La pandemia generada por el virus COVID-19 coincidió con una crisis económica que se ha profundizado e incidido en procesos de desabastecimiento de alimentos, cierres de empresas y, en general, deterioro de la gobernabilidad en diferentes países. Como es de esperarse, estos hechos vienen ocurriendo de manera diferenciada y podría decirse que si bien tienen una afectación común, en cada sociedad se han manifestado con particularidades. Las capacidades de manejo de estos procesos dependen en cada caso de la vulnerabilidad que ofrezca cada sociedad en su ordenamiento económico, político y cultural. En nuestro caso la capacidad de los sistemas institucionales de salud y protección social han demostrado su debilidad, resultante de decisiones de carácter político que han afectado al conjunto de la sociedad, en particular a los sectores más desprotegidos de las ciudades y del campo.
Estas circunstancias se han hecho más gravosas al tratarse de una sociedad que intenta superar uno de los más prolongados conflictos armados en la historia reciente de nuestro continente, asociado con una débil construcción estatal, dispuesta para favorecer a los sectores más poderosos de su orden social, económico y político. El Acuerdo Final de Paz (AFP) recoge en sus propuestas los temas centrales de este diagnóstico como punto de partida para la transformación democrática del país. Privilegia los ámbitos en donde se han expresado con mayor profundidad estos desequilibrios, en particular el acceso a la tierra y las condiciones de pobreza, particularmente en las áreas rurales en donde su prevalencia afecta a más del 40% de la población, situación profundizada por los efectos de las crisis, temas a los cuales está dedicado este escrito.
La tierra: distribución, acceso y uso
Colombia, por sus condiciones climáticas, posición y estructura geográfica es un país megadiverso, cuenta con importantes caudales hídricos y es una de las naciones con mayor disponibilidad de tierras con potencial agrícola. No obstante, la distribución de estos bienes es profundamente desigual: la propiedad agraria presenta uno de los más elevados niveles de concentración en América Latina, con un coeficiente de Gini que ha ascendido de 0.839 en 1984 a 0.897 en 2014[1]. La tendencia la reflejan distintas mediciones realizadas hasta ahora: entre 1954 y 2014 se cumplieron varios ejercicios sobre las condiciones de la agricultura colombiana, entre ellos varias muestras y 3 censos nacionales. Según este último Censo, la superficie ocupada comprende aproximadamente 69 millones de hectáreas, en las cuales 9.500 fincas con más de 500 (0.5% del total) controlan 47.2 millones, el 68.2% de la superficie, en tanto las 368 mil fincas de menos de 5 hectáreas, el 70.5% del total, ocupan una extensión de 2.1 millones de hectáreas, el 4.2% de la superficie total. En cuanto al uso de la tierra, la Muestra Agropecuaria de 1954 registró una superficie ocupada de poco más de 27 millones de hectáreas, de las cuales 13.4 millones, el 48% de la superficie total, estaban dedicadas a praderas, para un hato de 10.9 millones de vacunos, con una carga de 1.2 cabezas por hectárea; en 2014, la superficie dedicada a este uso cubre 34.4 millones de hectáreas, 80% de las tierras para uso agropecuario, para 26 millones de cabezas, con una carga de 1.3 cabezas por hectárea. Con respecto a la superficie cultivada en 1954, cubría 6 millones de hectáreas, extensión superior a las 5.7 millones de hectáreas recientemente informadas por el DANE[2]; para entonces la población colombiana sumaba 13.8 millones de personas en tanto la cifra actual es de poco más de 50 millones.
En síntesis, es posible observar, en primer lugar la ampliación de la frontera agraria, la superficie ocupada, la cual ha estado cerca de triplicarse en sesenta años. En segundo lugar, la preeminencia creciente de la gran propiedad, constituida por explotaciones con más de 500 hectáreas, en buena medida subutilizadas y básicamente dedicadas a la ganadería extensiva. En este proceso se observa la reducción relativa de la superficie controlada por las pequeñas explotaciones, las cuales proveen cerca del 50% del abastecimiento alimentario del país. De acuerdo con FEDESARROLLO, “Se estima que aproximadamente 806.622 hogares rurales, equivalentes al 53% de los que se dedican a actividades agropecuarias, jamás han tenido tierra ni siquiera a título de tenencia, y que como mínimo 59,5% de los que ejercen relaciones con la tierra, lo hacen de manera informal sin poder acreditar dominio pleno”[3] (2017, p. 37).
Estas características sostenidas de la distribución y uso de la tierra se han hecho estructurales, además de estar asociadas con el prolongado conflicto social armado, como resultado del cual se ha generado un éxodo continuado tanto hacia las ciudades como hacia los bordes de la frontera agraria.
La pobreza en el sistema económico y social
Sobre el sistema agrario descrito se proyecta una distribución espacial de la población en la cual cerca del 28% está desplegado en las áreas rurales en un conjunto de asentamientos urbanos de los cuales el 60% debe considerarse rurales, de acuerdo con la Misión para la Transformación del campo[4]. La persistencia en el tiempo y en el espacio de esta estructura agraria y de sus condiciones sociales y económicas ha sido el resultado de la aplicación de políticas que han orientado el desenvolvimiento económico de la nación y el acceso a sus recursos, en particular a la tierra, en donde ha gravitado la ausencia de una reforma agraria. A pesar de haber sido propuesta, básicamente en las leyes 135 de 1961, 1ª de 1968 y 160 de 1994 no ha tenido cumplimiento, lo cual ha incidido en la profundización de los conflictos armados en el campo y con ellos a la vinculación de Colombia con la economía internacional del narcotráfico.
