El 25 de junio, una semana después de la segunda vuelta presidencial, el periodista Jorge Eduardo Espinosa escribió una columna titulada: “El periodismo, ¿gran perdedor de las elecciones?”. Su intención era hacer un examen crítico del papel de los medios en la cobertura de la campaña electoral, en la cual hubo un sesgo a favor del entonces candidato de la derecha y actual presidente Iván Duque y en contra del candidato de izquierda Gustavo Petro.
La columna de Espinosa no fue la única reflexión en torno al papel de los medios en la campaña presidencial. Juanita León, directora del medio digital La Silla Vacía, tuvo que redactar un editorial como respuesta a las críticas recibidas por la entrevista a Gustavo Petro en el programa radial Hora 20, por la entrevista a la filósofa Luciana Cadahia sobre el populismo y por su detector de mentiras o fact checking. El programa de análisis político “Semana en Vivo”, dirigido por la periodista y columnista de la revista Semana, María Jimena Duzán, también dedicó uno de sus episodios a analizar este sesgo mediático.
Las denuncias, en las redes sociales, sobre la falta de ética de muchos periodistas no fueron suficientes: no conllevaron a una reflexión profunda sobre la profesión, exceptuando algunas columnas. La crítica no tuvo mucho eco en parte porque los mismos periodistas, entre ellos Espinosa, decidieron simplificar el debate, es decir, si bien es cierto que algunos periodistas carecieron de ética, esto, decían ellos, no podía opacar el excelente trabajo de otros colegas en el cubrimiento de los demás aspectos de la campaña.
Hasta aquí llegaría la discusión si este enfoque no tuviera serias limitaciones, pues omite el debate sobre las transformaciones de los medios de comunicación, cada vez más subordinados al poder económico, y el contexto político en el cual se desarrolló la campaña presidencial.
Más allá de los episodios puntuales, que habría que entrar a examinar uno por uno, el papel principal de los medios de comunicación –en particular de la radio y la televisión–, fue el de poner en duda la viabilidad del proyecto político de Gustavo Petro. Cabe destacar que esto no hubiera sido posible si no hubiera mediado el clasismo como bien lo describió Lucas Ospina en su columna“Traicione a su clase: Vote por Petro”. Los periodistas de los principales medios de comunicación se sintieron empoderados porque tenían como interlocutor a un candidato a la presidencia de origen popular y además exguerrillero y, por lo tanto, se sentían con el derecho de irrespetarlo, ridiculizarlo e invalidar sus propuestas, calificándolas de fantasiosas.
Por otro lado, no dejaron de asociar su proyecto político al principal recurso narrativo de la derecha, el miedo a convertirnos en otra Venezuela: el miedo al “castrochavismo”. Este término nunca fue cuestionado por los periodistas y acabó siendo usado como una categoría de análisis político sin que nadie supiera bien su significado. Fue justamente esta vaguedad lo que permitió la manipulación en torno a su uso.
La ridiculización fue evidente en los debates sobre las propuestas económicas. Mientras el candidato de la derecha, Iván Duque, adoptaba una retórica republicana e impulsaba una plataforma asentada en la “teoría del derrame económico”, es decir, prometiendo reducir los impuestos al sector privado y asegurando que esto se reflejaría en el aumento de los salarios, Gustavo Petro impulsaba un programa económico que se desligaba de la minería y de la extracción del petróleo. Esta propuesta fue respaldada por reconocidos economistas como Thomas Piketty y Ha-Joon Chang, pero los periodistas decidieron reducir el debate a la pelea aguacate vs. petróleo.
Otra manera de poner en duda la viabilidad del proyecto político de Petro fue tergiversando sus palabras. Durante la campaña, lo que prevaleció en la opinión pública no fueron las palabras de Petro, sino las interpretaciones que los periodistas hacían de estas. El 20 de mayo, una semana antes de la primera vuelta presidencial, Petro denunció la falta de transparencia electoral ante la negativa de la Registraduría de acoger un requerimiento del Consejo de Estado de revisar su software. Ante esta situación, Petro pidió que sus electores esperaran los resultados en las principales plazas del país para organizar una movilización en caso de que los resultados oficiales no correspondieran con los de los testigos electorales de su movimiento político. Tres días después, en una entrevista a BLU Radio, el periodista Néstor Morales tergiversó esta denuncia y acusó a Petro de estar haciendo un llamado al levantamiento popular en caso de no pasar a la segunda vuelta, dando así la apariencia de que este no reconocería los resultados electorales y recurriría a las vías de hecho. La imagen que los medios querían transmitir era la de un candidato transgresor del orden institucional.
Frente a estos ataques, Petro siempre guardó la compostura, pero el daño ya estaba hecho. Los periodistas, al tensionar el ambiente en las cabinas de radio, pretendían distanciar a Petro de los ciudadanos mostrándolo como alguien conflictivo. Mientras tanto, su contrincante, Iván Duque, era invitadoa bailar, a cantar y a tocar guitarra con el objetivo de mostrarlo como alguien empático y cercano a los colombianos.
