Esta vorágine que ha envuelto a nuestra civilización lo que desnuda es la profunda crisis de memoria que sufre nuestra generación[1]: esa abismal desconexión que tenemos con el pasado y con las herramientas socio-culturales que construyeron nuestros ancestros, durante miles de años, para afrontar como comunidad las pandemias; ese alzhéimer social causado paradójicamente por un exceso de información (la mayor parte inútil) y la inmediatez de la misma, que nos ha desconectado, entre otros asuntos vitales, del tiempo para la memoria y de la memoria misma frente a los virus y las pandemias.
Esta amnesia mortal frente a nuestra estrecha relación, como especie humana, con los virus; esta necia inadvertencia de nuestras pasadas tragedias; esta indiferencia ante las víctimas de otras pestes y pandemias; este descuido frente a lo que construimos y aprendimos en el pasado para sobrevivir; pero sobre todo, este desprecio por lo que deberíamos saber hoy, para prevenir lo que trágica y necesariamente va pasar mañana, de no corregir el rumbo, nos enfrenta como nunca a un peligroso riesgo de extinción como civilización y como especie humana, riesgo del cual este coronavirus, es tan solo una pequeña señal de advertencia.
La memoria, aquello que estamos perdiendo aceleradamente en medio de la honda banalidad del big data y la turbulenta inmediatez de la información digital, es la forma como los seres humanos encontramos en el ayer esas vivencias trascendentales, significativas, para traerlas al presente y construir con ellas un sentido vital (político e histórico) con el cual proyectar un proyecto de futuro compartido. La memoria humana, por esto, necesariamente indaga en el pasado para resolver los problemas y las crisis del presente y, lo más importante, prevenir tragedias en los tiempos por venir.
En este sentido, José Saramago, lúcidamente nos advertía: “Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizás no merezcamos existir”[2]. Sentenciando que lo que somos, de lo que estamos hechos, es de memoria. Memoria que nos han legado nuestros antepasados, muchas veces con sangre, memoria de nuestros muertos; memoria de los acontecimientos que definieron en el pasado, nuestro futuro; memoria que tenemos la obligación de no olvidar y de reivindicar, so pena de que nuestra existencia pierda todo sentido y se hunda en la banalidad de lo inmediato; memoria que define las experiencias sobre las cuales se levantan las sociedades libres o esclavas, justas o injustas; memoria que hace la diferencia entre la vida o la muerte; memoria que define nuestra responsabilidad frente a la existencia.
Falta de memoria y de indiferencia ante la misma, que se evidenciada en que la inmensa mayoría de la población cree que esto es un problema nuevo, que jamás nos había ocurrido algo así. Y en la ausencia de memoria vital y en el exceso de información insustancial, surge el desconocimiento de nosotros mismos, y su lugar es ocupado por la simple majadería, de la cual se desprenden los discursos y teorías conspirativas, que imaginan sociedades secretas que dominan y manipulan al mundo; que timan a los incautos con sermones apocalípticos para venderles a buen precio la salvación a la condena; que promulgan la negación absurda de la pandemia, que trágicamente se volvió una política de Estado en boca de muchos líderes mundiales; y que enfocan la atención de millones, con disparatados refritos extraterrestres, llenos de patógenos llegados en objetos voladores alienígenas, meteoritos fantásticos e intrigas reptilianas.
Pero de la falta de memoria, de forma inocente también resultan sentimientos y reflexiones ingenuas, esperanzas sin sentido de quienes auguran que, gracias al COVID 19, se va a llevar, por sí solo, un cambio planetario, una metamorfosis iluminada del sistema político, económico y social mundial; una mutación del sistema capitalista hacia formas más solidarias entre los seres humanos y un inusitado respeto hacia la naturaleza.
Visiones tan románticas, como irreales, que imaginan este tránsito de la humanidad como un confinamiento crisálido, donde entramos como burdos gusanos, nos reinventamos y salimos volando como radiantes mariposas; cuando lo que muestra la historia del hombre y denuncia la memoria de los pueblos, es que siempre que hemos asistido a tragedias de gran magnitud, como las pestes y las pandemias, sale de los seres humanos lo peor, los sentimientos más bajos, la depravación y la bajeza; lo cual solo puede ser contrarrestado por una lucha consciente y dialéctica, donde aflore también una ética frente a la vida, inspirada por la valentía, el altruismo y la solidaridad; ya que será, en medio de este combate ético, que definiremos en el presente, pero con las herramientas y advertencias del pasado, las sociedades y el mundo que construiremos para el futuro.