En un estudio adelantado con el auspicio de la Revista SUR[5], dos de sus autores, Luis Jorge Garay y Jorge Espitia llaman la atención sobre la relación entre la concentración de la propiedad y la calidad de vida de las poblaciones rurales; destacan cómo “el ingreso per cápita de las áreas rurales municipales pareciera estar inversa y significativamente relacionado (en términos estadísticos) con el nivel de concentración en la propiedad y tenencia de la tierra (índice Gini), en marcado contraste con el Índice de Pobreza Multidimensional que estaría directamente relacionado con dicha concentración, lo que mostraría el perverso impacto de la concentración de la tierra en la pobreza y la distribución del ingreso en la ruralidad colombiana”.[6]
Como resultado de la violencia sistemática que ha consolidado al régimen agrario se ha generado el éxodo continuado de poblaciones rurales tanto hacia las ciudades como hacia los bordes de la frontera agraria, generando una sobreoferta relativa de fuerza laboral. Como resultado de este ejercicio de la violencia y como parte de ella de la permanente represión contra la organización de los trabajadores, ha sido posible para el capital imponer una extendida informalidad en las relaciones laborales, con la consiguiente sub-remuneración: más del 60% de esta población se encuentra ocupado en esas condiciones, con ingresos inferiores al salario mínimo legal. A propósito de estas condiciones, la Misión para la Transformación del campo, había señalado: “el 81.32% de la población trabajadora en el campo gana hasta un salario mínimo mensual, y otro 15.03% hasta dos salarios”[7].
La convergencia de las crisis que hoy se extiende sobre el mundo ha profundizado la vulnerabilidad del sistema económico, social y político dominante en nuestro país, afectando, en particular, a los sectores más empobrecidos. Según el estudio de la Revista SUR anteriormente citado: “A nivel nacional, entre 2019 y el 2020 la incidencia de la pobreza monetaria creció en promedio en 6.8 puntos porcentuales, en tanto que entre 2018 y 2019 había crecido 1,5 puntos porcentuales, lo cual refleja especialmente los impactos de la pandemia y la insuficiencia de las ayudas gubernamentales a los grupos más desprotegidos. En las 13 principales ciudades y áreas metropolitanas la pobreza alcanzó al 39,9% con un incremento del 11,3%”. Garay y Espitia señalan cómo a causa de la pandemia generada por el coronavirus “la proporción de colombianos bajo la línea de pobreza pudiera haberse incrementado en 5 a 10 puntos porcentuales”, con una tasa de desempleo del 15%, según el DANE.
Forma parte de este diagnóstico el debilitamiento de las condiciones alimentarias de los hogares pobres; según esa misma fuente, “en ciudades como Bogotá sólo el 71,4% de las familias puede comer tres veces al día, mientras que antes del coronavirus este porcentaje llegaba al 85%”. En Cartagena “sólo 35% de los hogares pudieron (sic) tener tres comidas al día, mientras que antes de la pandemia esta cifra llegaba al 85% de la población”. A lo anterior se agrega el impacto de las importaciones de alimentos, las cuales, a partir de la vigencia del Tratado de Libre Comercio, en particular con los Estados Unidos, han afectado de manera negativa a la producción agropecuaria nacional, en especial a los productores campesinos.
El acceso a la tierra y los cultivos de usos ilícitos
Dos puntos del Acuerdo Final de Paz, la Reforma Rural Integral (punto 1) y la Sustitución de Cultivos ilícitos (punto 4) guardan estrecha relación con respecto al diagnóstico anteriormente expuesto. En efecto, la vinculación de Colombia con la producción y el comercio de narcóticos, tema de incidencia central en las relaciones económicas y políticas de la nación, se encuentra vinculado con las decisiones sobre el acceso a la tierra; en particular, la ubicación de las zonas de producción está relacionada directamente con la ausencia de una reforma agraria, la cual fue sustituida por las colonizaciones en los bordes la frontera y en donde precisamente se encuentran los cultivos proscritos.
La magnitud de esta economía y su proyección en el conjunto de la sociedad colombiana han sido objeto de abundante literatura y cuenta con varios estimativos, en particular los referidos a los ingresos repatriados[8]. Según Kalmanovitz, los primeros cálculos, fechados hacia 1977 ascendían a US$500 millones, cifra que iniciaba entonces un ascenso sostenido gracias a sus precios crecientes y un estímulo para la ampliación de la producción. Su seguimiento arroja un ingreso para los traficantes de US$4,500 millones (Gaviria y Mejía, 2011) lo cual evidencia la tendencia ascendente de los precios, sostenidos a pesar del ajuste hacia la baja de las áreas sembradas, explicable gracias a los incrementos en la productividad de los cultivos en medio de la aplicación de políticas anti-drogas que, por decir lo menos, fracasaron. A pesar de los descensos de las áreas sembradas ocurridos a partir de 2000, la recuperación desde 2013 y la tendencia del comportamiento de los precios (gráficos del comportamiento del área sembrada 1999-2018 y de los precios 1991-2018) expresan el arraigo de esta economía, explicable dadas las condiciones estructurales de su implantación.
