La actual Constitución política de México es esta otra barrera impuesta en el propósito declarado por López Obrador de desmantelar el oprobioso régimen económico y social impuesto al país por el neoliberalismo. Dicha Constitución es el resultado de las reformas de la misma promovidos por los anteriores gobiernos del país con el fin de consagrar el programa estratégico del neoliberalismo: libre comercio, apertura irrestricta a las inversiones extranjeras, privatización de la banca, los bienes y empresas públicas, desmantelamiento de la legislación laboral, reforma tributaria regresiva, etcétera. Por lo que ha servido tanto para constreñir las iniciativas legislativas de López Obrador como para apoyar las declaraciones de inconstitucionalidad proferidas por el Tribunal supremo de Justicia.
No acaba aquí la lista de factores adversos a la política de la 4 Transformación, como llama a la suya López Obrador. En referencia a las que considera las tres anteriores: la independencia nacional, la derrota del Imperio clerical de Maximiliano y Carlota por Benito Juárez y la revolución de 1910. A todos los factores enumerados hay que añadir la ruina de la agricultura tradicional debida a la competencia desleal de la todopoderosa agroindustria norteamericana que acarreó la miseria del campesinado, su emigración masiva a los Estados Unidos o su enrolamiento en los ejércitos de los carteles de la droga. Carteles que irrumpieron en la escena nacional gracias a la “guerra contra el narcotráfico” declarada por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y proseguida con ahínco por todos sus sucesores. Carteles que han alcanzado tal poder que han sido capaces de corromper y ensangrentar al país hasta niveles verdaderamente insoportables y de desplazar y subordinar a sus intereses a los carteles colombianos.
López Obrador ha sabido sin embargo sortear con un éxito no desdeñable esta explosiva acumulación de adversidades. Para empezar porque él puede hacer suya la respuesta que el dirigente venezolano José Vicente Rangel dio a quien dudaba que el gobierno de Hugo Chávez pudiera afrontar con éxito las elecciones presidenciales de la época: “No lo dude, nosotros somos hijos de todas las derrotas”. Porque derrotas no han faltado en la larga y obstinada carrera política de López Obrador, desde que la inició hace cuatro décadas. La última, que en su momento pareció definitiva, el escamoteo de su victoria electoral en las elecciones de 2012, que permitió a Enrique Peña Nieto hacerse con la presidencia de México.
La otra razón de su éxito es que a sabiendas o no ha hecho suya la plegaria del teólogo Reinhold Niebuhr: “Señor dadme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las que sí puedo cambiar y sabiduría para reconocer la diferencia”. Si la Constitución le impedía nacionalizar la banca, como lo hizo en su día el presidente López Portillo, creo el Banco de Bienestar y puso al Ejército a construir más de cuatro mil sucursales del mismo en todo el país. Si la Constitución le prohibía nacionalizar el petróleo como lo nacionalizó el general Cárdenas, saneó las finanzas de PEMEX, compro una refinería en Texas y construyó la refinería de 2 bocas, duplicando así el porcentaje de participación pública en la producción de hidrocarburos y derivados. Si el Tribunal supremo objeto una y otra y otra vez la construcción del Tren Maya, la declaró garantía de la seguridad nacional y empleó al Ejército y a sus ingenieros para construirlo. Como construyeron el tren del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec para conectar el océano Atlántico con el Pacifico. Si el Big Pharma y sus intermediarios mexicanos imponen precios muy altos a los medicamentos, él ordenó la construcción de una mega farmacia destinada a abastecer de medicinas a todos los hospitales y centros de salud del país. Si los medios estaban por sistema en su contra, abrió la Mañanera, la comparecencia matinal ante la prensa en la que examinó y examina diariamente el estado del país y da su opinión sobre los problemas que lo afectan en todos los órdenes. Lo hace, además, con un estilo llano, coloquial, pausado, que contrasta claramente con la exaltación verbal de muchos lideres populares. O que pretenden serlo.
López Obrador además ha incrementado los presupuestos de educación y salud y ha puesto en marchas programas de bienestar que benefician con ayudas, becas y subsidios a desempleados, estudiantes y mayores de 65 años. Y si ha hecho todo esto y más sin recurrir al endeudamiento externo es porque se ha tomado en serio la tan llevada y traída por los corruptos “lucha contra la corrupción”. La suya se ha centrado en que las grandes empresas, nacionales y extranjeras, paguen lo que les corresponde. Utilizando los recursos de que dispone la hacienda pública consiguió, por ejemplo, que los tres más grandes deudores pagaran a cerca de 100.000 millones de pesos que debían de impuestos. O sea, más de 5 mil millones de dólares.
Contando con estos logros y con los altos índices de popularidad alcanzados, López Obrador aborda la campaña presidencial actualmente en curso. Él apoya abiertamente a Claudia Sheinbaum, la candidata de Morena, su partido, pero está haciendo más: ha presentado un proyecto de reforma constitucional de 10 puntos que amplían y dan fuerza de ley al que ha sido su programa de gobierno. Con él espera no solo contribuir significativamente al triunfo electoral de Sheinbaum sino lograr la incontestable mayoría parlamentaria que le permita desmontar el actual blindaje constitucional del modelo neoliberal.
Carlos Jiménez Moreno
Foto tomada de: Gobierno de México
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