Más de un millón de familias ha sido víctima del conflicto armado y el país ha sufrido sus terribles consecuencias, como bien lo registró la Comisión de la Verdad, en medio de una guerra que se ha degradado hasta hacer irreconocible el carácter de esa guerrilla y de otras. Los hechos han demostrado que la inmensa mayoría de los colombianos repudia la violencia y que las vías democráticas a partir de la Constitución de 1991 han finalmente abierto la senda del cambio.
Nunca el accionar político-militar del ELN logró concitar un respaldo popular significativo ni estructurar una fuerza capaz de disputarle el poder al establecimiento; de esta meta estratégica con la que nació hace más de cincuenta años, hoy sólo se escucha el discurso de “la resistencia armada”. Pero tampoco el Estado colombiano y su fuerza pública han conseguido derrotar esta guerrilla. Según diversas fuentes, actualmente cuenta con más de tres mil efectivos, ejerce control territorial en zonas fronterizas con Venezuela y dispone de una estructura jerárquica. El único camino viable para ambas partes es negociar con real voluntad política.
El ELN tiene ahora una oportunidad extraordinaria para salir de su impase histórico: está frente a un gobierno de izquierda, presidido por un exguerrillero del M-19, cuyo programa de cambio social y económico coincide en buena parte con las reivindicaciones que esta organización insurgente ha levantado a lo largo de su lucha. Los diálogos regionales vinculantes que el gobierno nacional adelanta con el propósito de recoger propuestas para la construcción del Plan Nacional de Desarrollo 2022-2026, se asemejan a los espacios de participación ciudadana en los que el ELN ha insistido como mecanismo para ir decantando los acuerdos en este campo.
La Paz Total que plantea el primer mandatario es ciertamente una meta de nación (tan necesaria como esquiva mientras el narcotráfico siga pujante). Sin embargo, firmar un acuerdo de paz con un sólo actor armado allí donde hay varios, conduce a lo que ha sucedido después del acuerdo con las FARC: otros grupos violentos copan el espacio territorial cuando las instituciones del Estado tardan en llegar. Para el gobierno, alcanzar un acuerdo de paz con el ELN constituye por tanto un paso determinante para sacar adelante otros procesos de negociación o sometimiento.
Pero los “enemigos agazapados de la paz” están ahí, atentos a los tropiezos o desaciertos que puedan presentarse, haciendo declaraciones que desconocen la historia de Colombia y llamando a que al ELN no se le dé tratamiento político sino criminal, desconociendo que por ese camino no se ha logrado detener los delitos contra los ciudadanos y los agentes del Estado, ni superar el conflicto armado del que los habitantes del campo son víctimas en particular. Su actitud no sorprende. Lo cual no quita que la opinión pública favorable a un acuerdo de paz pueda cambiar su percepción si el proceso de negociación se prolonga demasiado sin resultados tangibles, si el ELN realiza actos violentos durante el mismo o incluso si los acuerdos que se anuncien adolezcan de un consenso suficiente entre las diferentes sensibilidades del espectro político colombiano.
Todo indica que lo conveniente es sacar adelante la negociación con el ELN antes de que termine el periodo presidencial de Petro y de las actuales mayorías parlamentarias, que haya un cese al fuego bilateral entre la guerrilla y la fuerza pública durante la concertación, y que en la mesa de negociación se sienten delegados por parte del gobierno que representen la izquierda, el centro y la derecha. De ahí que en la delegación que viajó a Caracas, en buena hora presidida por Otty Patiño, la designación de José Félix Lafaurie sea pertinente.
Mauricio Trujillo Uribe
Foto tomada de: Redman
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