Óyeme diosito santo
tú de aritmética nada sabias,
dime por qué la platica
tú la repartiste tan mal repartida.
Óyeme diosito santo
en cuál colegio era que tu estudiabas,
por qué a unos les diste tanto
en cambio a otros no nos diste nada. [1]
Si hay algún sector donde se muestra los efectos nocivos del orden económico prevaleciente que ha hecho de este un país atrasado y violento y uno de los más desiguales del mundo, es el definitivo y vital sistema educativo, que tal como está estructurado y como funciona, a todo nivel, desde la primera infancia hasta la educación superior, reproduce y perpetúa la profunda desigualdad que caracteriza la fragmentada sociedad colombiana y con ello la degradación de nuestro sistema democrático.
El país no ha logrado establecer un organigrama educativo que contribuya a consolidar la idea de igualdad, fraternidad y libertad, pilares de la democracia occidental, banderas que son esquivas en nuestra convulsa realidad que pone de manifiesto la descomposición y el alto nivel de violencia que azota el territorio colombiano en campos y ciudades. Desde los albores de la República el sistema educativo ha sido centro de debates sobre qué enseñar y a qué nivel de la población ofrecer este derecho, que ocasionó guerras civiles en el siglo XIX y durante el siglo XX también fue objeto de ásperas discusiones académicas y políticas.
Históricamente el Partido Liberal perdió ese debate y los sectores más retardatarios de la sociedad impusieron sus criterios: una educación eclesial lejos de los requerimientos de las demandas del avance de la ciencia mundial y con una estructura donde los colegios y las universidades privadas tienen un enorme peso, convertida en un lucrativo negocio, en detrimento de la educación pública, con gigantescas barreras de acceso que niegan en la práctica, a pesar de precarios avances, siempre insuficientes, a la niñez y a la juventud colombiana, el derecho a la educación y, en consecuencia, a las oportunidades labores y a la construcción de vida con ventanas de acceso que permitan darle forma a la movilidad social, a una sociedad que avance hacia niveles empáticos, amables y tranquilos.
Tal ha sido la mediocridad del sistema educativo colombiano que hasta solo menos de dos años, una de las conquistas de las revueltas generalizadas contra el gobierno fue la gratuidad de la educación para los estratos uno, dos y tres, con enormes restricciones. Miles y miles de jóvenes que salen de bachillerato no encuentran ni estudio ni trabajo y de los que, de milagro logran un cupo en las deficitarias universidades públicas, la mitad deserta hacia el escabroso camino de labrarse un futuro en esa desventajosa condición.
De otro lado, el acceso a las Universidades privadas de mejorar calidad es coto exclusivo para el percentil más rico de la sociedad por el enorme y desproporcionado costo de las matriculas con lo cual se reproducen los privilegios, las castas, y se incuba la execrable discriminación que alimenta nuestra irritante desigualdad. Centenares de miles de jóvenes en diversas regiones de Colombia no tienen dónde seguir sus estudios porque la cobertura de la universidad pública es precaria y la financiación de su movilidad y sostenimiento fuera del terruño los saca de carrera así como de la alternativa de la universidad privada.
A manera de ejemplo: Puerto Boyacá, en pleno centro de Colombia, cuya capital es Tunja, en otra región geográfica que no tiene nada que ver con las explanadas que bordean el río Magdalena en su tramo medio, donde la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, UPTC, hace esfuerzos por poner en funcionamiento una sede para solo 432 cupos universitarios que no saben cómo poner a funcionar por falta de financiación. Una encuesta realizada para definir los programas académicos que ofertaría arrojó que, en esa inmensa región, que fue azotada por la violencia, un buen porcentaje de sus estudiantes escogió la carrera de medicina como objeto de estudio, que no podrán realizar por las restricciones de cupo y la pobreza de la población, en su inmensa mayoría de estrato uno y dos.
Solo en el puerto petrolero salen de sus colegios más de 700 bachilleres anuales. Sin contar los de Puerto Perales, al frente de Puerto Boyacá, Puerto Triunfo, Puerto Nare y la Sierra, un enclave cementero en la mitad de la ruta del río Magdalena hacia Barranquilla, ubicados en el departamento de Antioquia, que suman una población de más de 20.000 jóvenes que no tienen dónde escalar sus conocimientos. Sin contar a Otanche, en Boyacá y a Cimitarra, en Santander, que orbitan en su hinterland.
