En primer lugar hay que señalar que las cifras muestran con claridad el crecimiento de las áreas sembradas con coca en el país. Cualquiera de las dos cifras y para mí son más creíbles las cifras del SIMSI de Naciones Unidas muestran un importante crecimiento de las áreas sembradas con coca. Este crecimiento viene de tiempo atrás como ha sido demostrado por estudios recientes; incluso antes de la apertura de las negociaciones del Gobierno con las guerrillas de las FARC-EP y que este crecimiento era sostenido en los 10 municipios que hoy concentran el 48% del total de las áreas cultivadas. Estos municipios son Sardinata, Tibú, El Tarra en el departamento de Norte de Santander; Tumaco y Barbacoas en Nariño; Orito, San Miguel Puerto Asis y Valle del Guamuez en el departamento de Putumayo; y El Tambo en el departamento del Cauca.[ii]
De tal manera que no es del todo cierto que el incremento de los cultivos de uso ilícito se haya disparado como consecuencia de las concesiones que el Gobierno hizo a la guerrilla de las FARC-EP. Según las explicaciones más simplistas, argumento que asumió el Gobierno Norteamericano en cabeza de Trump, el crecimiento se debió principalmente a las expectativas del acuerdo de paz pues los campesinos habrían incrementado las áreas sembradas para beneficiarse del programa de sustitución voluntaria de cultivos contemplado en los Acuerdos de La Habana. Este es además el argumento asumido por los opositores y en primer lugar por el Uribismo que se oponen a los acuerdos de paz suscritos por el Gobierno Nacional con la guerrilla de las FARC-EP. Es probable que una parte de la expansión de las áreas cultivadas se deba a este factor, pero, en todo caso no es la razón principal como muestran los estudios sobre el tema.
La oposición a la política surgida de los Acuerdos de Paz
El debate de fondo que hay que realizar es si la política y los cambios en la misma que conlleva el cabal cumplimiento de los Acuerdos con las FARC-EP en el tema de las drogas ilícitas es el adecuado y avanza en una dirección acertada o no. Hay que recordar que el Acuerdo final para la terminación del conflicto establece tres componentes de lo que debería ser una política pública para enfrentar el problema de las drogas ilícitas.
En resumen el Acuerdo Final plantea que mientras se mantenga una política prohibicionista los esfuerzos del Estado Colombiano y de su política pública para enfrentar este problema debe estructurar una política pública que contenga: (1) la erradicación concertada con las comunidades que viven de los cultivos de uso ilícito. Debe partirse de la ubicación de dichos cultivos y a partir de allí poner en marcha una política de erradicación manual y el desarrollo de programas de sustitución de cultivos para lo cual deberá concertarse con las comunidades dicha sustitución lo cual deberá también ocuparse de la redistribución de la tierra o sea que para llevar adelante esta política se requiere avanzar en el punto 1 de los acuerdos dado que lo que se propone es la creación de un campesinado de medianos propietarios que deberán tener condiciones adecuadas para que su actividad productiva sea sostenible. Todo ello requiere poner en marcha en éstas regiones programas de sustitución, dotación de tierras e infraestructura de vías, educación, salud, en fin, una intervención integral que requiere tiempo y recursos.
Los choques recientes en regiones como Tibú en el Norte de Santander y Tumaco en Nariño se han dado por la lentitud y las dudas que tienen los campesinos en el real compromiso del Estado con dicha política. Alegan con razón que si se han suscrito unos acuerdos para la erradicación de cultivos se requiere de celeridad por parte del Estado y de un real compromiso de las instituciones con dicha política. Como hemos señalado en otras ocasiones el Gobierno Nacional contradictoriamente mantiene como línea de acción la erradicación forzada y la erradicación concertada y el choque se presenta en aquellas regiones en que a pesar de los acuerdos con las comunidades el Estado quiere erradicar forzadamente. Para que esta política avance se requiere de recursos económicos que deben ser aportados por el Estado durante el período de erradicación y hasta tanto los nuevos cultivos no brinden seguridad socioeconómica a las familias comprometidas con el programa.
Un segundo componente de la política tiene que ver con la disminución del daño y la puesta en marcha de una política que le dé un tratamiento de salud pública al problema del consumo. Esto supone la puesta en marcha de centros de atención médica a los adictos a estas sustancias así como el desarrollo de una política preventiva. En esto el acuerdo ha devenido hasta ahora en letra muerta. Múltiples mecanismos se proponen en el Acuerdo final pero sobre ellos no se habla.
Un tercer componente tiene que ver con el combate a la criminalidad relacionada con el narcotráfico. Este combate implica la persecución a los carteles de la droga, el lavado de activos, la interdicción, en fin, a las políticas represivas contra el delito relacionado con el narcotráfico y por parte de las FARC-EP el compromiso de romper todo nexo con dichas organizaciones criminales y con sus prácticas. Hasta ahora y pese a los grandilocuentes anuncios del fiscal general, Néstor Humberto Martínez, no se ha podido comprobar que las FARC-EP hayan incumplido con este compromiso.
A nuestro modo de ver y en el marco actual en que la política mundial frente al fenómeno de las sustancias psicoactivas es la prohibición internacional tanto de la producción como del tráfico y el consumo, el Acuerdo Final suscrito por el Gobierno Nacional con las FARC-EP es realista, se mueve en la dirección acertada de disminución del daño al tiempo que el mismo Acuerdo Final plantea que el Estado Colombiano debería en el marco de las Naciones Unidas plantear una conferencia internacional para cuestionar con base en la evidencia el fracaso de las políticas prohibicionistas y la necesidad de su replanteamiento, en el entendido que Colombia no podrá sustraerse a la realidad mundial prohibicionista.
El problema de las amenazas de Trump de descertificar a Colombia en la lucha contra el narcotráfico no es que lo lleve a la realidad, que no creo que llegue hasta allá, sino que pone en duda y genera una presión externa a la política contenida en los Acuerdos de La Habana. Con ello apoya a los enemigos del Acuerdo que han señalado que lo que ha incentivado el aumento de los cultivos de uso ilícito son los compromisos del Gobierno con las FARC-EP y la suspensión de las fumigaciones áreas con glifosato. Muchos analistas se pegan a esta argumentación para señalar que debería reiniciarse dicha política que no mostró ningún resultado de largo aliento puesto que a pesar de las cerca de 4 millones de hectáreas fumigadas no se pudo ni siquiera disminuir drásticamente las áreas dedicadas a los cultivos de uso ilícito.
Por lo pronto el Gobierno por lo menos en su discurso público no ha cedido a las presiones internas y ahora externas. Pero el problema es más de fondo. Una política como la contemplada en los Acuerdos enfrenta dos problemas. Requiere tiempo y un esfuerzo integral de las agencias del Estado para avanzar en la transformación productiva y social de las regiones afectadas por dicho fenómeno. Y en segundo lugar tener claro que el impacto de los acuerdos y de la política que surge del mismo tendrá alcances limitados, mientras como dijo Santos en su discurso en las Naciones Unidas, exista un mercado para dicho tipo de sustancias. Estos son dos factores que seguirán gravitando sobre la política pública que muy lenta y precariamente se ha puesto en marcha.
PEDRO SANTANA RODRÍGUEZ: Director Revista Sur
Bogotá 20 d septiembre de 2017.
NOTAS
[i] Colombia. Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos2016. UNDOC-SIMSI. Julio de 2017.
[ii] Durán Martínez, Angélica. La descertificación y otros demonios. razónpública.com 19 de septiembre de 2017.
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