Colombia debe desarmar el relato que la condena
Nos habituamos a mirarnos en un espejo ajeno. Un espejo deformado, hecho con trozos de una historia escrita desde fuera. Desde hace más de medio siglo. Desde que Nixon declaro que eran el “enemigo público número uno de los Estados Unidos”. En ese contexto, Colombia dejó de ser un país para convertirse en un mito conveniente: el del mal, el del polvo blanco, el del delito convertido en identidad. No fue la cocaína la que nos definió, sino el relato que otros construyeron para mantenernos cautivos en su guion. Desde hace décadas, los analistas, los políticos y los medios repiten la misma historia como si fuera una verdad revelada: que la cocaína sostiene la economía, que el campesino vive del delito, que el país sin droga no tendría destino. Pero nada hay más falso. Esa narrativa no nació de los hechos, sino del prejuicio. No nació de los saberes de la tierra, sino de los laboratorios del miedo. Lo que se “colombianizó” no fue la droga, sino el estigma.
Nos asignaron el papel de villanos en una película escrita por el Norte global para ocultar su propio consumo, su banca lavadora y su hipocresía moral. Nos convirtieron en la metáfora perfecta de lo que ellos necesitaban combatir: la barbarie. Y, con ello, se fabricó una ficción que sirvió para militarizar territorios, justificar políticas y distraer la atención del verdadero problema: el sistema internacional que necesita culpables para sobrevivir. El discurso prohibicionista, sostenido durante más de medio siglo, no ha reducido la producción ni el consumo, pero sí ha logrado una cosa: mantenernos bajo sospecha. Lo simbólico en la colombianización de la cocaína es la reducción de un país complejo a una imagen útil, construida para que el mundo asocie el narcotráfico con un lugar lejano y culpable, y no con su propia responsabilidad.
La guerra contra las drogas fue el más eficaz instrumento de control político inventado por el siglo XX. No fue una guerra contra una sustancia, sino contra una geografía, contra una cultura y contra un modo de vida. Convertir la coca en cocaína fue un acto de amputación simbólica. Le arrancaron el alma a una planta sagrada para volverla mercancía. Lo que antes fue medicina, alimento y ritual, se volvió delito. Y el campesino, que apenas sobrevivía entre el abandono del Estado y la promesa de los intermediarios, fue declarado enemigo. No fue la coca la que trajo la violencia. Fue la violencia del Estado y del mercado la que empujó al campesino hacia la coca. Y cuando el campesino encontró en la hoja una forma de vida, el Estado llegó con helicópteros y fumigaciones. El resultado fue el mismo de siempre: tierra arrasada, cuerpos expulsados, selvas heridas.
La economía del miedo se impuso sobre la economía de la vida. Decir que la cocaína sostiene el PIB colombiano es una mentira dicha con calculadora. Las cifras que se repiten como dogma son humo estadístico: operaciones contables que ignoran los costos humanos, ambientales y culturales. El valor agregado real de la cocaína no supera una mínima fracción de nuestra riqueza, pero el daño simbólico ha sido gigantesco. Mientras algunos multiplican el valor del polvo, nadie mide la riqueza invisible que sostiene de verdad al país: el agua que corre, la selva que respira, el campesino que siembra, la mujer que resiste.
Colombia no es rica a pesar de la coca: lo es a pesar del relato que la coca impuso sobre su imagen. Si midiéramos el valor de un litro de agua limpia, de una hectárea de bosque en pie o de un idioma ancestral que aún sobrevive, el producto interior bruto se volvería irrelevante. La cocaína, en comparación, no alcanza ni el 0,1 % del valor de lo que esta tierra guarda y genera.
Lo que llamaron economía ilícita fue, en realidad, el resultado de un orden injusto: una nación condenada a producir culpa mientras otros producían capital. La “guerra contra las drogas” fue también una guerra contra la verdad. De ella nacieron sus versiones criollas: el trumpismo tropical, el populismo punitivo, la necesidad de encontrar siempre un enemigo interno. Esa lógica se ha filtrado en la política, en los medios, en la conversación pública. Nos enseñaron a mirar con desconfianza al otro, a creer que la autoridad moral se gana con represión, y a confundir seguridad con silencio. Pero toda guerra necesita un fin. Y este sólo llegará cuando recuperemos la soberanía sobre la palabra, sobre la planta y sobre la vida. Cuando podamos volver a hablar de coca sin que alguien imagine cocaína. Cuando la conversación sobre drogas deje de ser una lección de castigo y vuelva a ser una reflexión sobre la libertad.