En este ámbito de análisis adquieren relevancia las relaciones entre la economía del narcotráfico, en particular la producción y procesamiento primario de estos cultivos y las políticas agrarias, en particular de tierras y ambientales, lo cual, en términos del AFP establece un puente entre los Puntos 1 y 4, Reforma Rural Integral y sustitución de cultivos de coca. Estas políticas han sido el marco en el cual se ha desarrollado buena parte de los conflictos entre grandes terratenientes y campesinos que, transitando por las contradicciones en torno a la reforma agraria y a los procesos del “desarrollo rural” facilitaron finalmente la vinculación de Colombia con la economía internacional del narcotráfico.
De esta manera, el diagnóstico del campo colombiano expuesto en los estudios citados, está relacionado directamente tanto con las decisiones sobre la incorporación de los espacios que configuran la frontera agraria como, más específicamente sobre la acción “espacial” del Estado, la cual ha privilegiado determinados territorios en función de sus posibles articulaciones con los mercados externo e interno, como ha sido el caso de la caficultura, caña de azúcar, banano, palma aceitera, flores de corte, arroz, algodón, dejando de lado los que escapan de estos intereses. Con estas políticas de tierras y las de “áreas protegidas”, se ha construido un ordenamiento del territorio en el cual se asignan espacios para la producción agropecuaria, la minería, la protección del agua, la biodiversidad y otros componentes del patrimonio ambiental pero se excluye a los pequeños productores campesinos.
Características de las zonas cocaleras
La totalidad de los registros sobre la producción y procesamiento primario de los cultivos de uso ilícito está localizada en áreas marginalizadas. El Informe de la UNODC[9] señala que la producción de hoja de coca, su procesamiento primario y direccionamiento hacia los mercados se desarrolla en zonas que ofrecen dos características: de una parte las ya asentadas, en las cuales se vienen configurando “enclaves productivos”, competitivos, que por sus condiciones de vinculación con posibilidades de asistencia técnica, acceso a los precursores y a las rutas de comercialización logran aumentos apreciables en su productividad. Estos cambios evidencian incluso disminuciones de las áreas sembradas, gracias a la introducción de variedades más productivas en términos de cosechas y rendimientos; son, además, zonas que reciben una mejor remuneración.
Dentro de esta dinámica se revela igualmente la presencia de zonas colindantes con estos enclaves en las cuales se experimentan las actividades de producción y comercialización de derivados y adquisición de insumos, sin permanencia en el tiempo, tal como ocurre en los bordes de la frontera agraria, zonas de los departamentos de Amazonas, fronteriza con Putumayo y Cesar, en límites con Catatumbo, en tanto que otras áreas atestiguan la ausencia (Caldas), disminución sostenida y desaparición de los cultivos de coca (Arauca, Guajira).
La caracterización de estas zonas realizado por los estudios citados, evidencia su carácter sostenido, estructural, arraigado tanto en las condiciones de acceso a bienes como la tierra como en cuanto a la gestión pública de los recursos presupuestales. Este carácter reiterado profundiza el “desarrollo desigual” de estas periferias con respecto a los centros de la nación, condición que solamente puede superarse con decisiones políticas de largo aliento, que trasciendan las acciones asistenciales, tal como lo han señalado varios analistas, con capacidad para modificar las correlaciones de fuerzas y estabilizar nuevos relacionamientos entre los sectores sociales y políticos y, fundamentalmente entre los espacios de la nación, de manera tal que se corrijan los desequilibrios que hacen perdurar el carácter marginal de los espacios configurados como periféricos.
En cuanto a las políticas de combate al narcotráfico, en particular las aspersiones aéreas, varios analistas reconocidos coinciden en sus apreciaciones. El primero de ellos, Ricardo Vargas asigna a la aplicación de las fumigaciones: “un resultado evidente de fracaso”[10]; César Ortiz señala: “el énfasis cada vez mayor en la interdicción y la destrucción de los cultivos mediante la fumigación, con un costo de miles de millones de pesos, ha tenido un impacto contrario sobre los cultivos, la producción y el tráfico de cocaína” a estas apreciaciones se añaden las de Francisco Thoumi: “la fumigación aérea actúa como mecanismo de soporte de los precios de la coca y estimula el surgimiento de cultivos en zonas antes no fumigadas, el desarrollo de medidas que protegen los cultivos contra las fumigaciones (incluido el desarrollo de variedades de coca resistentes a ella) y otras estrategias que permitan continuar los cultivos” y agrega: “la fumigación tiende a aumentar los precios de la coca.
La implementación de los puntos 1 y 4 del AFP
En abril de 2021 la Consejería Presidencia para la Estabilización y la Consolidación informó haber ingresado 1.089.286 hectáreas al Fondo de Tierras y entregado “1.058 títulos para adjudicar 753 predios baldíos y 295 formalizaciones de predios privados” para un total de 231.822 hectáreas” en beneficio de 8.599 familias[11]. En cuanto al Catastro multipropósito, según esta Consejería el gobierno ha avanzado en el establecimiento de normas para su operación, en la gestión de dos créditos por valor total de US$150 millones con el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y en el cumplimiento de varios proyectos pilotos. Resta conocer el efecto de la reducción de presupuesto ocurrida en la ANT como resultado de las condiciones macroeconómicas, lo cual puede haber reducido la capacidad de gestión de este instrumento.
