En general, el Plan Nacional de Desarrollo es un torpedo contra el Acuerdo de Paz alcanzado con las FARC en 2016, ahora convertido en el partido político Comunes, a los cuales les han matado, desde la firma del Teatro Colón, alrededor de 280 excombatientes en distintas partes del territorio, en la más escalofriante impunidad dado que las instancias institucionales consagradas en el Acuerdo para su seguridad en su integración a la vida civil y su participación en la vida política del país no funcionan,[1] o lo hacen con una pasmosa lentitud, funcional a los asesinos en la sombra.
En Colombia no hay garantías de seguridad para los movimientos alternativos, ni garantías para la protesta ciudadana que son objeto del vituperio, cuando no de enormes falsedades y calumnias desde el alto gobierno y lo más grave, del asesinato aleve de los dirigentes populares. Solo en lo que llevamos del 2021 van 67 líderes y lideresas ultimados en distintas partes del territorio nacional y una gran parte de ellos en los municipios priorizados en los Planes de Desarrollo con enfoque Territorial, reemplazados sin mayores explicaciones por las llamadas zonas futuro. Desde el Acuerdo de Paz han sido asesinados más de un millar de ellos.
La perversa estrategia contra el Acuerdo de paz consiste en hacer demagogia, en cantarle loas en el exterior y combatirlo de hecho en el frente interno, tal y como quedó demostrado con las temerarias declaraciones de la recién nombrada Canciller de la República, quien inauguró su gestión con la insensata afirmación de que el paro que tienen a los colombianos en las calles y que ya cobra la vida de 71 nacionales, por la barbarie con la que el gobierno ha respondido a las justas reclamaciones populares, se debe al ejercicio del punto 2 del Acuerdo, relacionada con las garantías para la actividad política de los excombatientes de las FARC.
El Plan de Desarrollo que está sustentado en la guerra contra las drogas, bajo el gran arco de la paz con legalidad, y contra el cumplimiento del álgido y fundamental punto 4 del Acuerdo, consistente en encontrar una solución final al problema de las drogas ilícitas, ha quedado irremediablemente roto con las revueltas generalizadas que recorren a Colombia y cuyo escenario más virulento han sido los departamentos del Pacífico colombiano y sus respectivas capitales, especialmente en Cali, donde la pobreza ha explotado de manera brutal y en donde las condiciones de vida de esos colombianos, mayoritariamente integrada por comunidades indígenas (Cauca) y negras (Chocó) es infame, sufren en carne viva las consecuencias de una economía basada en la austeridad que retrasa en decenios las soluciones que no dan espera: empleo, alimentación adecuada, salud pública, acueducto, alcantarillado y que los mandamases de la política económica aconsejan esperar, o supeditar a que se cuadren las cuentas públicas para empezar a concretar a cuentas gotas algunas de esas impostergables decisiones.
El Pacífico estalló en Cali, donde confluyen y se concentran todos los problemas de la región, y en donde será muy difícil apagar ese incendio si no se modifican radicalmente las orientaciones de esa política, como lo han hecho las principales naciones del mundo en esta pandemia, empezando por el gobierno Biden, que le ha insuflado dinero público a raudales a su desbarajustada economía en aras de su robusta recuperación.
“Este pacto presenta un nuevo abordaje de la seguridad, desde una perspectiva amplia, que materializa el paso del control militar y policial a un control institucional de los territorios, que enfrenta la criminalidad y las economías ilegales y que asegura la presencia del Estado en toda la nación, en particular, en aquellos territorios vacíos de institucionalidad. Lo anterior permitirá afianzar la legitimidad democrática de las instituciones, la garantía y respeto de los derechos humanos, y la promoción de cambios estructurales en los territorios a través de un desarrollo con equidad y crecimiento económico.”[2] De estas palabras extraídas del Plan de Desarrollo no quedan sino cenizas.
Sin duda, las acciones violentas contra instituciones oficiales y especialmente contra las sedes judiciales en el transcurso de este mes de paro en Cali, Popayán, Pasto, Buga, Jamundí, Tuluá, Buenaventura, La Plata, Soacha, Facatativá, Usme, son una muestra fehaciente del calado que han ido adquiriendo los señores de la droga en la base más empobrecida de la población de esas ciudades y, en extenso, a toda Colombia, cuyas actividades proveen de ingresos a una población arruinada, no por la pandemia, que ha agravado las cosas, sino por las políticas en boga del gobierno nacional y cuyos resultados ha sido el empobrecimiento generalizado de la población.