Todos estos poblados están unidos por Yuma, pero los desarrollos de infraestructura los une en minutos y comparten una economía común en serios problemas: la industria petrolera, con su carga medio ambiental genera pocos empleos con sueldos a la baja, la agricultura en la región es cosa del pasado, la ganadería tiene inmensas dificultades y los compromisos con los TLC tienen al borde de la quiebra la industria subsidiaria, la industria láctea, situación que ha afectado notoriamente la actividad comercial. Solo va quedando la coca que asoma sus fauces a ambos lados del río.
Así las cosas el destino de esa juventud es así incierto con altas probabilidades de que a muchos de ellos, en ese entorno inquietante, se los consuma de nuevo la violencia como en La Vorágine, de José Eustasio Rivera. Son los Arturo Cova del siglo XXI en Colombia, que jugó su corazón al azar y se lo gano la violencia, como expresión de una modernidad que aún no encaje en buena parte del territorio nacional.
Las restricciones de acceso a la educación y al cuidado empiezan en la cuna. Si por la lotería de la vida, o por la voluntad de Dios, como a usted le parezca, usted nace en el profundo Chocó, o en las recónditos pueblos del Pacífico nariñense, uno de los escenarios donde se desarrolla la guerra que no termina, o en El Remanso, en el Putumayo, donde comandos del ejército asesinan civiles sin preguntar, entre ellos mujeres embarazadas y jóvenes de diez y seis años, tras la victoria imposible de una guerra degradada, bárbara, inútil y ordenada desde Washington, o en los barrios más pobres de las ciudades colombianas hacia donde se ha trasladado sin pausa la pobreza de nuestros campos porque, por virtud de nuestros sabios dirigentes se les dio por establecer que es mejor comprar la comida en los mercados internacionales que sembrarla en nuestros fértiles campiñas dejando sin oficio y sin pan al grueso de nuestros aplicados campesinos, usted está condenado hasta el final de sus días a la pobreza más extrema, a la angustia de encontrar como sea el pan de cada día, y a la violencia, donde no hay lugar para el estudio, porque el sistema educativo no está diseñado para que usted ascienda en la escala social.
“La educación en Colombia reproduce las clases sociales y la desconfianza entre ellas. Esto se debe a que los hijos de los ricos estudian en colegios privados de buena calidad y los hijos de los pobres en colegios públicos o privados de regular o mala calidad. Hay excepciones, pero en términos generales esta situación de apartheid educativo persiste e incluso se ha acentuado en las últimas décadas”.
El libro señalado, de obligatoria lectura, que tiene como editores a los investigadores Juan Camilo Cárdenas, Leopoldo Fergusson y Mauricio Villegas y al Centro de Estudios Jurídicos y Sociales Dejusticia, en sus ocho ilustrados y pertinentes capítulos, es una radiografía exhaustiva del estado real de la educación colombiana a todo nivel y de la imperiosa necesidad de cambiar esa realidad insultante y promueve la idea de un pais mejor educado en donde los colegios y las universidades sirvan para remediar la tiranía de la cuna y creen oportunidades iguales para todos y todas, en sintonía con la paz y con la Constitución, para articular y desarrollar un nuevo y moderno sistema educativo que tanto necesita Colombia.
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[1] Tomado del libro La quinta puerta. De cómo la educación en Colombia agudiza las desigualdades en lugar de remediarlas. (Dejusticia. Ariel 2021) del capítulo “Historia de dos escuelas: una ilustración del apartheid educativo en Colombia”, de José Rafael Espinosa. Págs. 207-243. Este reclamo a la vida fue compuesta por el antioqueño Gildardo Montoya e interpretada por Jairo Antonio Mercado Paternina quien fue asesinado a la edad de 43 años en un atentado en el estadero Doña Clarita, en el cerro el Volador de Medellín en 1989. La Plegaria Vallenata fue interpretada también, entre otros, por Alejo Durán y Enrique Díaz.
Fernando Guerra Rincón
Foto tomada de: caracol.com.co
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