Europa se alza como el principal escenario de esta nueva carrera armamentista. Impulsados por la guerra en Ucrania y por el temor al expansionismo ruso, la mayoría de los países europeos incrementaron significativamente sus presupuestos militares, con Alemania a la cabeza en Europa Occidental. Rusia, por su parte, aumentó su gasto en un 38 %, mientras que Ucrania, desangrada por la guerra, destinó un 34 % de su PIB a su defensa. Lejos de garantizar seguridad, estos incrementos han consolidado un clima de permanente tensión.
En Oriente Medio, Israel y Líbano elevaron sus gastos militares en 65 % y 58 %, respectivamente, reflejo de un ciclo de violencia que parece no tener fin. En Asia y el Pacífico, las tensiones geopolíticas crónicas empujaron a China, Japón y otras naciones a seguir reforzando sus arsenales. Estados Unidos, omnipresente en el tablero militar global, acapara el 37 % del gasto mundial, consolidando una hegemonía que parece más enfocada en perpetuar su poder que en promover una estabilidad genuina.
América Latina, aunque tradicionalmente más rezagada en términos de gasto militar, también evidencia señales alarmantes. Colombia, por ejemplo, registró un aumento del 14 %, destinando el 3,4 % de su PIB a defensa, en un país donde la pobreza, el conflicto interno y los retos climáticos requieren respuestas urgentes de otro orden.
El rearme global no es un fenómeno aislado: ocurre en un momento crítico para la humanidad.
Mientras los presupuestos militares alcanzan máximos históricos, el planeta enfrenta una crisis climática que amenaza su habitabilidad. El deshielo de los polos, la acidificación de los océanos, la intensificación de eventos extremos y la pérdida masiva de biodiversidad son desafíos existenciales que requieren cooperación internacional sin precedentes. En paralelo, la pobreza extrema afecta a más de 700 millones de personas, y las desigualdades estructurales se profundizan, tanto entre países como al interior de ellos.
En este contexto, la lógica del aumento en el gasto militar resulta no solo anacrónica, sino profundamente irresponsable. Cada misil fabricado es una escuela que no se construye. Cada tanque adquirido es un hospital que no se equipa. Cada portaaviones lanzado es una red de agua potable que no se extiende hacia comunidades olvidadas.
Según estimaciones del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas, se requerirían aproximadamente 40.000 millones de dólares estadounidenses anuales para erradicar el hambre en el mundo de manera sostenible hasta 2030. Este cálculo se basa en un análisis detallado de las inversiones necesarias en sistemas alimentarios, infraestructura agrícola, redes de seguridad social y resiliencia climática. El informe “The Global Cost of Reaching a World Without Hunger“ estima que acabar con el hambre para 2030 requeriría entre 39.000 y 50.000 millones de dólares anuales. Es decir, acabar con el hambre mundial costaría menos del 2 % del gasto militar global anual.
La obscena desproporción entre la inversión en la vida y la inversión en la guerra demuestra una clarísima ausencia de voluntad política para solucionar este problema y debería estremecer nuestras conciencias.
La militarización no genera seguridad real; al contrario, fomenta un ciclo perverso de desconfianza, escaladas armamentistas y conflictos potenciales. Es una economía de la inseguridad, donde la inversión en miedo desplaza la inversión en esperanza.
Colombia, siguiendo la tendencia global, enfrenta una disyuntiva histórica. ¿Invertir más en armas en un país profundamente herido por el conflicto armado, o apostar por construir una seguridad humana basada en el acceso a derechos fundamentales, en la protección ambiental y en la reconciliación social? Apostar por lo primero sería perpetuar un círculo vicioso; optar por lo segundo abriría caminos hacia una paz duradera.
¿Qué tipo de seguridad construimos cuando blindamos fronteras, pero dejamos desprotegidas a nuestras poblaciones más vulnerables ante el hambre, la enfermedad y el colapso ambiental?
¿Puede un planeta al borde del abismo permitirse el lujo de seguir invirtiendo en destruir, cuando lo que necesita es reconstruirse?
Hoy, más que nunca, la auténtica fortaleza de las naciones no debería medirse en sus arsenales, sino en su capacidad de cuidar a su gente y a su hogar común: la Tierra.
La historia juzgará a esta generación no por las armas que acumuló, sino por las oportunidades de paz que dejó escapar.
Jaime Gómez Alcaraz, analista de política internacional
Foto tomada de: CNN en español
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