamente el derecho.
¿Estamos formando a esas personas? Esa es la pregunta central. ¿Están los padres de familia colombianos formando en esos valores? ¿Los medios de comunicación fortalecen o favorecen tales valores? ¿Las organizaciones sociales apoyan tales valores? ¿Los gobernantes reflejan tales valores? Seguramente, en este mundo de hipócritas, todos diremos que sí, mientras eso no afecte nuestros privilegios o nuestras ilusiones de privilegios.
Visto así, el reclamo no más básico al que deberían responder los actores políticos no puede ser más simple que las funciones tradicionales del Estado liberal. El pecado de los castrochavistas y de los anticastrochavistas, en su histeria que parece arrasar con todo, consiste en no comprender eso. Lo más triste es que en lugar de proponer un modelo dirigido a satisfacer esas necesidades, se impone el populismo más radical. No olvidemos que frente a los extremismos -populismo o totalitarismo- el que sean de izquierda o derecha da lo mismo. El primer caído será la justicia.
Henrik López Sterup
NOTAS
[1] Arango, Rodolfo. Fundamentos del Ius Contititutionale Commune en América Latina: Derechos fundamentales, Democracia y Justicia constitucional. En Fix-Fierro, Bogdandy & Morales Antoniazzi. Ius constitutionales commune en América Latina. Rasgos, potencialidades y desafíos. México. UNAM, Instituto de investigaciones jurídicas, 2016.