Pero cuando los debates ante los nuevos escenarios de país y con ellos la mayor consciencia social nos estaban llevando a trazar unos caminos diferentes, las crisis económicas y ambientales se conjugaron con el Covid-19, desnudando realidades un tanto ocultas: el imaginado progreso de las ciudades era tan vulnerable como las deterioradas condiciones de vida en el campo.
En un país con una informalidad laboral que por seguridad social puede llegar al 70% y una empresarial que supera el 60%, aunque generan un tercio del valor agregado, de acuerdo con datos de Fedesarrollo, quedó demostrado que, aún con los discursos del esfuerzo, el positivismo y el emprendimiento, no es capaz de aguantar el confinamiento al que por salud y para preparar la sanidad pública, debió enfrentarse. Las cifras de desempleo se dispararon y llegó al mes de mayo al 24.5% en las 13 principales ciudades. Valga decir que es el crecimiento y por ende la tasa mayor, comparado con los demás países de la OCDE. A esto se suma el cierre de empresas, por ejemplo, un estudio reciente de la Cámara de Comercio Aburrá Sur y de la Universidad de Antioquia, mostró que el 30% de las MiPymes cerraron por la pandemia en esta zona. Fenalco habla del cierre del 10% de los negocios a nivel nacional (80.000). En Risaralda ya se dice del cierre de más del 50% del tejido productivo MiPymes. Solo por citar algunos casos. En estas condiciones, los aumentos del desempleo y por lo tanto de la pobreza podrán regresar al país a los niveles de desarrollo de dos o tres décadas atrás.
Si particularizamos en el campo, la situación no ha sido de menos, por el contrario, las brechas se han seguido profundizando. En cuanto al mercado laboral, hay que decir que en el período mayo 2019 mayo 2020 se perdieron 586.000 puestos de trabajo, siendo el 14.8% de la pérdida de ocupados en el período para el país. Valga decir además que en el 2019 la ruralidad aportaba el 26.9% de los ocupados en el país, pero en mayo del 2020 la participación bajó al 22.6%. Prácticamente todos los sectores en la ruralidad perdieron puestos de trabajo, siendo los más relevantes: Agricultura, silvicultura, caza y pesca (173.000), Comercio (88.000), Industria manufacturera (80.000), Administración pública y defensa, educación y atención de la salud humana (62.000), Construcción (67.000) y Alojamiento y servicios de comida (46.000).
A las brechas existentes, y que fueron expuestas por la Universidad de La Salle en el Manifiesto Rural[1] por un pacto de la ciudad con el campo, es además de la precariedad de los mercados laborales rurales que antes de la pandemia escasamente llegaban a una formalidad del 12%; no son menos acuciantes los temas de productividad, financiamiento y comercialización; la titulación y la propia tenencia de la tierra; salud, vías e infraestructura, la poca asistencia técnica y ni que se diga del extensionismo rural que por ahora está solo en el papel. La tributación rural sigue siendo un agujero negro. Especial interés deben de tener las difíciles condiciones de la educación rural, la pandemia ha puesto en evidencia las enormes desigualdades y las precariedades de accesos y conectividad, pero ha mostrado las labores titánicas de los y las maestras rurales y el gran esfuerzo de las y los estudiantes y sus familias para acceder a este, su derecho.
Las cifras para el mundo rural no son siempre las más pertinentes, el DANE tiene allí una gran deuda con el país. El Censo de 2014, aún con los problemas que se le plantean, es el Censo más reciente del que se dispone, y la Encuesta Nacional Agropecuaria (ENA), aún no permite un seguimiento claro de las diferentes variables en el tiempo. No obstante, la ENA de 2019 si muestra mayores deterioros si se le compara con el Censo de 2014, incluso con la ENA de 2017, ya que con la del 2018 los datos generan serias confusiones (que no se hizo de manera completa por falta de recursos). Hay que decir que desde la ENA 2019 los productores en condición de persona natural son 2.033.967, de los cuales el 73,9% (1.503.999) son hombres y el 26,1% (529.968) son mujeres. Se consideran campesino o campesinas el 95.1%. La ENA muestra también la poca población joven en el mundo rural. Esto es una muestra de la importancia del campesinado en este país. Las dudas metodológicas existen entonces y la poca claridad en el comportamiento del mundo rural dificulta la implementación de propuestas y políticas responsables.
