El horizonte de la pobreza y la desigualdad
Un reciente informe de la CEPAL, la Comisión Económica para la América Latina y el Caribe, que registra los índices de pobreza de América Latina, en el año 2017, indica que Colombia mejoró en pobreza, y pobreza extrema. Los indicadores están en 29,8 por ciento, y 10,9 por ciento, respectivamente. Sin que, por supuesto, esté claro, qué viene pasando a partir del 2018 en adelante, cuando se producen los resultados políticos que luego comentamos.
Dicho reporte, por lo pronto, va en beneficio de lo alcanzado por el gobierno saliente de Juan Manuel Santos, y, al contrario, expresa un relativo contraste con el general balance negativo que le endilgan sus sucesores, Iván Duque, la joven ficha política del beligerante senador Álvaro Uribe Vélez, quien se pavonea como líder indiscutido del partido de la guerra en Colombia.
Este “binomio de oro” es parte notable del ascendente coro reaccionario que trina con denuedo en la subregión Andino amazónica, que quiere extender a toda costa la guerra contra la “dictadura” que gobierna a Venezuela, santuario de la guerrilla de las Farc, y, en particular, del Eln que sacudió con un bestial bombazo a la segunda parte de la publicitada “seguridad democrática”, que en la primera no consiguió someter con su cruzada armada a la insurgencia subalterna de las Farc-Ep, después de la frustrada negociación de la paz en el Caguán.
Colombia, volviendo a la materia económica, hasta el año 2017, según esta contabilidad internacional, experimentó una redistribución del ingreso nacional con relativa mejoría. Sin embargo, según la misma fuente, el país continúa con la tercera más alta tasa de pobreza del continente; pero, en todo caso, fue con El Salvador y Paraguay, las únicas naciones que “disminuyeron los niveles de desigualdad del ingreso”, así como la pobreza extrema, que en América Latina abarca a 63 millones, y a 182 millones de pobres en el año 2018.
De otra parte, el gobierno posesionado en agosto de 2018, y su ministra de trabajo, Alicia Arango, en la dirección contraria, ya descartaron la reforma pensional, que se reclamaba impactaría de modo positivo en las condiciones de equidad para beneficio de los más pobres, ampliando su estrecha cobertura, con una efectiva redistribución que aparece como plagada de incertidumbre financiera.
Sin embargo, echando un vistazo al presupuesto, Colombia gastará en 2019 la bicoca de $ 57,2 billones para beneficiar apenas a 2.216.667 pensionados. Dicha significativa suma es cubierta en la menor parte con los aportes de Colpensiones, $ 17,8 billones, mientras que la gran diferencia tiene que ser enjugada por vía del presupuesto nacional. Todo lo cual se traduce, según estudios de Anif, en un pasivo pensional que asciende a 114 puntos del PIB.
Esta exposición de la sustancia fáctica de las relaciones sociales objetivas, observables de la formación social colombiana actual, basada en lo indagado por Cepal para 2017, indicaba que la pobreza disminuyó en 3 puntos, y que disminuyó la desigualdad medida por el índice de Gini, de 0,57 a 0,51.
Pero, lo citado no por menos contrasta con las rampantes realidades de la impunidad/corrupción con que la opinión cada vez más censura y señala al país político responsable de la dilapidación, el robo y hurto continuado de la riqueza social, a expensas del país nacional.
Una vuelta intempestiva al futuro subalterno, 1948-2018.
“La ciudadanía se movilizó sola, sin plata, sin clientelismo, sin partidos, sin apoyo institucional.” Senadora Claudia López, promotora de la consulta anticorrupción.
La clasificación anterior nos pone en el escenario de una notable novedad política, que quiero destacar para Colombia: la irrupción de una multitud ciudadana, que se expresa en la defensa de la causa de la paz subalterna, y a través de los frentes de la representación política en el periodo 2016-2018.