Bajo la administración Duque la implementación del AFP ha conllevado modificaciones de carácter político y administrativo, relacionados con los cambios en las orientaciones del nuevo gobierno, en particular con la comprensión y valoración del proceso de paz. Estos cambios, como lo advierte la Contraloría General de la República, expresan la concepción del Acuerdo por parte de la nueva administración como una decisión del gobierno anterior, no como una decisión del Estado. En este mismo sentido la CGR destaca cómo la administración actual, en escenarios internacionales expresa su compromiso con el mismo pero ante el país manifiesta reservas, no promueve las inversiones necesarias en las regiones, no ha impulsado una política de seguridad ciudadana, objetó la ley de JEP y viabiliza reformas legales que lo ponen en riesgo[12].
Dentro de esta misma perspectiva, el gobierno caracteriza al conflicto armado como “condiciones de marginalidad y violencia” asumiendo las intervenciones para superarlas con un enfoque sectorial difiriendo de una comprensión integral y territorial del mismo[13], con implicaciones en la concepción política del proceso, en el dispositivo institucional a cargo de las intervenciones, en la construcción del presupuesto y en la asignación de los recursos.
Debe señalarse, sin embargo, que varios de los factores que han contribuido a generar problemas en la implementación del Acuerdo proceden del gobierno anterior. En primer lugar señalan los vacíos en la comprensión del proceso de paz, en el diseño del Acuerdo y en la propuesta para su implementación; no se evaluaron las condiciones y capacidades de las instituciones que habrían de estar al frente de estas tareas ni previó la adecuada asignación de recursos[14]; los niveles departamentales no fueron tenidos en cuenta: no es suficiente que las instituciones estén presentes ni que fluyan los recursos: es necesario comprender sus relaciones con el Estado central y con las comunidades.
Por otra parte, en los problemas que han afectado la implementación del AFP han incidido la concepción y el carácter de intervenciones estatales previas, en particular las de carácter contrainsurgente. Es el caso del Programa de Consolidación Territorial, establecido y prolongado desde las administraciones de Álvaro Uribe, encaminado a la promoción de proyectos e iniciativas civiles en el marco del control militar. Esta concepción ha orientado la intervención de la Agencia para la Renovación Territorial (ART) en los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) e igualmente ha afectado los procesos de participación de las comunidades.
En las circunstancias actuales, ante los impactos generados por las crisis en desarrollo, la implementación del Punto 1 adquiere relevancia especial, dadas las urgencias del abastecimiento alimentario, el cual puede ser robustecido mediante sistemas de producción y comercialización que vinculen a comunidades rurales con núcleos periurbanos y urbanos.
Varias experiencias pueden soportar el desarrollo de estas iniciativas, entre ellas las de antiguos Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación, en donde existen capacidades organizativas y técnicas demostradas pero en donde se encuentra frenado el acceso a la tierra, las Zonas de Reserva Campesina (ZRC), zonas agroalimentarias, resguardos indígenas y Consejos comunitarios de Ley 70/93, todas consideradas dentro del AFP.
El gobierno previó adelantar un programa de caracterización de baldíos a través de la ANT, en el sur de Bolívar, Meta y Caquetá, departamentos en donde se han desarrollado procesos organizativos de Zonas de Reserva Campesina. Estos procesos han partido de colonizaciones históricas e incluyen la delimitación inicial de los predios, la identificación igualmente inicial de las áreas de reserva forestal así como iniciativas comunitarias de protección ambiental, como es el caso de la “Franja amarilla” en la Zona de Reserva Campesina del Valle del Río Cimitarra. La delimitación fue establecida por la comunidad, es una iniciativa en el cierre de la frontera agrícola, compatible con la propuesta para la Zonificación Ambiental Participativa, contemplado en el Punto 1.10 de AFP y adelantado en Caquetá, según se señaló, frente al cual procedería un tratamiento de cooperación entre las comunidades locales y las instituciones.
Por otra parte, el Decreto 902 de 2017 establece el Fondo de Tierras definido en este punto 1, diseñado en correspondencia con la Ley 160 de 1994. A este Fondo de Tierras para distribución gratuita, se le asigna carácter permanente, lo dota de 3 millones de hectáreas durante sus primeros 12 años; contempla igualmente la formalización de 7 millones de hectáreas de la pequeña y mediana propiedad rural, con prioridad para las áreas incluidas dentro de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), Zonas de Reserva Campesina y otras definidas por el Gobierno.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Hogares[15] 800.000 familias campesinas carecen de tierra y serían entonces atendidas con asignación de tierras del Fondo. De acuerdo con un ejercicio adelantado por la Universidad de Los Andes sobre los baldíos de la nación[16], la disponibilidad de tierras en estas condiciones se encuentra entre 3.945.992 y 5.365.317 hectáreas con las cuales se constituiría el Fondo que proveería entre 4.9 y 6.7 hectáreas a cada una de estas familias. Si bien el Decreto fue declarado exequible por la Corte Constitucional, su aplicación por parte de la Agencia Nacional de Tierras, con los recursos asignados en el Plan de Desarrollo 2018-2022 su ejecución ofrece las limitaciones que se señalan más adelante. En efecto, según los informes de la Agencia Nacional de Tierras (ANT) y la Contraloría General de la República (CGR), durante 2019 el gobierno reportó haber formalizado o entregado 73.465 hectáreas para pequeña y mediana propiedad (CGR, p. 54). Al no diferenciar, no es posible precisar el cumplimiento de lo establecido con respecto al Fondo de Tierras y se engloba entrega con formalización. De acuerdo con este procedimiento, frente a la meta de los 10 millones de hectáreas para los dos tipos de acciones, el gobierno está cumpliendo con el 8.7% de lo que debería estar haciendo: entregando o formalizando cerca de 833.000 hectáreas anuales.
