Hay muchas formas de conceptualizar esas carencias y de medir la pobreza, así como diversos “satisfactores” de las carencias. Las mediciones varían según la selección de las dimensiones consideradas, la unidad de análisis, los coeficientes utilizados para establecer relaciones de equivalencia entre los miembros de dicha unidad, el período de tiempo, etc. Pese al carácter multidimensional de la pobreza (carencias de alimentos, vivienda, educación, salud, etc.), la estimación más difundida considera que las personas son pobres cuando sus ingresos no alcanzan para pagar el gasto de ciertos satisfactores incluidos en una “canasta” de consumos básicos. Se traza así una “línea de indigencia” y una “línea de pobreza” que sirve para clasificar a las personas en pobres, no pobres, muy vulnerables, vulnerables, etc. Bajo estos criterios, según las estimaciones, el indicador de pobreza por ingresos en la Argentina hace muchos años oscila entre 33% y 45% (con picos más altos en las recurrentes crisis económicas y sociales en el país). La estimación de personas vulnerables con riesgo de caer en pobreza es mucho más alta.
O sea, la pobreza en Argentina hace tiempo es estructural y masiva. Pese a ello, se sigue pensando como una situación que afecta temporalmente a una población marginal que va a resolver sus problemas cuando consiga empleo en el mercado. El empleo mercantil a futuro sigue siendo la esperanza y la supuesta solución definitiva, mientras que las políticas asistenciales una mera transición. Sin embargo, las políticas asistenciales perduran y el empleo es una salida cerrada porque cada vez es más precario, inestable y con ingresos muy bajos.
En la práctica, esto genera una “trampa de la pobreza”: para conseguir la asistencia hay que seguir siendo pobre. Esta trampa se expresa también como “trampa del desempleo”: para conseguir asistencia no hay que tener empleo. Dada la precariedad del empleo al que pueden acceder las personas pobres, la salida que se ofrece puede ser peor que permanecer en la asistencia. Así, hay personas que reciben asistencia y complementan ingresos con empleos no registrados, pero organizan su vida sobre la estabilidad del beneficio asistencial.
Esta forma de actuar sobre la pobreza, consolida la segmentación social, estigmatiza a las personas beneficiarias de asistencia y construye un mecanismo potente de control social que divide y enfrenta a la propia fuerza laboral. Es un modo de regulación estática de la pobreza que hemos llamado “asistencial-represivo”, en tanto su objetivo no es que las personas superen su situación sino tenerlas separadas, controladas y enfrentadas con lo que supone es la sociedad “normal”: la que tiene empleo e ingresos suficientes para vivir de manera aparentemente autónoma.
Otra variante con potencialidad de ser más efectiva es la que pretende resolver el problema por la fraternidad entre las propias personas pobres, alentándolos a su auto-organización económica con la idea de que pueden así construir una alternativa por sus propios medios. Pero como es evidente, esto reclama permanente asistencia de fondos públicos y potencia la fragmentación social sin legitimar el trabajo de las personas involucradas. Se trata de acciones defensivas que no tienen potencia para construir autonomía e ingresos estables y consolidan la segmentación y heterogeneidad económica y social.
Las políticas “contra” la pobreza que se aplican en Argentina, y en la mayoría de los países latinoamericanos, no generan capacidades ni otorgan autonomía a las personas pobres para que salgan de esa situación. Llegan tarde porque esperan que las personas caigan en la pobreza para evaluar si merecen asistencia y generan trampas que derivan en transferencia generacional de pobreza. Luego de tanto tiempo de aplicarlas, lo único que han logrado es que la pobreza sea masiva y hereditaria: el índice de pobreza infantil es siempre mucho peor que el de las personas adultas. La mayoría de las personas pobres han nacido en hogares pobres y sus descendientes también lo serán.