La legalización no es una provocación: es una forma de romper el monopolio del miedo. Es el primer paso para que el Estado deje de ser verdugo y se convierta en garante de dignidad. Colombia debe desarmar el relato que la condena. Debe volver a mirar su riqueza verdadera, esa que no aparece en los informes del FMI ni en los titulares: el agua, la biodiversidad, los pueblos que cuidan la tierra, la inteligencia de la selva. Ningún país puede definirse por su delito, sino por su manera de resistirlo. Tal vez ha llegado el momento de cambiar de espejo. El polvo blanco no nos hizo prisioneros; lo hizo la mirada que nos redujo a él. Recuperar la mirada es el acto más político de todos. Y cuando lo hagamos —cuando volvamos a nombrar sin miedo la planta, el bosque y la vida—, ese espejo roto dejará de reflejar la culpa y mostrará, por fin, lo que siempre fuimos: un país que aún respira bajo la ceniza del mito.
La colombianización de la cocaína: un estigma funcional al poder global
Durante décadas, la cocaína ha sido asociada casi exclusivamente con Colombia. Este proceso —al que aquí llamamos “colombianización”— no es solo una descripción de la realidad del narcotráfico, sino una construcción simbólica e ideológica que ha servido a intereses geopolíticos, mediáticos y políticos tanto fuera como dentro del país.
La colombianización de la cocaína no es una consecuencia natural del narcotráfico, sino una construcción simbólica y geopolítica que ha servido para desplazar la culpa del consumo del Norte Global hacia la producción del Sur. A través de discursos políticos, representaciones mediáticas y políticas de seguridad, Colombia fue convertida en el chivo expiatorio perfecto: no por ser el principal actor del sistema, sino por ser el más conveniente para encarnar el mal. Esta narrativa ha invisibilizado el rol estructural del consumo, el lavado de activos y la complicidad institucional en los países desarrollados, consolidando así un estigma funcional al orden global. Desmontar esta construcción es recuperar la soberanía narrativa, política y territorial: es dejar de ser reflejo ajeno para volver a ser sujeto de nuestra propia historia.
Los países consumidores, especialmente en el norte global, han promovido esta narrativa para externalizar su responsabilidad, ocultando su rol central en el consumo, el lavado de activos y el tráfico internacional. Así, el “problema” de la cocaína queda localizado en el sur, en Colombia, lo que justifica intervenciones militares, políticas antidrogas fallidas y un relato colonial moderno donde el norte “se defiende” y el sur “se corrige”.
A nivel interno, tanto la derecha como la izquierda colombiana han contribuido, cada una a su manera, a consolidar el mismo relato.
La derecha, bajo el discurso del orden, ha convertido la coca en excusa para militarizar los territorios, criminalizar al campesino y mantener una economía del control.
Desde su narrativa, el país está “inundado de coca”, y toda hoja sembrada se transforma automáticamente en amenaza nacional. Con esa idea, ha justificado fumigaciones, ocupaciones y programas que reproducen la guerra bajo otro nombre: la guerra del desarrollo. En realidad, la coca ocupa menos del 0,2 % del territorio nacional. Son apenas unas doscientas mil hectáreas sobre un país de ciento catorce millones. Una gota verde en un océano de tierra. Sin embargo, esa mínima porción ha bastado para que el mundo entero imagine a Colombia como un cultivo sin fin, una plantación interminable que cubre montañas y selvas. La desproporción entre el mapa real y el mapa mental es tan abismal que parece una broma cruel: el país con más bosques del continente es recordado solo por una hoja. El mito del “país inundado de coca” no se sostiene en los datos, sino en la obsesión de mirar con miedo. Se trata de una inundación simbólica, no vegetal: la que provocan las palabras repetidas desde hace medio siglo por quienes jamás han pisado una vereda cocalera. Esta narrativa no solo exagera la presencia territorial de la coca: recorta el fenómeno entero de las drogas hasta dejar solo una imagen útil para el castigo. Es lo que podríamos llamar una amputación simbólica: el sistema global de narcotráfico —que incluye consumo, lavado y poder financiero— fue reducido a un solo fragmento visible y culpable: la cocaína colombiana. Así, la sustancia fue cargada con una identidad nacional impuesta, mientras el resto del sistema quedó fuera del encuadre. Esa operación es el corazón de la colombianización: transformar una mercancía transnacional en un símbolo exclusivo de un país.