A propósito de este Fondo cabe mencionar que, como resultado de la consulta sobre el AFP realizada en octubre de 2016, los sectores opuestos al mismo introdujeron dentro de los beneficiarios de estas iniciativas a personas que no corresponden a los propósitos de dotar de tierras a los campesinos sin tierras o con insuficiente dotación de ellas: se trata de “beneficiarios onerosos”, los cuales deberán sufragar algunos de los costos de la formalización de tierra (costos notariales de registro de escrituras y similares, impuestos) decisión, al incluir a estos sujetos dotados de recursos económicos y ubicados en condiciones favorables para gestionar sus solicitudes ante la agencia encargada, necesariamente afecta el conjunto ya precario de las tierras cuya tenencia sería formalizada. Es de tener en cuenta que precisamente, la bolsa de tierras que eventualmente serían formalizadas, no cuenta con un inventario razonable, además de estar indebidamente ocupadas en una proporción importante. Por otra parte, asignar el carácter de “onerosos” por incluir el cobro de gastos de registro notarial a quienes no forman parte de la población a la cual se ha querido dar cobertura por haber sido excluida del acceso adecuado a la tierra implica profundizar la inequidad ya existente en el reparto agrario.
Este es el caso de la norma sobre “sujetos de formalización a título oneroso”, impuesta por los sectores opuestos al Acuerdo y recogida en el Decreto Ley 902 de 2017, dictado para la implementación del AFP, la cual incorpora dentro de los beneficiarios de la formalización a personas que ya disponen de patrimonios superiores a los de aquellos para los cuales fue previsto este beneficio y que son designados así, por cuanto deberán costear algunos de los costos de la formalización. Su inclusión implica la disminución de las superficies acordadas y destinadas para los sujetos de la reforma rural integral, trabajadores con vocación agraria, sin tierra suficiente y especialmente las mujeres y las personas desplazadas por la violencia.
El Acuerdo Final de paz en sus puntos 1 (Reforma Rural Integral) y 4 (Sustitución de cultivos ilícitos) plantea una estrecha interrelación entre ellos en la medida en que las acciones propuestas dentro del primero son requeridas para alcanzar los logros del segundo: la RRI está referida a las condiciones básicas de acceso propiedad y el uso de la tierra en el país así como a decisiones de la política agraria. Como se señaló previamente, en la medida en que las dirigencias nacionales impidieron la redistribución de la tierra impulsando en su lugar las colonizaciones, éstas terminarían convirtiéndose en espacios favorables para la producción de los cultivos de uso ilícito y de sus derivados.
A partir de estas condiciones, la aplicación del Punto 1 podría avanzar en las localidades priorizadas (veredas, núcleos veredales, municipios) las cuales serían objeto de intervención en el aseguramiento del acceso a la tierra para quienes no disponen de ella o la tienen en condiciones insuficientes, la formalización de la ocupación, dotación de vías terciarias, electrificación, irrigación y mejoramiento de suelos, dotaciones de salud y educación, apoyos a la comercialización. Estas localidades forman parte de espacios más amplios, son colindantes con otras veredas y grupos de veredas, con los municipios alrededor de los cuales gira su vida económica, política, social y cultural que actúan como sus epicentros. Así como su marginamiento afecta a los espacios vecinos, su transformación incidirá en ellos, los afectará igualmente, en relaciones de sinergia.
La superación de las brechas que mantienen a estos espacios en condiciones de marginación, a las cuales está asociada su articulación con la economía del narcotráfico, significará su transformación y la desvinculación de las que las articularon con el narcotráfico. Ese será el efecto de la implementación de la Reforma Rural propuesta; de ahí el interés de los agentes de esta economía ilícita de impedir que se atienda esta intervención; realizar la Reforma Rural significará reversar las condiciones que generaron la vinculación de estos espacios con el narcotráfico, es comenzar a poner en camino la superación de las brechas que distancian a estas regiones de las que se encuentran en condiciones menos postergadas.
Dentro de esta perspectiva, la integralidad de la reforma implica su proyección hacia el sistema regional en el que están inscritas las áreas productoras. Han sido configuradas como espacios marginalizados, depósitos de fuerza laboral y de recursos naturales los cuales son absorbidos por las regiones centrales en términos de intercambio desigual, replicando las estructuras y relaciones “centro y periferias”.