En ese sentido, y en estas circunstancias, la guerra contra las drogas ya no solo se pierde en las regiones remotas de la periferia profunda donde las disidencias de las FARC, el ELN y los grupos armados nacionales y extranjeros imponen su ley y donde el ejército nacional es visto como una fuerza de ocupación, rechazado por la población, sino que su influencia se ha trasladado a los barrios de pobres y carenciados de las grandes ciudades como ha quedado evidenciado en esta revuelta.
La guerra que el gobierno dice ganar en sus comunicados cuando capturan o dan de baja a algún capo de menor importancia, se pierde en el terreno de manera contundente y violenta. Es tan fuerte el poder del narco en el país que traspasa las fronteras y pone en jaque al ejército venezolana al otro lado del río Orinoco, en sus luchas intestinas.
Bogotá, dice un informe[3] está rodeado de bandas armadas que cercan la capital y se pelean por su territorio desde Soacha, Sibaté, Mosquera, Funza, Cota, Chía, Sopó, La Calera, Guasca, Choachí, Ubaque y Chipaque, en busca de ese mercado para el micro tráfico, igual o más rentable y menos riesgoso que el negocio de exportación. Igual pasa en Medellín, en más de 300 de sus barrios, donde la autoridad de facto la ejercen las bandas armadas que los controlan y sus vecinos desconfían de la policía, según afirma reciente estudio.
El gobierno Duque ha perdido, con el violento manejo dado a los justos reclamos populares encarnados en las peticiones del comité de paro y de los sectores productivos que se han ido agregando a la revuelta, toda legitimidad. Las instituciones del país solo la respaldan el 18% de los colombianos. La última visita del presidente Duque a la Cali en llamas fue aprovechada por el mandatario para visitar el barrio desde donde civiles armados, hasta con armas largas, parapetados detrás de agentes de policía, disparan a la multitud. Una señal inequívoca de con quién está este desprestigiado y represivo gobierno en esta revuelta y una provocadora incitación, desde el alto gobierno, a la violencia, aupadas desde los estratos altos de esta ciudad fragmentada contra los más pobres y los más débiles.
Lo que demuestran estos hechos es la inutilidad del enfoque de la guerra contra las drogas que el gobierno pierde en toda la línea. Tal pareciera que fuerzas del establecimiento colombiano empujaran esta lucha irracional para lucrarse de ella. El alto gobierno, incluidos Presidente y Vicepresidenta, y su círculo cercano, no han podido borrar de sus archivos oscuras tratativas con los señores del negocio. La policía y el ejército, recientemente, han sido objeto de escándalos en el mismo sentido.
Y el pastel de la cereza es que el último alijo descubierto en la isla de Providencia (cuántos habrán coronado) destinado al mercado internacional del alcaloide salió del aeropuerto militar de Guaymaral donde están localizados los hangares de la policía antinarcóticos. Un reconocido investigador del tema de las drogas ha afirmado, con razón, que hay mucho Estado en el negocio del narcotráfico.[4]
El asunto del narcotráfico y su ampliado control del territorio y su influencia en campos y ciudades es un asunto central de la sociedad colombiana que tiene que ser abordado con urgencia por la dirigencia política nacional con enfoques distintos a los que han propiciado este desastre. La pobreza y el abandono de los territorios es funcional a los intereses del narcotráfico. La austeridad en boga en las políticas económicas favorece al narcotráfico. El país tiene que abandonar la estupidez de la guerra contra las drogas y convertir esas plantas mágicas y sus propiedades en fuente de industrias que paguen impuestos y aclimaten la paz.
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[1] La nueva realidad de las regiones de donde saldrán las curules de paz, El Espectador 31 de mayo de 2021
[2] Plan Nacional de Desarrollo Gobierno Duque, Pág. 45.
[3] Crece alarma por control territorial de grupos armados, El Espectador, 1 de junio de 2021.
[4] Ver en YuoTube en https://yuotu.be/-geM4MyYZp0
Fernando Guerra Rincón
Foto tomada de: Pulzo
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