Communis e inmunis
Recordemos que los virus no son seres vivos, son moléculas de información (genética) recubiertas de proteínas, por tanto, lo que hace vulnerables a nuestros organismos ante ellos, es la falta de datos precisos en nuestro sistema de defensa, una ausencia de memoria para poder reaccionar ante estos patógenos. Por esto, es que los seres humanos que sobreviven, lo logran porque las células de su sistema de defensa aprenden del virus mismo, transmiten ese conocimiento y se protegen eficazmente, esto es: crean una comunidad de defensa celular y, por esta vía, adquieren inmunidad, gracias a la memoria. Literalmente, lo que nos enferma es la falta de memoria celular en nuestro sistema inmunológico sobre algunos patógenos, esto es lo que nos dejó inermes ante este nuevo coronavirus, para el cual nuestras células de defensa no tienen recuerdos que oponer.
De la misma forma la humanidad, y su sistema de defensa socio-cultural, aprendió en diferentes épocas a enfrentar y a relacionarse con los virus y bacterias, transmitiendo ese conocimiento a las siguientes generaciones y sobreviviendo eficazmente a lo largo de la historia, aún sin saber que estos micro organismos existían. Extraordinariamente, supimos qué hacer desde la antigüedad frente a las pestes y no sucumbimos como especie ante estas, porque las observamos, las comprendimos y transferimos de generación en generación los conocimientos esenciales, sanitarios y comunitarios, para sobrevivir a ellas y con ellas. Y, además, porque supimos adaptarnos y emprender los cambios culturales, sociales, políticos y económicos que cada momento pandémico exigió, con aciertos y desaciertos, en un proceso donde siempre ha aflorado lo mejor, a pesar de lo peor de nosotros mismos.
Nuestros antepasados, incluso los que en cientos de miles de años nos anteceden, aún sin comprender que los organismos patógenos existían, y sin siquiera sospechar su ínfimo tamaño, fueron construyendo y transmitiendo comportamientos grupales, mitos, ritos y leyendas, costumbres sociales para defendernos de ellos. Milenarias ceremonias de limpieza destinadas a proteger el cuerpo de males que no podíamos ver, ni podemos observar hoy a simple vista; prácticas que están presentes en la memoria de todas las culturas del mundo, y que tienen al agua como un medio y símbolo de purificación, agua elevada a la categoría de bendita, de líquido sagrado que ha bendecido por igual a la gente, los animales y las cosechas, para librarlas así de las plagas y las epidemias.
Desde culturas tan disímiles y distantes como la conformada alrededor del río Ganges (el más sagrado del mundo, pero trágicamente también el más contaminado), que fluye, como un sórdido veneno, por la India y Bangladés, y que encarna para el hinduismo a la diosa Ganga, deidad de la purificación; hasta la cosmovisión de la comunidad indígena Misak o Guambiana, en el departamento del Cauca, Colombia, pueblo milenario cuyos miembros se consideran hijos del agua, gobernados por Pishimisak, dueño del fluido de las lagunas y ríos que van al mar, y quien dispone la limpieza del territorio y del cuerpo, encontramos toda una serie de manifestaciones ancestrales que ordenan la purga o purificación de las manos, de las personas, de los cultivos, de las casas, teniendo como centro de dicha ceremonia al agua, que es la vida misma, y cuyo antagonista es el mal, encarnado en las enfermedades y maldiciones que llevan a la muerte.
Agua de la que trágicamente nos desconectamos espiritualmente, y que en todas partes del mundo hemos envenenado con la minería y desperdicios tóxicos; contaminado con nuestra basura y nuestros excrementos; líquido divino al que le hemos destruido su templo, su entorno vital con la tala criminal de bosques y selvas, y el abuso indiscriminado de la ganadería extensiva; zumo sacro de la tierra al que hemos aprisionado, encerrándolo en represas e interrumpiendo su ciclo natural; fluido sagrado al que hemos profanado desterrándolo de los ríos, para embutirlo en tarros de plástico y venderlo sacrílegamente, sin medir las consecuencias de lo que significa atentar contra la vida misma.
En la presencia invisible de virus y bacterias, se encuentran muchas de las razones que explican en parte el por qué, desde el inicio de la civilización humana cocinamos los alimentos, que constituye el paso de muchas comunidades primitivas de la naturaleza a la cultura, y que hicieron del fuego otro elemento con el poder de purificar la existencia. Fue la convivencia con nuestros microscópicos acompañantes lo que nos llevó más tarde, por la vía del ritual, a lavarnos las manos; a respetar y huir de ciertos animales extraños, por inofensivos que parecieran; a admirar, adorar y temer a la naturaleza. Aprendimos al intuir la presencia de los virus, a evitarlos, a prevenir su contagio y a curar y aislar a los enfermos y, desde las primeras hordas humanas quedó claro que, una criatura tan débil físicamente como el hombre, necesariamente para sobrevivir debía actuar en colectivo, nos debíamos cuidar unos a otros, porque lo que afectaba a uno, afectaría necesariamente al grupo, y con ese sentido de trascendencia que tenemos los humanos, construimos también los relatos vitales, los mitos y leyendas para que, en el futuro, las próximas generaciones siempre fueran conscientes de qué hacer frente al peligro invisible.