El problema territorial: la “brecha” y el “desarrollo desigual”
Distintos estudios sobre las condiciones del campo colombiano señalan la existencia de una profunda “brecha” entre las condiciones del “desarrollo económico y social” de los espacios urbanos y las de las áreas rurales, en particular las caracterizadas como “dispersas” (DNP, Informe de la Misión para la Transformación del campo, 2014), fenómeno que corresponde a lo que en términos teóricos ha sido ubicado en el “desarrollo geográfico desigual” (Harvey). De otra parte, se encuentran ampliamente documentados (DANE, PNUD, 2011, DNP citado) varios procesos convergentes como son: la existencia de un sostenido proceso de concentración de la propiedad de la tierra; la subutilización de la misma en condiciones que han estado acompañadas por el uso de la violencia y el desplazamiento forzado de más de 7 millones de campesinos;
Como lo han advertido dos estudios en particular, el Informe de Desarrollo Humano (PNUD, 2011) y el Informe de la Misión para la Transformación del campo (DNP, 2014) pesar de los procesos de urbanización de la población y de los espacios urbano-rurales del país, continúa existiendo una proporción relativamente elevada de habitantes en las áreas dispersas. Estas áreas están caracterizadas por bajas dotaciones de infraestructuras y la población asentada en ellas se encuentra afectada por mayores limitaciones en su calidad de vida y una mayor prevalencia de condiciones de pobreza (DNP, 2014). Es precisamente en estas áreas en donde se han localizado los cultivos de hoja de coca, de manera sostenida, con pocas alteraciones, representadas por el afianzamiento de algunos núcleos y la exploración de posibilidades de ampliación (UNODC, 2019).
El Informe de la Misión para la Transformación del campo advierte en su introducción, cómo durante la década pasada la economía colombiana mantuvo un crecimiento sostenido, el cual, junto con “la expansión de la oferta pública social” incidió en “una mejora de los ingresos de la población”. Anota, no obstante, que estas circunstancias no condujeron a un mejorestar de las gentes del campo, las cuales se mantienen en las condiciones de pobreza registradas de tiempo atrás junto con las carencias de servicios del Estado, las deficiencias de su calidad de vida y en general su acceso a lo que se ha denominado “oportunidades de desarrollo”. Ante estas circunstancias, la propuesta de los analistas es la orientación de la acción estatal hacia medidas que, a través de la superación de las políticas asistencialistas, de la inclusión social y productiva apunte hacia un “cambio estructural” logrado a través la inclusión social y productiva que permita superar los mecanismos de reproducción intergeneracional de pobreza y desigualdad, mejorando las condiciones de vida de todos los habitantes rurales.
Frente a estos propósitos cabe preguntarse sobre la persistencia de esta brecha de pobreza y condiciones de vida que una y otra vez los planificadores se han preguntado. Existe una apreciación consolidada que advierte la escisión de la realidad en dos ámbitos de la existencia económica y social, tanto en el mapa de las naciones como en su interior y que en términos generales corresponde a los “centros” y las “periferias” como mundos separados. Sin embargo, cabe una mirada distinta: no están separados: están profundamente interconectados; allí no hay “compartimentos estanco”: hay relaciones estrechas, en las cuales los beneficios irrigan a la metrópoli. Visto de otra manera, hay una transferencia desde las periferias hacia los centros, las cuales están directamente relacionadas con los procesos de acumulación (ver Varios, CEPDIPO, Bogotá, 2021[17]).
Es necesario tener en cuenta que el modelo económico vigente, frente al cual los voceros gubernamentales reiteraron que no estaba en negociación, se alimenta precisamente de impedir el acceso a la tierra de los pequeños productores, de expropiarlos por las vías que sean necesarias en los casos en los que dispongan de ellas, con el fin de impedir que sean capaces de generar su abastecimiento alimentario y el del país.
Esta condición, plena pero difícilmente alcanzada en años anteriores, debería ser desmontada para viabilizar la implantación del modelo importador del “libre comercio”, componente de la “confianza inversionista”, bandera hoy reeditada de administraciones anteriores. Vale destacar cómo el Informe sobre el desarrollo de la agricultura del Departamento Nacional de Planeación realizado en 1990[18] registró cómo entre los años 1975 a 1987 Colombia había alcanzado coeficientes de 100.0 en su oferta alimentaria de productos básicos de su canasta alimentaria.
En los últimos años continúa expresándose un alto nivel de precios de los alimentos, resultante de las condiciones señaladas en términos de la reducida disponibilidad de tierras con la que cuentan los pequeños productores, principales oferentes de estos renglones, limitaciones en el acceso a tecnología, infraestructuras y participación en los mercados: “el nivel de precios de los alimentos ha sido mayor al nivel de precios de la canasta básica total (para los años 2011-2017) afectando la adquisición de alimentos por parte de los hogares especialmente para aquellos en pobreza monetaria”[19].
Por otra parte, la implementación del AFP ha tenido como hilo conductor la incidencia que una perspectiva política, de una visión de la sociedad y de las relaciones sociales, la cual ha marcado una impronta en lo tocante con el acceso a la tierra y la sustitución de los cultivos proscritos. Se ha hecho evidente cómo esa impronta ha hecho convergencia con las políticas ambientales dirigidas hacia las “áreas protegidas”, y ha resultado permeada por la intención de los sectores terratenientes de impedir, a toda costa, el acceso de los campesinos a la tierra, de hacer de los campesinos los eternos siervos desposeído: una visión que se ha impuesto en quienes diseñan y dirigen estas políticas.
