Con el asesinato de Uribe Turbay, sus responsables abren otra herida, con la que recargan los odios y la polarización que nos confronta, no casualmente en el momento en que avanza la campaña al Congreso y la presidencia de la República.
El repulsivo maridaje entre violencia y política pareciera ser para Colombia un sino insuperable. No es el primer candidato ni el primer líder político o social en ser asesinado. No es la primera vez que una campaña electoral se mancha de sangre y enluta al país. No es tampoco la primera vez que con un acto de esta naturaleza se pretende enrutar el resultado de las elecciones, que solo debería depender del debate de las ideas, los programas de gobierno y la experiencia, capacidad e idoneidad ética y profesional de quienes aspiran a ser elegidos (as).
Infortunadamente, el magnicidio de Uribe Turbay vuelve a llevar a un segundo plano los temas centrales a discutir sobre el rumbo que debe tomar el país en los próximos años, mientras nos enreda nuevamente en el esponjoso tema de la seguridad como eje del debate electoral. Una seguridad que se espera establecer bajo la premisa de un régimen autoritario y ponga en cuestión las instituciones y el estado de derecho, que finalmente consagraría la victoria de quienes saben que en un país exacerbado de rencores y tensiones la producción de miedo es un recurso siempre al alcance para conmover y movilizar al electorado.
Volvemos a ser presa de la tozudez de quienes todavía no conciben que sus poderes no sean vitalicios, que se resisten a dejar que otro país sea posible y que prefieren pernoctar en el culto a la muerte, a expensas de un país al que han acostumbrado a ver nacer sus héroes en la pira de su sacrificio.
El crimen es una nueva proclama de los voceros del eterno retorno a un estado de cosas que se resiste a fenecer y a dejar que cobre vida el ideario de otras voces y otros sectores, que con justicia reclaman su derecho de pertenencia y representación, en una sociedad que le ha quitado a la política su esencia como fundamento del entendimiento y la convivencia humana, y profundamente quebrada en sus valores y fundamentos éticos.
Tal cual lo reflejan las reacciones que desde uno y otro lado del espectro ideológico se han generado, y la manera en que el hecho está siendo aprovechado por quienes buscan réditos en la contienda electoral, sin importar el dolor de la familia y sin respeto alguno a la memoria del candidato sacrificado.
De ello hacen eco unos medios de comunicación, cuyos directores, presentadores o comentaristas se han convertido en una especie de cabecillas de barras bravas, que con micrófonos a discreción se emparentan con los promotores del odio y dejan al descuido cualquier asomo de cordura y responsabilidad.
La muerte de quien es uno más de los miles de líderes sociales o políticos asesinados en Colombia no parece ser en realidad lo que más les ha preocupado. Lejos de comprometerse con una reflexión seria y ponderada, algunos comunicadores se mostraron más interesados en cómo fustigar y endilgar culpas, si un ápice de decoro en un momento en el que lo que menos se requiere es ahondar el duelo y no sumar para que se profundice el desequilibrio en la balanza.
Estuvieron, por ejemplo, más pendientes de la caza de un gazapo o un error de sintaxis que hubiera podido cometer en el momento de pronunciarse sobre el hecho el señor Presidente, que del contenido mismo de su declaración. La gramática de las formas que a cuenta de la mezquindad y el deseo de hacer daño subsume a la preocupación por la gramática de la vida.
Uribe Turbay era un precandidato presidencial; tenía el derecho a expresar sus ideas, a disentir, como en efecto lo hacía, con el actual gobierno; incluso a tener diferencias con sus propios colegas de partido, que no eran menores, y a haber hecho pronunciamientos cuestionables frente a situaciones de violencia que se produjeron contra otras personas en Colombia. Pero no era su sacrificio el que iba a reivindicar su pensamiento y a consagrar el triunfo de sus ideas, pues ni su muerte corrige sus errores ni tampoco lo convierte en un modelo a seguir.
No solo se sacó del camino a un candidato, sino que se le dio un golpe a los anhelos de cambio en los que se viene insistiendo en Colombia. Los funámbulos de la violencia aspiran a seguirse sosteniendo en la cuerda tensada a su favor por los desequilibrios de un país hecho a su imagen y semejanza, secuestrado por su egoísmo y por su negativa a permitir que su enaltecida lívido del poder encuentre una válvula de escape que no siga siendo la de solazarse en el dolor de los otros.
Parece de ingenuos pensar que a nadie y para nada sirve un crimen como éste. Lo cierto es que así no piensan quienes lo cometieron y esperan recoger sus envenenados frutos. Ojalá que esta vez la fuerza de la vida ahogue su cosecha.
Orlando Ortiz Medina, Economista-Magister en estudios políticos
Foto tomada de: Infobae
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