Trump altera la ecuación de derechos y obligaciones que define un Estado constitucional
Una vez concluidas las transiciones, en los noventa comenzó a debatirse el problema de la declinación democrática. Ya entonces los expertos tomaron nota de la regularidad de los procesos electorales en las nuevas democracias, muchos de ellos acompañados por serios déficits en las áreas de derechos ciudadanos y separación de poderes. Es decir, eran democracias de baja calidad.
El razonamiento fue que en países escasos en tradiciones constitucionales el principio de pesos y contrapesos es frágil por definición. De ahí que el Ejecutivo tienda a concentrar poder y abusar de su autoridad, ignorando a las otras ramas del Estado. Con el poder delegado en el Ejecutivo la democracia se torna iliberal, lúcido término acuñado por Fareed Zakaria. Era un debate firmemente anclado en las nuevas democracias de América Latina, la Europa post-comunista y África.
En 2005 publiqué con Ariel Armony un artículo sobre el tema en el Journal of Democracy. Con el título de “Babel in Democratization Studies”, argumentamos allí que la línea que separa a las democracias viejas de las nuevas—las primeras el territorio de la virtud democrática y las segundas el lugar de sus vicios—debía ser menos tajante. Ello en razón de los vastos espacios de iliberalismo que también existen en el mundo de las democracias consolidadas. La calidad democrática había que investigarla, en lugar de inferirla por su edad.
Dicho artículo puso el foco empírico en Estados Unidos, identificando falencias históricas en la esfera de derechos. Ilustramos el punto en base a las nueve décadas de la segregación, desde 1877 hasta 1964, la pérdida de derechos políticos de por vida para ex-convictos en varios estados del sur, y el gerrymandering, o sea, la reconfiguración de los distritos, entre otros. Este último tomado también como epítome de la disfuncionalidad del sistema electoral en su conjunto.
Aquello fue en tiempos de George W. Bush, para muchos un capítulo central en la historia de la “presidencia imperial”, esa institución siempre propensa a rebasar sus límites constitucionales según había postulado el historiador Arthur Schlesinger Jr. Con Bush fue la época de dos guerras simultáneas, Afganistán e Irak, ambas decididas por medio de una amplia delegación del Congreso, la autoridad constitucional de última instancia en dicha materia.
Nadie habría pronosticado que aquellos ejemplos de iliberalismo, combinados con una fuerte concentración de poder en el Ejecutivo, se verían casi insignificantes hoy frente a esta presidencia de tan solo dos semanas. Tampoco imaginamos que aquel artículo de 2005 sería relevante en 2017, pero el mismo Zakaria publicó en diciembre en el Washington Post “American democracy has become iliberal”. Y ello previo a la avalancha de decretos ejecutivos que persiguen reorganizar la relación Estado-sociedad tanto como el comercio, la inmigración y las alianzas internacionales.
Está en juego la propia ecuación de derechos y obligaciones que define un Estado constitucional, el cual además es una federación. Como en la batalla de tweets entre Trump y el vicegobernador Newsom a raíz de las protestas en Berkeley y la amenaza del presidente de desfinanciar a la Universidad de California.
No son solo Australia, China, Irán y México. Washington también desafía al estado más poderoso de la unión, la quinta economía del mundo, del mismo modo que ataca incesantemente a los medios y los periodistas. Según su superministro sin cartera Stephen Bannon, “el partido de oposición que debería cerrar la boca”, una verdadera definición de régimen político si es que no puede haber democracia sin prensa crítica.
Trump justifica todas estas anomalías institucionales con la idéntica escenografía de la campaña, e invocando un mandato electoral y una mayoría que en realidad no ha obtenido. Daría igual tenerla o no para el pensamiento constitucional americano. James Madison escribía casi con angustia acerca de cómo prevenir la tiranía de la mayoría. Le causaría sorpresa alguien que pretende ejercerla sin siquiera contar con ella. En su tradición, la constitución existe para proteger a las minorías del poder del Estado en manos de una facción mayoritaria.
En definitiva, la discusión tal vez deba regresar a la noción de “democracia iliberal”, es decir, a su dimensión intrínsecamente oximorónica. Porque, puesto de otro modo, ¿cuánto liberalismo puede tolerar la democracia y seguir siendo democracia?
Trump tal vez esté respondiendo a la pregunta que Zakaria ni siquiera formuló. Es que, al final del camino, la democracia iliberal bien puede convertirse en un autoritarismo por consenso. Y eso ni siquiera necesita ser la tiranía de la mayoría.
Héctor E. Schamis
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