“No hay bandera lo suficientemente grande como para cubrir la vergüenza de matar gente inocente”. Howard Zinn (1922-2010).
“La verdad la tiene el verdugo”, decía una vieja película cubana, y Salvatore Mancuso es uno de los mayores verdugos de la martirizada población colombiana. Ahora se ha decidido a confesar ante la Jurisdicción Especial de Paz, JEP, su parte de verdad escamoteada a las víctimas. Su aporte ha sido tan eficaz que ha permitido establecer fosas comunes con restos de colombianos desaparecidos en la frontera con Venezuela, así como uno de los grandes hornos crematorios que los paramilitares usaron para carbonizar a sus víctimas.
Calculan los investigadores que unas 500 personas fueron incineradas en esos hornos, en el municipio de Villa del Rosario, Norte de Santander, donde se han “descubierto” uno en Juan Frío, y otro en Juan García. A lo que deben sumarse los tantos asesinados que fueron arrojados en fosas comunes, los tirados a ríos, los disueltos en ácido sulfúrico, o los que echaron como alimento en criaderos de caimanes (como las víctimas de la masacre de Barrancabermeja), o entregados a otras fieras, como leones y tigres, en Antioquia. El repertorio de horror es extenso.
La existencia de esos hornos de impiedad no es una novedad, desde hace treinta años se han denunciado por los habitantes de la región, y revelado por antiguos paramilitares. Esas declaraciones cayeron en terreno estéril, porque lo que se llama justicia en Colombia no ha escuchado a las víctimas, así como el ciudadano ultrajado no ha tenido un ejército que lo proteja, ni policía que lo ampare, por el contrario, la tragedia nacional no es que existan matones, sino que hay unas fuerzas armadas compinchadas con ellos, unos jueces vendidos que deniegan la justicia; unos congresistas de la República que ovacionan a los paramilitares en el Congreso; también una prensa que encubre la verdad, por un puñado de monedas; así como clérigos que bendicen el crimen, que Dios perdona; más una serie de mercaderes y usureros que ha hecho riqueza con el martirio de colombianos inocentes, esos mismos que aplauden a un fiscal que encarna la impunidad.
Los hornos revelan una sistematicidad en la estrategia de terror, tanto por su dimensión, como por toda la institucionalidad que se articula en torno a estas prácticas. Desvelan una política de Estado dirigida a someter a la población de Colombia, no a la constitución y al derecho, sino al capricho y al abuso de unos matones a los que se les entregó poder sobre vida, honra, y bienes de comunidades extensas. Se reclaman señores de la guerra, pero sus métodos son cobardes, siempre sobre seguro y contra personas inermes, recurriendo a prácticas que más allá de lo ilegales profanan la dignidad humana. No sólo la del campesino, del indio, o del negro, a los que tanto desprecian, sino la de los humanos de todo el planeta.
El recurso a la incineración clandestina de cadáveres se había presentado como un capricho más de unos victimarios que llegaban a tocar tambores mientras mataban a los hombres, y violaban a todas las mujeres de un corregimiento, pero las revelaciones que hace Mancuso marcan otro nivel dentro de la degradación del conflicto armado colombiano: Fueron instrucciones de las Fuerzas Armadas de Colombia a los jefes paramilitares para ocultar los efectos de esa política de terror, de detener el conteo de cadáveres, lo cual desbocó el contador de desaparecidos hasta dejar a Augusto Pinochet como un aprendiz de carnicero.
En toda desaparición, más que un asesinato, hay la cobardía del asesino que oculta el cadáver pretendiendo evadir su responsabilidad. La cúpula militar que orientaba el paramilitarismo, según declaraciones de los jefes paramilitares, no dejaba mucho margen de iniciativa a los mercenarios: Taxativamente les indicaba cómo proceder. Llegan a reconocer el desmadre de la orgía de sangre en que han sumergido a Colombia, pero en vez de detener la política criminal deciden esconderla, para lo cual tienen que degradarse más, y profanar en extremo la dignidad humana. Decía Fabián Becerra, padre de Carmen Patricia, una niña que fue desaparecida cuando tenía doce años, “por hermosa”: “Los mataban tres veces: la ejecución, la quemada y la disolución”, porque después de la incineración procedían a disolver los restos calcinados en ácido sulfúrico, o los botaban al río.
Como corresponde a una política de Estado, el aparato de terror tiene muchas cabezas, no sólo la de quien dio la orden, porque hay un aparataje instituido para el exterminio, donde es fundamental que la justicia no opere, y la figura del Fiscal General de la Nación se le entregaba al hampa para que la administre, quedando los ciudadanos inermes ante tamaña criminalidad.
Tras tres décadas de terror sin límites, en el marco de un gobierno alternativo, así como mediante un mecanismo alternativo de justicia, los hornos crematorios del paramilitarismo se vuelven verdad jurídica, y se conocen porque los medios de comunicación corporativos han perdido la hegemonía de la información, así que imágenes y testimonios ruedan por las redes sociales. Tales datos del exterminio no hacen justicia todavía, pero sirven para entender la resistencia que tiene en el país la verdad y los mecanismos de Justicia Transicional.
Los dolientes de las víctimas desaparecidas en los hornos crematorios han erigido esos lugares en sitios de peregrinación, pasan por ellos una y otra vez sin poder desprenderse de su dolor, como interrogando a las piedras por la verdad que se ha pretendido asesinar varias veces. Saben ellos, como sabe el resto del mundo, que esas vidas no volverán, aunque los suyos regresen tantas veces en sueños, y siguen fijados en el cepo de su dolor, sólo la verdad los habrá de liberar, y sólo la justicia les restaurará la paz.
La verdad empieza a emerger, los forenses ya arrancan datos a las piedras, y hay un despertar en las víctimas, cuando antes hacían fila para que las mataran, hoy encaran a los depredadores, como en Tierralta, Córdoba, donde instan a los militares a que cumplan con el deber de proteger la población, y no se dejan intimidar. Los verdugos que han aportado verdad también han ganado, no sólo en términos jurídicos, sino ante todo por recuperar su dignidad. Pero la justicia sigue rehén de una política de terror que no se supera aún, y que requiere que la humanidad en su conjunto, por medio de mecanismos multilaterales, reconozca que se han cometido crímenes de lesa humanidad, e intervenga para que restaure la justicia en esta tierra ensangrentada.
José Darío Castrillón Orozco
Foto tomada de: France 24
Blanca Echeverri says
El máximo horror, la disolución en toda la dimensión de lo real, ni un solo resto orgánico que permita el acto simbólico de una despedida de auel cuerpo que un día fue. La perversidad en su máxima y refinada expresión. Este es un delito sin nombre.