De esta manera, las decisiones de Estado relacionadas con estos campos, no solamente no han resuelto los problemas del orden señalado allí sino que han contribuido a agravar la pobreza rural y la exclusión de gran parte de las poblaciones del campo al acceso a la tierra y a condiciones básicas de bienestar, así como los profundos deterioros del patrimonio ambiental de las y los colombianos.
La incidencia de esta visión ha impedido a los decisores de estas políticas comprender que el camino para una combinación adecuada y eficaz de producción y conservación pasa por una reforma agraria y rural de carácter estructural. No les ha sido posible advertir que una perspectiva diferente permitiría establecer la mejor defensa de las “áreas protegidas”, la cual no se logra persiguiendo y expulsando campesinos. Estos espacios se conservarían asegurándoles tierras adecuadas, cercanas a los mercados, dotadas de vías y servicios, en donde vivir sea un propósito; la mejor defensa para las “áreas protegidas” está en la reforma agraria.
No podemos olvidar que el desarrollo de la sociedad colombiana resultó entrecruzado con la economía internacional del narcotráfico gracias, precisamente, a la decisión de las élites de no hacer esa reforma agraria y en su lugar empujar a las colonizaciones hacia los bordes de la frontera sin el apoyo del Estado. Ha sido la historia reciente y amenaza repetirse en “la última frontera”, en la última posibilidad de asegurar tierras para las comunidades campesinas. Son, sin lugar a dudas, los costos que todos pagamos por la obsesión del despojo.
Estos razonamientos conducen a una propuesta no excluyente de las planteadas por el Informe de la Misión pero si orientada hacia otra concepción de la “transformación estructural”: una en la cual, además del “reconocimiento de necesidades y derechos” se construya una relación de equilibrio que permita reubicar los procesos de acumulación en las periferias, modificar los términos del “intercambio desigual”, del “desarrollo desigual”: En este ámbito de redefiniría la función espacial del Estado; apuntaría a fortalecer los procesos de construcción de equilibrios entre los dos espacios, los “centros” y las “periferias”, las cuales, de esta manera dejarían de ser espacios de exclusión.
Un campo central para iniciar la construcción de equilibrios es el de las condiciones de producción de la vida rural, en particular el acceso a los recursos productivos, la tierra en primer lugar pero no únicamente ella. La Misión, al igual que otros estudios reconoce cómo la ruralidad ha sido el espacio privilegiado de los problemas que han afectado al país y sin necesidad de abundar en el diagnóstico si es importante señalar que las condiciones de marginalización que lo han afectado en diversos grados están directamente relacionadas con el establecimiento y articulación con la economía del narcotráfico, como de manera particularmente certera lo señala el informe más reciente de la UNODC (2020).
El análisis señala cómo la persistencia de las actividades primarias (cultivo, procesamiento primario y etapas iniciales de la comercialización) evidencia la estabilidad de determinados espacios en los cuales se han establecido “enclaves productivos”, zonas especializadas que han contado con ventajas para la producción, el acceso a tecnología y comercialización de los insumos y la producción. Alrededor de estas áreas se producen exploraciones que no necesariamente se estabilizan y que es en donde se advierten los resultados de cambios técnicos que redundan en aumentos de la productividad, apreciable en la reducción de las áreas sembradas pero no de la producción.
La comprensión del capital y de la acumulación de capital como relaciones sociales abarca, por extensión, el entendimiento de la pobreza y más claramente, del empobrecimiento igualmente como relación social. Una y otro tienen un arraigo material, una espacialidad, que se expresa en la conformación de territorios, socialmente producidos, que expresan tanto la acumulación como el empobrecimiento. Ilustran estas condiciones las “ciudades globales” (Sassen, 2012), en donde se acumula y hacia donde se transfiere el valor extraído y, de otra parte aquellos territorios en donde persiste el empobrecimiento.
En la medida en que los territorios no están aislados, no son “compartimentos estanco” sino que forman parte del sistema mundial, las relaciones que los vinculan son las que aseguran la acumulación permanente, las que aseguran la existencia del capital. Forman parte, por tanto de un sistema jerarquizado en sus estructuras “centro-periferias”, en el cual los territorios “centrales” acumulan lo que transfieren desde las periferias, en una relación en la cual la globalización actúa como correa de transmisión de las periferias hacia los centros a nivel mundial. De esta manera, el empobrecimiento, en particular en los territorios rurales pero no solamente en ellos, persiste como condición para la acumulación (acumulación permanente como condición de supervivencia del capital, como señala Harvey, 2007).
Dado el carácter económico y político de estas relaciones, así exista conciencia sobre la persistencia de la desigualdad y de la pobreza (o del empobrecimiento) y sobre la pertinencia del enfoque territorial como vía para la superación de la pobreza y la exclusión y voluntad para aplicarla, serán necesarias transformaciones estructurales en las correlaciones de fuerzas que se traducen en la transferencia de valor y, en últimas, en la acumulación. Estas transformaciones implicarán el fortalecimiento de sus comunidades, el fortalecimiento de su identidad, de su arraigo y valoración como punto de partida.
Son procesos profundamente arraigados en la configuración política y económica del territorio nacional, en la construcción del Estado y de las políticas que lo representan en el territorio, entre ellas las políticas de representación, las agrarias y las ambientales. A través de ellas se ha expresado y fortalecido el desarrollo desigual y con él la formación y captación de las rentas derivadas de él, lo que algún colono del Guaviare llamaba “el impuesto de la distancia”.