La izquierda, por su parte, atrapada en su propio espejo moral, ha terminado asumiendo el lenguaje del enemigo. Repite términos como “narcoestado” y “narcoeconomía” como si el delito fuera un destino genético, como si el mal estuviera inscrito en el ADN nacional y no en las estructuras históricas de exclusión, desigualdad y dependencia. Al hacerlo, deja intacta la arquitectura simbólica que criminaliza al país y refuerza el estigma que dice querer desmontar. Denuncia el narcotráfico, pero desde una narrativa heredada, no construida. En lugar de deconstruir el relato global que asocia a Colombia con la cocaína, lo recicla como herramienta de condena interna.
En época electoral, esa lógica se agudiza. La derecha agita el fantasma de la descertificación estadounidense como amenaza recurrente, repitiendo el libreto de siempre: más fumigación, más control, más mano dura. Usa el narcotráfico como plataforma de miedo, como prueba de que sin represión no hay nación. Pero la izquierda también participa de ese juego, aunque desde otro ángulo: habla del narco como si fuera una contaminación total del sistema, sin matizar ni señalar responsables concretos, sin distinguir entre territorios, actores o resistencias. Así, ambos bandos convierten el narcotráfico en capital político: uno lo usa para prometer orden; el otro, para prometer limpieza. En ambos casos, el problema se simplifica y el debate se encierra.
Lo que ninguno asume es lo que este texto propone: que el verdadero problema no es solo la cocaína, sino el relato que la cocaína impone sobre la nación. Ninguno se atreve a desarmar ese espejo. Ambos prefieren usarlo para ganar votos. Mientras tanto, el estigma sigue operando, y con él, la política pública permanece atrapada entre el miedo y la culpa. Gran paradoja es que los investigadores del tema con su rigor estadístico cumplen de forma obediente el mandato: leen el problema en hectáreas, porcentajes del PIB, numero de muertos, kilos de cocaína pillados, numero de extraditados, dinero narco en las campañas políticas. Estadísticas que sirven exactamente para lo que la guerra de las drogas busca la colombianización de la cocaína.
Ambas visiones —una punitiva, la otra moralizante— terminan coincidiendo en lo esencial: naturalizan la criminalización del país y aceptan el estigma como destino, sin cuestionar los mecanismos que lo producen o los cuestionan en forma de discurso electoral.
Ni una ni otra quieren ver que el problema no está en la planta ni en la gente, sino en el modelo que necesita de la ilegalidad para sostener su legalidad aparente.
La derecha defiende el orden sin justicia; la izquierda denuncia la corrupción sin cambiar el marco simbólico que nos condena.
Y en ese juego de espejos, el país sigue atrapado entre el miedo y la culpa, sin atreverse a mirarse con sus propios ojos.
Incluso las insurgencias —FARC y ELN— que en sus inicios tenían proyectos políticos de transformación, cedieron terreno a la lógica del negocio. Se aliaron con los circuitos del narcotráfico y desplazaron la política por el dinero armado. Esta deriva confirmó en la opinión pública que ya “todo era narco”, incluyendo la izquierda.
Los medios de comunicación jugaron un papel decisivo en la “colombianización” de la cocaína. Durante décadas, repitieron la misma imagen —la avioneta, el laboratorio, el capo, la selva— hasta convertirla en sinónimo de nación. Exportaron al mundo una versión audiovisual del miedo, donde el país era una serie de televisión antes que una realidad compleja. Cada noticiero, cada portada, cada titular repitió la fórmula del escándalo y del estereotipo: droga, violencia y corrupción. Así, los medios se convirtieron en los nuevos cartógrafos del estigma, dibujando un mapa en el que la coca era más visible que el campesino, más noticiable que el hambre y más rentable que la verdad. Lo que debía ser periodismo se transformó en narrativa de control: una pedagogía del miedo que hizo del delito un espectáculo y de la nación, un guion ajeno.
Pero la colombianización de la cocaína no refleja la verdad de los territorios. No muestra la resistencia campesina, ni la economía del cuidado, ni las alternativas propuestas por las comunidades. Oculta que gran parte del campesinado fue empujado a sembrar coca por abandono estatal, y que ha sido protagonista de procesos de erradicación voluntaria y propuestas de desarrollo rural.
Romper con esta narrativa es fundamental. Colombia no es un país narco. Es un país que ha sido empobrecido, estigmatizado y deformado por un sistema global de drogas que opera desde Nueva York hasta Ámsterdam, y que se lava las manos mientras nos acusa. Nombrar la colombianización de la cocaína es recuperar agencia política, desmontar el estigma y abrir paso a una comprensión más justa, más humana y más verdadera de nuestro conflicto y nuestra historia.
Guillermo Solarte Lindo.
En la edición de este ensayo se contó con asistencia de herramientas digitales para revisión de estilo y coherencia, bajo la plena autoría intelectual del autor.
Foto tomada de: EFE

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