Además del clasismo, la ridiculización de las propuestas de Petro, el permanente cuestionamiento a su proyecto político y la tergiversación de sus palabras, existe también un elemento de contexto que permite entender este sesgo mediático.
La campaña electoral se desarrolló después del proceso de paz entre el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el cual puso fin a un conflicto de más de 50 años con la otrora guerrilla más antigua de América Latina. Por primera vez en 50 años, el dilema entre guerra y paz no ocupó el primer plano en el debate presidencial.
Desde los años 60, para combatir a las guerrillas, los diferentes gobiernos tuvieron que deshumanizar a su enemigo y estigmatizarlo; pero en la categoría de enemigo entraron a formar parte todos aquellos que de alguna manera cuestionaban el orden político. Así, la violencia en Colombia dio lugar a la autocensura de muchos periodistas, defensores de derechos humanos, activistas y académicos.
Esta estigmatización alcanzó su auge durante el gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010), quien calificó a sus contradictores como “cómplices del terrorismo” o “cajas de resonancia” del mismo. Las principales cadenas radiales y televisivas apoyaron esta política y secundaron a Uribe en su intento de negar el conflicto armado y transformarlo en una amenaza terrorista. De esta manera, los medios jugaron un papel importante en la prolongación del conflicto.
Pero su sucesor no siguió sus pasos. En el 2012, tras seis meses de conversaciones secretas, el gobierno colombiano de Juan Manuel Santos (2010-2018), decidió iniciar un proceso de paz con las Farc que finalizaría cuatro años después con la firma del Acuerdo de Paz de La Habana.
Es en este contexto que se desarrolló la campaña presidencial: en un escenario de posconflicto, con una guerrilla desarmada, pero con un uribismo fortalecido, pues Uribe decidió en el 2013 crear su propio partido, el Centro Democrático, para sabotear el proceso de paz y retomar el poder. Las organizaciones progresistas, ya sin miedo a ser estigmatizadas, perseguidas o asesinadas, pudieron volver a las calles e introducir otros temas en la agenda política, pero no había ningún medio que amplificara estos mensajes.
Las Farc, enemigas sempiternas del establecimiento, una vez desarmadas, pasaron a ser un partido político inofensivo y Petro pasó a ocupar su lugar en el imaginario colombiano. El candidato y su programa empezaron a ser percibidos como una amenaza para la estabilidad política y económica del país. Esta lectura fue respaldada por periodistas y líderes de opinión.
Según el sociólogo Patrick Champagne, el periodismo es la historia de una imposible autonomía: si el periodismo se profesionaliza, es decir, si se lleva a cabo exclusivamente bajo las consideraciones éticas e intelectuales propias del oficio, este tiende a desaparecer. No solo porque está sometido a una lógica mercantil, sino porque empezaría a cuestionar el poder para el cual trabaja y entraría en contradicción con su propio funcionamiento. Se trata de una autocensura estructural, más cuando en Colombia los medios se concentran en pocas manos. Tres familias son las dueñas de los medios más importantes del país: los empresarios Luis Carlos Sarmiento Angulo, Carlos Ardila Lülle y Alejandro Santo Domingo.
Las principales críticas en Colombia al poder político se hacen desde las columnas de opinión, las cuales no comprometen al periódico; pero el público que lee prensa escrita es muy reducido. Solo la radio y la televisión tienen un alcance nacional, por lo que son, para muchos colombianos, fuente no solo de información, sino de conocimiento. Mientras en la prensa escrita se valora la calidad del trabajo y la veracidad de la información, en la radio y la televisión se fabrica la opinión y se valoran los efectos políticos que esta produce. Así, los medios tienen el poder de moldear la opinión pública, de construir “problemas” y de imponer una visión del mundo.
Si antes el único obstáculo eran las presiones del poder político, ahora hay que añadir las del poder económico que someten los medios a la lógica del lucro y a los intereses empresariales, dejando de lado las consideraciones éticas. Querer abrir un debate sobre el periodismo sin hablar de las coerciones a las cuales está sometido, es subestimar el poder mediático y desconocer la innegable influencia que este tuvo en la elección del actual presidente y la que podrá tener en las futuras elecciones, afectando siempre más el pluralismo informativo y minando gravemente la democracia colombiana.
Sara Tufano
Fuente: https://ctxt.es/es/20180919/Politica/21783/Sara-Tufano-Bogota-elecciones-a-la-presidencia-ivan-duque-Gustavo-Petro-Prensa-comunicacion.htm
Foto tomada de: https://ctxt.es/es/20180919/Politica/21783/Sara-Tufano-Bogota-elecciones-a-la-presidencia-ivan-duque-Gustavo-Petro-Prensa-comunicacion.htm
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