Hoy, cuando esa hegemonía se resquebraja, asistimos a un fenómeno revelador: los antiguos dueños del relato reaccionan con desesperación. Afirman que el país está en ruinas, que el caos se ha desatado, que el gobierno actual es un riesgo existencial. Pero el análisis filosófico revela otra cosa: quien pierde el control de la mentira suele denunciar el colapso del mundo. La crisis que describen no está en el país; está en su pérdida de influencia.
La casta política que durante siglos administró Colombia como una finca privada —distribuyendo cargos, contratos, jueces y favores entre los mismos apellidos— ahora teme que su maquinaria sea expuesta. Teme que la ciudadanía comprenda que la corrupción nunca fue accidente, sino engranaje; que la pobreza nunca fue fatalidad, sino método; que la violencia nunca fue consecuencia, sino herramienta. Ese temor explica su súbita unidad: no se unen por la patria, se unen por ellos mismos. Lo que irrita a la derecha no es la figura de Petro; es el desmonte gradual —a veces torpe, a veces insuficiente, pero real— de la arquitectura simbólica que les permitió gobernar sin escrutinio. Es el fin del monopolio narrativo. Es que el país, por primera vez, empieza a pensar políticamente sin pedir permiso. Y eso, para quienes siempre se sintieron autoridad natural, es una herejía.
Desde la filosofía política es evidente: estamos viviendo una ruptura. No un apocalipsis, como insiste la oposición, sino la incomodidad propia de desmontar un orden injusto. Gramsci describió este momento como el instante en que “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”. La agonía que vemos no es de la nación, sino de los grupos que la secuestraron.
La derecha insiste en que viene a “rescatar” al país. Pero ¿de qué? ¿Del daño que ellos mismos causaron? ¿De la corrupción que ellos normalizaron? ¿De la violencia que administraron como política pública? ¿De la pobreza que perpetuaron para sostener clientelas? Es una inversión absurda del argumento: el victimario presentándose como salvador.
El progresismo, con todas sus imperfecciones, ha roto ese espejo adulterado. Ha obligado al país a mirarse sin adornos, sin narradores oficiales, sin máscaras. Y esa desnudez produce rechazo en quienes vivieron décadas detrás de su propio mito. Pero la democracia madura no con alabanzas sino con confrontación crítica. Colombia enfrenta ahora una decisión crucial: aceptar el retorno eterno de los mismos —ese país detenido, repetido, envejecido en su corrupción— o asumir el riesgo de transformarse. No se trata de Petro o de un partido. Se trata de elegir entre la mentira confortable y la verdad incómoda.
Y ningún país que aspire a la adultez puede darse el lujo de seguir viviendo en la mentira.
Jorge Eduardo Oyuela A
Foto tomada de: El País

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