El presente es un movimiento orgánico, de corte estructural, conforme a las caracterizaciones hechas por Antonio Gramsci, en sus notas, en apariencia dispersas, consignadas en los Cuadernos de la Cárcel, 1929-1935. Es un movimiento que se ha venido conformando, y transformando a partir de los años 40, y que fuera aprehendido mediante una distribución binaria que hizo célebre la cruzada social gaitanista, esta praxis reformista desplegada con inusitado vigor en las postrimerías de la primera mitad del siglo XX.
Este movimiento de revolución democrática interrumpida, que impulsa contra viento y marea una demanda reformista ha vuelto a ganar momento, sobre todo, en la coyuntura 2016-2018. Hasta obtener expresión electoral en dos alas políticas de un bloque político de frágil, porosa constitución todavía.
Una es la que reconoce el liderazgo de Gustavo Petro, de corte progresista, y la otra es la que se parapeta, con indecisión recurrente en el centro, que le dio forma a la Coalición Colombia; y apoyó casi hasta el suicidio político, las aspiraciones del profesor Sergio Fajardo, quien acarició la idea de ganar la elección enfrentado a la fórmula reaccionaria de Iván Duque, quien coaligado con la derecha de Germán Vargas Lleras, después de la ejemplar derrota de la primera vuelta presidencial, resultó ganancioso sumando 10.373.080 votos para la segunda vuelta enfrentando al “bautizado” candidato de la extrema izquierda, por el hirsuto macartismo de Vargas Lleras.
En la historia política y social, durante la coyuntura estratégica de 1945-1948, la sociedad colombiana experimentó una quiebra, con visos catastróficos, del orden autoritario, moldeado y heredado de los privilegios coloniales y la constitución de 1886. Aquella anunciada crisis de representación, después de corrido un siglo, 1850-1854, afectó de modo más severo al liberalismo que prometió reformas a la estructura de la propiedad rural, cuya tenencia y apropiación de modo “natural” democratizó parcialmente la extensión del cultivo del café en las laderas conquistadas por la colonización antioqueña.
Esta reforma económica democratizadora que reclamaba la desintegración del latifundio, para darle paso a la fuerza transformadora del campesinado pobre, parceleros, tenedores, acasillados y peonada distribuidos en los departamentos andinos descubría en la lucha directa de manera acelerada desde la década que inaugura la “revolución en marcha” hasta los años 1945-1948, en tiempo de elecciones presidenciales y para congreso de la república, las reales contradicciones subyacentes al capitalismo periférico.
Pero, el bloque oligárquico bipartidista no quería, que las masas populares bajo la tentación de los nuevos liderazgos, forjados en la vida civil dieran el viraje reformista, democratizador después de múltiples guerras internas, libradas sin ton ni son, como las inmortalizó Gabo en Cien años de soledad; a expensas y con el concurso de los muchos, alinderados bajo las banderas bipartidistas de draconianos y gólgotas, radicales y nacionales.
Tal y como ocurrió en la mayor parte del continente americano, para darle paso luego a la existencia del populismo y al Estado de compromiso teorizado por el sociólogo Francisco Weffort, con el reconocimiento de los grupos sociales subalterrnos que animaban el mundo del trabajo y las primeras elecciones libres y con visos de universalidad en Argentina, Chile, Brasil, México, entre otros.
Esta resistencia reaccionaria a la reforma económica y social del medio siglo XX, produjo una crisis orgánica, propia de aquel capitalismo dependiente, que ya había sido tocado por el halo democratizador de miles de colonos que sembraron café, a su cuenta y riesgo en las vertientes andinas, desprendidos de las explotaciones mineras donde sobrevivían probando suerte escarbando montañas, cirniendo las arenas aluvionales de los ríos que las recorrían.
Tal crisis orgánica fundamental produjo la primera separación traumática, con visos de revolución popular de la incipiente comunidad política. Así, el asesinato de Gaitán, separó brutalmente a los gobernados de los gobernantes, dándole seguida expresión manifiesta a una crisis de hegemonía, que Gramsci llamara también “crisis de autoridad”.