Formamos, en medio de la supervivencia, las comunidades humanas; comunidades que, a su vez, nos brindaron protección, inmunidad social frente al peligro; lo cual no deja de ser paradójico, ya que comunidad viene del latín communis, aquello que nos afecta a todos, que es común a todos; y el antónimo de communis, su contrario es inmmunis: inmunidad, aquello que no nos afecta. Sin comunidad sucumbimos a las contingencias, a las amenazas que nos acechan, incluidos los virus patógenos causantes de pandemias, palabra esta que también tiene su origen en lo que nos incumbe a todos, ya que pandemia, para los griegos, era sinónimo de lo público, lo que interesa a toda la gente (pan: todo, demos: pueblo). La paradójica historia humana nos deja de esta forma una espléndida lección: que solo actuando como comunis seremos inmunis ante la pandemia.
Los nuevos bárbaros: la sociedad de la información y el conocimiento
Hoy sabemos más de los virus que nunca en nuestra historia, al punto que la virología se ha convertido en otra parcela especializada del conocimiento académico y científico, con sus respectivas especializaciones, maestrías y doctorados en el campo de la virología molecular, la biomédica y la ciencia armamentista. La ciencia cuenta en la actualidad con sofisticados microscopios, laboratorios genéticos, que estudian y manipulan en potentes ordenadores a los virus y que descifran sus más íntimas esencias moleculares, al punto que, por desquiciado que se vea el señalamiento que apunta a que el SARVS-COV2 fue creado por manipulación genética en un laboratorio, esto hoy, es científicamente una posibilidad real que, aunque poco probable, si es muestra de cómo la ciencia puede llegar a deformarse.
El conocimiento humano, potenciado por las nuevas tecnologías, parece hoy ilimitado, infinito, onmipresente. Pero todo ese saber del hombre, toda esa vasta inteligencia acumulada ha entrado en una profunda crisis, un trauma derivado de la forma equívoca en que contemporáneamente hemos gestionado nuestro aprendizaje individual y social, consciente e inconsciente.
Por un lado contamos con una masa infinita, pero amorfa, de información constante, que se multiplica y actualiza en las redes virtuales, segundo a segundo; y por otra, nos encontramos ante un fordismo científico y un autismo intelectual de crecientes proporciones, procesos a través de los cuales hemos desprovisto de significado al conocimiento, que flota como una gota de aceite en un océano de información inagotable. Millones de millones de datos que se reproducen a sí mismos, a cada instante y sin control, en un vasto conocimiento cada vez más especializado, dentro de lo especializado; conocimiento que no se habla consigo mismo y menos con la sociedad, en medio de una gran cantidad de información compartimentada e ilimitada, como nunca antes en nuestra historia. Por eso ahora sabemos todo de todo, pero no sabemos nada de nada.
La educación, en su conjunto, está en crisis; pero dentro de este trance de la civilización, la formación universitaria se está desvaneciendo mientras asiste a la traición de su propia causa. Los estudiantes ya no se educan en la universalidad del conocimiento, que es el significado último de la universidad, sino que ahora invierten en un producto educativo, en una mercancía de formación que les garantice el enganche en aquel engranaje mecánico que exige la particularidad del saber, la especialización de un conocimiento cada vez más microscópico, que prohíbe mirar al conjunto, y que es guiado y motivado por el ánimo de lucro y no por el conocimiento en sí mismo, que dejó de ser un fin, para convertirse en un medio para ganar dinero.
