Etiene de la Boetie escribía que “La naturaleza del hombre es ser libre y querer serlo; pero también su naturaleza es tal que se pliega naturalmente a lo que la educación le dicta (2016)”. Así, si bien es cierto aquello de que el ser humano es libre por naturaleza, preciso es indicar que la naturaleza fácilmente cede a la costumbre, y la educación moldea de tal manera nuestro espíritu que puede deformarlo a pesar de su naturaleza. Nos educan para ser esclavos, y el hábito de serlo, convertida en una segunda naturaleza, nos incita a no dejar de serlo.
Si la educación tiene una función social, es preciso preguntarse, pues, a qué clase de sociedad responde el tipo de educación que se imparte en las instituciones. Pues la educación “¿no está también determinada por la sociedad, por las condiciones sociales en las que educáis a vuestros hijos?” (Marx, 2015). Si las ideas de una época son las ideas de la clase dominante, es natural que sea esta clase dominante la que imponga qué ideas prevalecen en la educación. En una sociedad cuyo sistema económico está regido por el valor y la ganancia, es normal que el rendimiento sea el criterio de toda actividad considerada productiva, y los actuales entornos académicos y estudiantiles no escapan a este principio: obsesionados con el rendimiento a corto plazo hoy es casi impensable una educación que se dedique a la tarea crucial y lenta que exige toda formación, pues su propósito es la construcción del profesional competitivo. “En este caso vemos que el objetivo último de la cultura es la utilidad, o, más concretamente, la ganancia, un beneficio en dinero que sea el mayor posible” (Nietzsche, 1982).
Incluso, el proceso formativo se cursa en función del salario y los ingresos, para lo cual se eligen profesiones cuya rentabilidad justifique la inversión en programas académicos. Sin embargo, esta no es una realidad privativa de la educación, pues también hay una idea neoliberal que estructura la economía, la atención médica, la administración pública, el derecho y la tecnología (Harvey, 2015, p. 74). Esta idea de rendimiento ha sustituido la formación (bildung) por el entrenamiento (training), y ha concebido a un individuo cuya constante capacitación permitiría optimizar habilidades laborales invirtiendo sobre aquello que el neoliberalismo entiende como “capital humano”. El individuo adocenado y productivo neoliberal “reduce la libertad política a la libertad económica y sustituye al ciudadano por el sujeto trabajador y consumidor” (Cortés, 2017). El ciudadano que lucha por derechos dentro de la comunidad política es desplazado por la actividad precarizada del trabajador desprotegido que renuncia a ellos.
La educación, tal como ha sido concebida hoy, “es un sistema de prohibición del pensamiento, transmisión del conocimiento como un deber, el conocimiento como algo dado, petrificado”, escribe Estanislao Zuleta. En el bachillerato nos prohíben la lectura, nos castran los idiomas y nos atemorizan con los números. Todo esto se prohíbe en tanto se asigna y se impone como una obligación. En casi todas las escuelas se persigue un burdo adiestramiento encaminado a hacer útiles, con la mínima inversión de tiempo, a un sinnúmero de jóvenes que debe prepararse desde muy temprano para insertarse al mundo laboral. La educación es más bien un tipo de instrucción que emplea sus recursos para producir fuerza de trabajo dócil apta para su función asalariada o incentivar la figura del emprendedor autoexplotado. La educación se ha alejado de su centro de gravedad y ha perdido de vista el fin que es la cultura. Esta no es erudición estéril, manipulación de datos muertos, transmisión de valores o repetición de ideas fijas; es, por el contrario, actividad fecunda y viva, revisión y crítica en los dominios de la idea y de la acción. “Es necesario que el pueblo vuelva a crear cultura. Esto es esencial en una idea moderna de democracia. Ahora ni crea ni recibe, y no estaría mal que por lo menos recibiera, pero no es suficiente” (Zuleta, 1988)
Muchos profesores han considerado muy despreocupadamente su propia vocación, y de tenerla habrían renunciado ya al ejercicio de su actividad, la cual resignadamente desempeñan como un simple oficio, un simple trabajo como medio de subsistencia. Profesores y estudiantes andan prisioneros de un modelo educativo que entorpece el pensamiento, que embota los sentidos y atrofia los auténticos instintos creativos del espíritu; son víctimas de una maquinaria vieja y torpe que repite ciegamente la lección. Pero profesores y estudiantes deben entender que no son solo el producto pasivo de una opresiva situación social, sino que pueden ser agentes activos de transformación: “La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación […] olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado” (Marx, 2022).
Hay que educar para la democracia, pues esta no se establece por decreto, se alcanza, se conquista, pero no se tiene, se lucha y se renueva. La democracia encuentra su elemento propio en la opinión, pues la opinión es el fundamento sobre el cual descansa la elección. El pueblo siempre busca el bien, pero no siempre lo consigue, “a menudo se le engaña, y es entonces cuando parece querer el mal” (Rousseau, 2012). Si en la democracia las elecciones se presumen libres, deben ser libres también las opiniones que dan lugar a la elección. Si el pueblo actúa basado en su opinión, importa que ella esté informada sobre aquello que decide. La propuesta de Gustavo Petro de implementar una democracia radical invocando la movilización para promover la participación del pueblo en lo que le compete, demanda la construcción de un nuevo demos que decida por sí mismo las cuestiones que hagan falta. Este tipo de democracia exige movilización organizada, pero también educación y una nueva vía para la formación de la opinión política: “Si confiamos a unos analfabetos (políticos) el poder de decidir sobre cuestiones de las que no saben nada, entonces ¡pobre democracia y pobres de nosotros” (Sartori, 2009). Así pues, todo acto de soberanía por el cual los ciudadanos manifiestan su voluntad en un sentido general presupone una educación política que dé lugar a una opinión popular propia, para lo cual se exige un espacio público y abierto que propicie la participación en un sentido deliberativo. De otro modo, difícilmente la opinión pública podrá ser una opinión del pueblo; por lo general es una opinión difundida a través de él y fabricada por medios tendenciosos para distorsionar la imagen que el pueblo tiene de sí mismo y de las cosas.
Así pues, una verdadera educación cultiva al individuo para la razón y el conocimiento, para el espíritu y la sensibilidad, para la política y la libertad. Ciencia, arte y sociedad son los nobles fines de toda educación: “Usted formó mi corazón para la libertad, para lo grande, para lo hermoso», escribió Simón Bolívar a su preceptor Simón Rodríguez en 1824. La esclavitud, escribe en otra parte, es hija de las tinieblas, y donde todavía hay ignorancia no puede haber en absoluto libertad: “Un pueblo ignorante es instrumento de su propia destrucción; la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la inexperiencia de hombres ajenos a todo conocimiento político, económico o civil” (Bolívar, 1983).
Un renovado sistema educativo debe aportar las armas de la crítica no solo para proponer una nueva comprensión del mundo, sino para pasar de su interpretación a su crítica y transformación, sobre todo en un país como Colombia que reclama y necesita múltiples reformas.
David Rico
Foto tomada de: kienyke.com
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