Es decir, el país nacional experimentó una crisis del Estado en su conjunto que en las condiciones de Colombia, que no sólo impactó a la sociedad política, sino que tocó también a la incipiente moderna sociedad civil que venía emergiendo como fruto amargo de la descampesinización, el desplazamiento masivo y el desigual proceso de urbanización aluvional de Colombia.
El rumbo de la crisis orgánica prolongada, 1998-2010.
“El narco cambió por completo la estructura de valores de la sociedad y trae aparejada la corrupción.” Juan Carlos Henao, rector del Externado, ET, 9/12/2018, p. 1.2.
Ahora bien, tal crisis de larga duración todavía no se resuelve corrido más de medio siglo, curada por procesos parciales de “revolución pasiva” que impactan con la cooptación, el transformismo y el exterminio de los liderazgos subalternos. Tal y como se viene experimentando desde los años 90 del siglo pasado para acá, y con mayor intensidad bajo la degeneración democrática del orden político establecido en 1991, que empieza a ensayarse en un departamento bandera, Antioquia, gobernado por Álvaro Uribe Vélez, donde se pone en práctica un piloto de gobernabilidad para-política.
Este proceso de crisis democrático pluralista, a fines de los años 90 se tradujo en la crisis generalizada de legitimidad del orden político que enfrentó al gobierno de turno con los dictados del hegemón continental estadounidense, que descertificó a Colombia dirigida por Ernesto Samper, bajo la dirección del demócrata Bill Clinton, y la secretaria de Estado, Madeleine Albright, durante los años 1996 y 1997.
El bloque de poder, a la par, enfrentaba dos fuerzas subalternas disruptoras de signo diferente: la insurgencia subalterna guerrillera, que ganaba potencia ofensiva conforme obtenía recursos financieros y organizaba la resistencia rural; y la otra, el reformismo económico salvaje del narcotráfico, el cultivo sangriento de la hoja de coca, una contra-reforma en vez de la reforma agraria siempre aplazada, negada y combatida que venía produciendo ruina y desarraigo a millones de campesinos desde los tiempos de la Violencia bipartidista.
El trazo contradictorio después de la explosión de la crisis de representación en abril de 1948, prolongada después como crisis de legitimidad del gobierno político bipartidista, animada por el antagonismo social que trató de ocultarse detrás de una guerra irregular con teatro de operaciones en el campo, ganó momento después de 1994, cuando empieza a perfilarse la forma política de la degeneración de-democratizadora, esto es, la corrupción política de la clase política regional y su cacicazgo nacional, administrado por Julio César Turbay, cultor de la corrupción en sus justas proporciones.
Así se sientan las bases para el régimen parapresidencial que reemplazó el neopresidencialismo que cubrió la ola democratizante, 1991-1998. El neopresidencialismo tuvo una apoyatura legitimadora en la participación ciudadana de la tercería política, que casi triunfa en la asamblea constituyente, que constituyó la coalición electoral pluralista, Alianza democrática/ M19.
A cambio, esta paz parcial en lo político, de aceptar la apertura neoliberal de la economía impuesta por la administración de César Gaviria, convertido en el presidente por la gracia infausta del asesinato del candidato Luis Carlos Galán, ungido por el hijo mayor del inmolado jefe del nuevo liberalismo aggiornado con la milimetría oficialista del liberalismo clientelar de Turbay Ayala.
El tránsito de lo excepcional subalterno a la excepcionalidad Para- presidencial.
En lugar del neopresidencialismo democratizante estrenado en 1991 se impuso en Colombia el presidencialismo de excepción a partir de 1998. A pesar de la prohibición expresa de los regímenes de estado de sitio, impronta nacional desde la Ley de Caballos hasta el Frente Nacional de la fenecida Constitución de 1886.