Desde diferentes sectores de la sociedad se ha seguido insistiendo en la necesidad de resignificar al campo colombiano. Décadas de desruralización, además de la desindustrialización, han comprometido la estructura productiva del país y con ella la capacidad para generar empleos decentes, que garanticen productividad, seguridad y soberanía alimentaria. Así hoy a este tema se han involucrado organizaciones campesinas, no gubernamentales, instituciones del orden internacional (caso del proyecto “Fortalecimiento de las organizaciones sindicales rurales en el post conflicto” de la Oficina de la OIT para países andinos y la Embajada de Noruega) y recientemente el Instituto de Ciencia Política Hernán Echavarría Olózaga, junto a la Oficina para Colombia de la Fundación Konrad-Adenauer-Stiftungm, plantearon la necesidad de hablar de una “nueva ruralidad”, en donde se pudiera llegar a “construir un gran acuerdo sobre lo fundamental para el desarrollo integral del sector rural (…) Se trata de un gran acuerdo mínimo, que deje atrás la condena a la que se ha sometido el campo colombiano y, a cambio, consiga sembrar una nueva ruralidad (…) en donde se defina, materialice y sostenga en el tiempo políticas de Estado que liberen el potencial del sector rural. Una donde se integre al pequeño y mediano productor, la agricultura familiar, y al sector agroindustrial en un esquema de coexistencia, complementariedad y asociatividad.”[2]
Si la pandemia va dejando una estela de desempleo, pobreza y un deterioro profundo de las condiciones de vida en el país; las brechas, las deudas de las ciudades con el campo se amplían, avizorando una situación nada fácil para los años venideros. Ojalá no volvamos a la normalidad de antes del Covid 19, no era grata y ya requería de esfuerzos políticos para salir de ella. Se abre entonces la necesidad y oportunidad de un nuevo Contrato Social en donde como sociedad podamos hacer de la ruralidad el soporte natural y material del crecimiento y del desarrollo que se requiere. Hacer del campo una opción de vida viable y digna será un elemento esencial no solo para garantizar la necesaria seguridad y soberanía alimentaria, sino que permita la generación de excedentes productivos y la diversificación de la producción para este y otros mercados. Si esto es así, el esfuerzo por la recuperación, que se avizora lenta, solo será más rápida en la medida que se potencie, se resignifique la producción y el trabajo decente rural.
Desde hace décadas no se había estado ganando consensos de país en torno a la necesidad de fortalecer las políticas públicas rurales, la provisión de bienes y servicios públicos en la ruralidad, los procesos asociativos, el trabajo decente, los mercados justos y el mejoramiento de la calidad de vida de las familias campesinas. La pandemia, el confinamiento debe dejarnos aprendizajes en torno a cómo organizarnos como sociedad y cuáles son los propósitos, metas y medios para lograrlo. Parece que toda la vulnerabilidad humana y como especie que ha quedado latente, nos está permitiendo pensar en volver a la esencia, a la ruralidad como la base de la vida económica y social del país.
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[1] Universidad de la Salle (2019). Manifiesto rural por un pacto de la ciudad con el campo. Un compromiso con el desarrollo rural y territorial. https://www.lasalle.edu.co/wcm/connect/45dd4e5a-aec5-4155-9acb-d5adb71993a4/Librillo70.pdf?MOD=AJPERES&CVID=mMp-YTF&CVID=mMp-YTF&CVID=mMp-YTF&CVID=mMp-YTF
[2] https://icpcolombia.org/tendencia/nueva-ruralidad/
Jaime Alberto Rendón Acevedo, Director Centro de Estudios e Investigaciones Rurales. Universidad de La Salle
Foto tomada de: dw.com
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