No hay que esperar que la moralidad sea la causa
de una buena constitución del Estado,
sino que hay que esperar, por el contrario,
que de una buena constitución se derive
la formación moral de un pueblo.
Kant (La paz perpetua)
En los últimos días, Iván Cepeda, precandidato presidencial del Pacto Histórico, ha insistido en la necesidad de una “revolución ética” en Colombia. Ha afirmado que, frente a la degradación moral causada por décadas de violencia, racismo, patriarcado y desprecio por los pobres, el país requiere transformar de raíz su conciencia individual y colectiva para inaugurar una nueva cultura política y social, sensible a la vida y a la dignidad.
No puedo dejar de advertir que este discurso, pese a su nobleza, encierra una trampa recurrente en la historia de la política: creer que la ética antecede y funda la vida pública. Cepeda supone que el cambio político se produce a partir de una mutación moral de la conciencia, como si la política fuera una derivación de la bondad privada y no, por el contrario, la condición de posibilidad de la moralidad misma. Esta inversión idealista nos remite al moralismo impotente que ha condenado a la izquierda tantas veces a sustituir la lucha por el poder por un sermón azucarado.
Lo he sostenido en columnas anteriores: la moralidad se asienta sobre la inmoralidad. Leo Strauss lo dijo con crudeza: la vida privada, con su ética de costumbres y valores, solo existe porque un poder público la garantiza. Incluso la Iglesia cristiana, para erigir su tabla de valores, debió desplegarse como fuerza política, destructora e inmoral, antes de predicar su moral de salvación. No hay moral sin poder, y no hay “conciencia pura” sin un Estado que la respalde. Pretender que una moral transformadora puede surgir antes que una transformación institucional y política es caer en un espejismo.
Cepeda pone en el origen de la transformación a la conciencia moral, sin comprender que la conciencia ética no antecede al cambio político: le sigue. Es decir, no es la ética la que revoluciona la política, sino la política la que crea un marco para la moralidad. Kant lo entendió bien: incluso un pueblo de demonios podría organizarse en un Estado justo, siempre que sus instituciones fueran sólidas. La moralidad es producto de una arquitectura política; no al revés. Un cambio ético-cultural que no pase por la recomposición de la fuerza estatal y de la organización social del poder se disuelve en retórica. Las conciencias se moldean desde la estructura material de la sociedad, desde las condiciones objetivas de producción y desde la autoridad pública que garantiza orden, justicia e igualdad.
Iván Cepeda, al invocar la “revolución ética”, corre el riesgo de desplazar la tarea central del progresismo: disputar el poder político, reorganizar el Estado y quebrar el régimen de corrupción. Si el enemigo es un orden social cimentado en la violencia mafiosa, la acumulación de despojo y el dominio de una oligarquía voraz, no basta con proponer sensibilidad moral. Se requiere voluntad de poder, virtù política en el sentido maquiaveliano: capacidad de destruir lo viejo para fundar lo nuevo. La ética vendrá después, como fruto de esa victoria política, no como su punto de partida.
Colombia no se degrada solo por una falla moral de los individuos. Se degrada porque existe un régimen de poder que hace de la corrupción una forma de gobierno, que profundiza la desigualdad y que consagra la violencia como método de dominación. La izquierda no puede permitirse perderse en la ilusión moralizante. Gobernar no es predicar: es decidir. No es elevar la sensibilidad, sino fundar un orden legal y crear la fuerza que la respalde. Quien crea que la ética será el motor del cambio, olvida que la historia enseña lo contrario: toda moralidad duradera se levanta sobre un acto de poder capaz de inaugurar un nuevo orden.
Por eso, más que una “revolución ética”, lo que Colombia necesita es una revolución política que reorganice el Estado, fracture los poderes mafiosos y libere la potencia constituyente del pueblo. Solo entonces será posible hablar de una ética renovada, no como causa, sino como consecuencia de haber fundado un país distinto. Guardémonos de los planteamientos que se acercan más a un discurso moralizador que arriesga quedarse en el plano de la exhortación sin tocar el núcleo del poder y de la institucionalidad.