Claro que hay algunas personas que están recibiendo beneficios y no reúnen los arbitrarios requisitos que se imponen para obtenerlos. Pero también hay muchas personas necesitadas que no reciben beneficios, o porque no piden, o porque no califican o no responden a las demandas de quienes tienen el poder de distribución, o porque tienen empleo, pero con ingresos de pobreza. Además, están quienes reciben otros beneficios sociales paupérrimos pese a su empleo formal pasado o presente (jubilaciones, seguro de desempleo, asignaciones familiares, etc.). A esto hay que sumar las personas sobre-empleadas que trabajan horas extraordinarias para poder alcanzar ingresos mayores a los de una jornada de tiempo normal (con impactos nocivos sobre su salud, su convivencia familiar, etc.).
En fin, el problema del acceso insuficiente a ingresos y otros satisfactores de necesidades humanas básicas alcanza a la mayoría de la población argentina y cuestiona la idea de que es un problema transitorio y marginal. También que la salida sea un mercado de empleo que, tal como está funcionando descalifica, precariza y empobrece a muchas personas, tanto en su vida activa como pasiva. Y los problemas serán mayores dadas las lúgubres proyecciones sobre crecimiento económico y empleo en Argentina y el mundo.
Las políticas asistenciales focalizadas en personas escogidas por el poder político y/o quienes operan como intermediarios, no son más bien parte del problema a resolver. Su aparente solución, el mercado de empleo, es, en realidad, otro problema complementario. Y a esto se suma la degradación constante de otras políticas sociales esenciales para la pobreza como salud, educación, vivienda, transporte, etc. En este contexto, dividir a la población necesitada entre “merecedora” y “no merecedora” de asistencia es un mecanismo discriminador y que busca el control sobre una masa necesitada.
Si realmente se quiere resolver la cuestión y revertir la tendencia a la fragmentación social, la confrontación entre gente con necesidades y el clientelismo que se habilita de este modo, hay que cambiar las políticas vigentes. Por supuesto, el escenario macroeconómico importa, pero aquí me ocupo de las políticas específicas con impacto directo en la pobreza.
Lo primero es cambiar las políticas focalizadas, condicionadas, arbitrarias y clientelares, por una garantía universal e incondicional de un ingreso básico que actúe como red preventiva para toda la población. Este beneficio debe integrarse con una reforma tributaria que garantice que quienes ganan por encima de un determinado nivel, “devuelvan” parcial o totalmente el ingreso recibido. A esto debería agregarse una reforma tributaria que cambie impuestos indirectos por directos y que atienda la desigual transferencia generacional de pobrezas y riquezas.
Esto evitaría manipulaciones entre las personas necesitadas y evitaría que quienes hoy son no pobres pero muy vulnerables caigan en situación de pobreza y con ello vuelvan más costoso su recuperación. Además, como el beneficio no se pierde si se consigue empleo, promueve que las personas se esfuercen en buscar ingresos adicionales y así rompe con la trampa de la pobreza y el desempleo actualmente vigentes.
Pero no es suficiente. Un ingreso ciudadano universal e incondicional debe completarse con otras políticas que distribuyan mejor el empleo. Así, se debería reducir las horas máximas de trabajo en el empleo, aumentando licencias, prohibiendo “horas extraordinarias” salvo casos muy justificados y temporales, etc. Esto habilitaría una mejor conciliación con el ámbito doméstico y el desarrollo de trabajos en áreas de los llamados servicios personales y de “ocio”. Asimismo,debe encararse una ambiciosa política de inversión en prestación de servicios sociales universales y gratuitos como salud y educación, además de políticas de trasporte público accesible. Esto no solo atacaría la pobreza estructural, sino que sería una política para generar empleo.
En síntesis, si realmente se quiere revertir la masiva pobreza y vulnerabilidad económica y social en el país se debería: 1) crear una política de ingreso ciudadano, universal e incondicional que garantice un ingreso básico a toda la población; 2) continuar con la histórica tendencia a la reducción de los tiempos de trabajo en el empleo mercantil, promoviendo la distribución de horas entre la fuerza de trabajo; 3) lanzar una política de inversión y empleo en servicios sociales de alta calidad. Esto implica dar prioridad en la política pública al acceso de todas las personas a la cobertura de las necesidades humanas básicas, en lugar de seguir prometiendo que la salida va a venir por crecimiento, empleo y consumo imitativo de los estratos de ingresos medios y alto.
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