Reflexión final
Las condiciones que viabilizaron la articulación del país con la economía del narcotráfico están vinculadas directamente con la segregación sistemática de comunidades y territorios desde la construcción del poder y como parte de ella, de la representación política de estas comunidades. Para superar esta vinculación del país con la economía internacional del narcotráfico, su arraigo y sus efectos Colombia deberá iniciar y desarrollar el reconocimiento de las comunidades marginalizadas y de sus territorios por parte del conjunto de la sociedad, la construcción de capacidades y la dotación de recursos para tomar la ruta hacia el equilibrio del conjunto de la sociedad nacional.
Sin embargo, no se trata solamente de superar las vinculaciones con la economía del narcotráfico. Están presentes, en primer lugar, el acceso a la tierra y a los demás componentes de un desenvolvimiento equilibrado de las regiones para las poblaciones excluidas de ellos; superar los efectos que esa exclusión ha generado en la sociedad y en la economía colombianas; trascender las condiciones de “desarrollo desigual” que viabilizaron esta articulación. Se trata de la democratización de la sociedad, de sus expresiones políticas pero también económicas y territoriales. Vale recordar cómo el abordaje del punto agrario tuvo un referente central: la desigual distribución de la propiedad de la tierra.
De acuerdo con el análisis de Albert Berry[2000], el país tuvo ante sí una coyuntura favorable para impulsar una transición económica y política hacia su modernización entre los años 1920 y 1930 pero las correlaciones de fuerzas impidieron su concreción precipitándolo hacia la violencia de fines de los años 1940. La Ley 135 de 1961 no era una solución de fondo, fue una “ley de compromiso” y el peso de los grandes terratenientes definió sus alcances reales; el rumbo que tomó el país fue el de la guerra; habrá que corregirlo y ante la urgencia de afrontar las tareas de la construcción de la paz está por delante el reconocimiento de los territorios periféricos como punto de partida para una perspectiva ascendente y no excluyente de nuestra sociedad, más “de abajo hacia arriba” que a la inversa, como ha sido hasta el presente.
Más de un año ha transcurrido desde cuando se desató la confluencia de las crisis que hoy agobian al conjunto de la humanidad, una convergencia que ha significado el “aceleramiento del tiempo, el acortamiento del espacio”. Numerosos analistas han abordado sus expresiones y los alcances identificados en distintos niveles de la vida social, económica y cultural. Parece claro que su carácter universal no impide que cada sociedad y, aún más, cada sector de ella experimente, sufra sus embates de manera particular y. en esa misma medida los interprete y afronte. En nuestro caso, nos asomábamos a un escenario del que ya teníamos algunos antecedentes pero que ha despertado expectativas: el fin de la guerra. Sin desesperanza hay que decir que estamos aprendiendo lecciones dolorosas tanto sobre los factores que han ocasionado la crisis como sobre el carácter de nuestra sociedad. Sobre la gran crisis ya se han avanzado y se avanzarán explicaciones y propuestas; tal vez sobre las dificultades y proyecciones de la construcción de una sociedad pacífica y justa nos falten reflexiones.
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[1] OXFAM, Radiografía de la desigualdad. Lo que nos dice el último Censo Agropecuario sobre la distribución de la tierra en Colombia, OXFAM Internacional, mayo, 2017, p. 8
[2] Ibídem, p. 230
[3] Ver: Junguito B., Roberto et al., Acuerdo de Paz: Reforma Rural, Cultivos Ilícitos, comunidades y costo fiscal, Cuadernos FEDESARROLLO, 55, Bogotá, 2017
[4] Ver DNP, Informe Misión para la transformación del campo, DNP, Bogotá, 2014
[5] Ver Revista SUR/Universidad de La Salle, “La alimentación de los y las colombianas es con los campesinos o no es”, con la coordinación de Pedro Santana R., en preparación.
[6] Ibídem
[7] DNP, Informe de la Misión para la transformación del campo, DNP, Bogotá, 2014
[8] Ver Kalmanovitz, Salomón, ”La economía del narcotráfico”, El Espectador, octubre 11, Bogotá, 2020
[9] UNODC, Colombia. Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos. UNODC. Bogotá. 2019
[10] Vargas, Ricardo, Fumigación y conflicto. Políticas antidrogas y deslegitimación del Estado en Colombia, TM Editores, Bogotá, 1999
[11] Ver: Consejería Presidencial para la Estabilización y la Consolidación, Informe corto de Gestión Paz con legalidad, Presidencia de la República, Bogotá, 2021
[12] CGR, citado, p.6
[13] Ibídem; igualmente van Vliet and Ramírez, citado
[14] Ibídem
[15]DANE, Encuesta Nacional de Hogares 2011
[16] Arteaga, Julián et al., obra citada.
[17] Varios
[18]DNP, El Desarrollo Agropecuario en Colombia, DNP, Bogotá, 1990
[19] Ibídem, Bases del Plan Nacional de Desarrollo 2018-2022, DNP, Bogotá, 2018, p.73
[20] Berry, Albert, “Colombia encontró por fin una reforma agraria que funcionara ?”, Revista de Economía Institucional, N°4, enero 2002, Universidad Externado de Colombia, Bogotá
Darío Fajardo Montaña, Docente, Universidad Externado de Colombia
Foto tomada de: dw.com
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