La medicina, por ejemplo, hoy tienen infinidad de información especializada, de datos sobre enfermedades específicas, pero se muestra incapaz de diagnosticar en conjunto; doctores versados en diferentes partes del cuerpo: especialistas en manos, pies, rodillas, caderas, pero que olvidaron el cuerpo del asunto: como tratar al ser humano. Algunos, expertos en las consecuencias de los patógenos, pero que poco o nada saben sobre los microorganismos que las causan; ni sobre los procesos de interacción biológica, o sobre los hábitats y ecosistemas originarios de los huéspedes que cultivan los reservorios virales o bacteriales; ni sobre la geografía que hace que una enfermedad se desarrolle o no en determinados territorios. Profesionales especializados que menosprecian los estudios culturales y antropológicos que determinan las causas, desarrollos y consecuencias de las enfermedades en las sociedades humanas; que ignoran las reflexiones básicas de lo que implica, en un mundo globalizado, convivir con todos los virus del planeta; que aborrecen la historia de los patógenos, que desprecian la memoria milenaria de respuesta social frente a las pestes, epidemias y pandemias, y que se mofan desconsideradamente de toda la valiosa tradición de conocimiento que tiene tanto la filosofía, la teología y la mitología.
Ya lo había advertido José Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas[3](1930), cuando acuñó con nigromante inspiración el calificativo de “hombre-masa”, que era para el filósofo español aquel especialista bárbaro, aquel sabio postizo que de dominar tanto una sola materia, la materia lo termina dominando a él. Aquel experto que sabe tanto de algo, que ignora despectivamente todo lo demás, y que en sus momentos de ocio se refugia en el espectáculo banal de los medios de comunicación masiva, o actualmente en las redes virtuales del chismorreo y la diversión banal, que son la claudicación del proyecto cultural que avizoró alguna vez la ilustración del ser.
El prestigio ya no es medido en sabiduría, sino en la cultura del business, donde no se vale por lo que se es, sino por lo que se aparenta ser, y se puede comprar con el dinero. Hoy la actual sociedad de consumo premia la estupidez en todo: en la música, en la literatura, en el cine y, trágicamente, en la política, vital actividad que pasó de ser una vocación pública, mediada por la virtud necesaria para dirigir, para liderar a una sociedad, a un espectáculo superficial más. Política donde triunfa la estupidez sutilmente maquillada por el marketing electoral, y que es la causa de tragedias de enormes proporciones, como las que viven hoy, en medio de la pandemia del COVID-19, sociedades como la norteamericana de Donald Trump, la brasilera de Jair Bolsonaro o la mexicana de López Obrador.
Decadencia democrática que rompe a la sociedad en pedazos, en medio de las bufonadas diarias de sus burdos mandatarios, mientras se enlutan miles de familias que no tienen ni como enterrar a sus muertos, como consecuencia directa de la increíble incapacidad e incompetencia de sus gobernantes, pero que los medios de comunicación, poco reflexivos, atribuyen a algo imprevisible, nunca antes visto en la historia de la humanidad: un virus.
Precisamente ahora que nos ufanamos de ser la era de la información, la sociedad del conocimiento, es cuando menos datos fiables y menos aprendizaje acumulado a la mano tenemos, para cumplir nuestra tarea básica como especie humana: sobrevivir como comunidad. Ahora que tenemos acceso a la mayor fuente de información que jamás imaginó el hombre: la internet, a la cual vivimos conectados las 24 horas del día, es cuando más desconectados estamos del mundo en que vivimos, ya que nos enchufamos a la realidad virtual, llena de fake news, pornografía y banalidades, pero nos desconectamos de la realidad social y natural, la única existencia verdadera que tenemos y, sin la cual, estamos condenados a morir, a desaparecer como sociedad y como especie humana. Sin darnos cuenta estamos destruyendo, en dos décadas de absurda inmediatez, lo construido con paciencia ancestral en cientos de miles de años como comunidad humana.
Hoy tenemos toda la información del universo, pero no comprendemos los elementos mínimos para movernos, para sobrevivir en nuestra propia casa, y ni siquiera sabemos quién es nuestro vecino, o con quiénes compartimos un edificio, o habitamos en el barrio, y mucho menos conocemos nuestra propia ciudad. Poseemos la capacidad de almacenar millones de millones de datos, toda una vasta información de la historia escrita y audiovisual de la humanidad en una poderosa USB, pero no sabemos qué hacer ni con un par de renglones de todo ese conocimiento; somos la sociedad de la información y el conocimiento, pero al final no somos nada; porque solo son datos, datos sin el vínculo esencial que nos hace seres humanos: la memoria y la responsabilidad social frente a esa memoria.
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[1] Una generación no tiene un tiempo estrictamente determinado, por lo general, el término se refiere a un período entre 40 a 70 años, donde se dan ciertas características y circunstancias en las sociedades, que son compartidas por las personas que nacen en ese período de tiempo.
[2] SARAMAGO, José. “Cuadernos de Lanzarote I”, Ediciones Alfaguara, 1997.
[3] ORTEGA Y GASSET, José. “La Rebelión de las masas”. Ediciones Orbis, 1983.
Gabriel Bustamante Peña
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