Iván Cepeda, al asentar en la conciencia moral individual la raíz de la transformación política, desconoce la naturaleza y lógica interna del poder. La política, como enseñaba Maquiavelo, exige virtù, prudencia, fuerza y voluntad, y no puede conducirse por los imperativos que dicta la pureza de una conciencia moral particular. La moralidad pública no surge de la intimidad ética de un “alma bella”, sino de condiciones que solo la política —incluso en su despliegue inmoral— es capaz de producir. Toda moralidad descansa en una inmoralidad originaria que la funda. Así pues, la moral no antecede a la política, sino que es su producto.
Cuando los principios de moralidad particulares se anteponen como escrúpulos privados al deber público de gobernar se termina por debilitar la cohesión indispensable del poder político y su efectividad. La virtud republicana no consiste en la bondad de un sujeto individual, sino en los hábitos colectivos orientados a la realización del bien común. Cepeda, con su idea de una “revolución ética”, corre el riesgo de llevar a la izquierda hacia el moralismo conservador, ese que cree que “enseñar valores” basta para regenerar la sociedad, al tiempo que se oculta la corrupción estructural de las instituciones. Un moralismo así es inocuo, pero tiene una carga distractora que pierde de vista lo esencial: confunde la exhortación con la transformación política real.
Es común que ante situaciones de injusticia e inmoralidad reaccionemos con rabia para censurar y condenar lo que nuestra sensibilidad, basada en ciertos principios de justicia y moral, no puede tolerar o dejar pasar inadvertido. Žižek lo llama “la rabia moralista”, y a ella se refiere en su libro El coraje de la desesperanza:
¿Horrible, cómo es posible tanta codicia y deshonestidad en la gente? ¿Dónde están los valores básicos de nuestra sociedad? Lo que deberíamos hacer es cambiar de tema de inmediato y pasar de la moralidad a nuestro sistema económico: los políticos, los banqueros y los directivos son siempre codiciosos, por lo tanto, ¿qué hay en nuestro sistema económico y legal que les permite hacer realidad su codicia de manera tan espectacular? (2018, p. 41).
La tarea central no es, pues, predicar la necesidad de un orden moral, sino construir un orden político y económico que haga posible la virtud cívica. La izquierda no puede entregarse al idealismo moral sin antes consolidar las condiciones políticas y materiales que permitan que esa ética florezca. Quien no soporte la tensión entre moral privada y acción política puede refugiarse en su vida íntima, pero no puede gobernar. El verdadero desafío republicano consiste en edificar instituciones fuertes que, aunque nacidas en medio de la contradicción y la inmoralidad originaria, creen las condiciones materiales para que surja la virtud política.
Cuatro pensadores sirven de apoyo filosófico para sustentar estas ideas:
- Leo Strauss: la moralidad depende de una inmoralidad fundante.
- Maquiavelo: la virtù política está por encima de la moral privada.
- Kant: un buen orden estatal antecede a la moralidad individual.
- Marx: la moral es producto de las condiciones materiales; solo la transformación política y económica puede fundar una nueva ética social.
Si, como escribe Cepeda, “Colombia requiere con urgencia una revolución ética” debido a una profunda degradación moral causada por décadas de violencia”, ¿no es equivocado acaso proponer una solución que trate de resolver el efecto sin tocar la causa? ¿Una revolución ética puede superar la degradación moral cuando esta es el efecto de años de violencia? ¿No es al revés: que lo que debe superarse es la violencia que a fin de cuentas actúa como causa de la degradación moral?
Iván Cepeda se reconoce como comunista. Y todo marxista (si lo es) debe saber que solo la transformación política y económica de la sociedad puede dar origen a nuevas formas de moralidad.
David Rico Palacio
Foto tomada de: Qué Pasa
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