Así vuelve Colombia al estado de excepción, en el marco de la Constitución de 1991, se instaura, sin prisa pero sin pausa, el régimen para-presidencial, una vez que fracasan de modo sucesivo las negociaciones de paz con la guerrilla insurgente de las Farc-ep, en su penúltima etapa, en la cresta de la recesión económica, siendo presidente Andrés Pastrana, cuando éste ordena el despeje del Caguán que abarcaba 5 municipios del Meta, en un término perentorio de 48 horas, el 20 de febrero de 2002.
Él es el padrino, con su ministro de defensa, Rodrigo Lloreda, de una criatura política contrahecha, antidemocrática engendro de-democratizador del doble uso de la excepción de hecho y de derecho: el régimen político parapresidencial que ampliará, perfeccionará y consolidará su sucesor, Álvaro Uribe Vélez, para librar la guerra que liquide la fuerza narco-terrorista de las Farc-ep.
Él había pilotado este modelo de “terror blanco y guerra subterránea” ensayado regionalmente con su secretario de gobierno Pedro Juan Moreno, durante la gobernación de Antioquia. Ambos revivieron el modelo de las autodefensas del segundo gobierno del Frente Nacional, que presidía Guillermo León Valencia. Esta vez, la nueva versión paramilitar, de corte reaccionario y represivo, obtuvo la mampara inicial de las asociaciones de seguridad privada “Convivir.” Este modelo lo prohijó desde el poder ejecutivo el binomio Samper Botero, enlodados ya con la financiación de la campaña por los dineros del narcotráfico suministrados por el cartel de los hermanos Rodríguez Orejuela.
¿Por qué este viraje reaccionario? Para impedir, contener la presencia perturbadora de lo excepcional democrático, encarnado en la fuerza constituyente y destituyente de la multitud ciudadana, que singulariza la interrumpida revolución democrática colombiana que reclaman e impulsan los subalternos, insurgentes y sociales, quienes confluyen en el incipiente bloque de la paz, una tendencia sostenida con altibajos, en ámbitos rurales y urbanos desde que se abre la crisis orgánica del orden capitalista dependiente que no sutura ningún estado de compromiso que incluya a millones de subalternos. Estos se ven compelidos a emplear todos los medios a su alcance para enfrentar la dominación del país político.
Así las cosas, primero fue posible un triunfo parcial de la negociación de paz, encabezada por el M-19, la insurgencia subalterna urbana que selló su proyecto popular armado con el desastre militar y político de la toma del palacio de justicia, en demanda de un diálogo nacional y democracia de parte del gobierno de Belisario Betancur.
Con las Farc-Ep vino un segundo, diferente recorrido, separado, igualmente tortuoso, luego que el secretariado fuera bombardeado de improviso, sin éxito en Casa Verde; en simultánea con la elección de delegados para la asamblea constituyente. Este episodio de guerra secreta señaló un proceso de abierta confrontación armada de la insurgencia con el gobierno presidido por César Gaviria.
La nueva paz con la insurgencia subalterna de base campesina fue firmada a regañadientes, por la fracción dominante del bloque en el poder, garantizada por la movilización nacional y popular; a contravía de la fracción reaccionaria del bloque en el poder, liderada por Álvaro Uribe y el Centro Democrático, que la quieren hacer trizas desde que ganó por poquísimo margen el plebiscito convocado por Santos.
Esta paz de factura neoliberal, como lo fue la celebrada por la guerrilla del M-19, y otros grupos de menor influencia, proscriben cualquier reforma del modelo económico y social establecido en 1991. Fue forjada en dos tiempos, entre La Habana y Bogotá, cuando padeció la escaramuza de un plebiscito mal planteado y peor dirigido.
El vocero ideológico, el gobierno Santos, se identifica como “centro radical”, y su legado quiere ser aplastada a toda costa por la tenaza que junta en su proyecto reaccionario en lo político, neoliberal en lo económico, a grandes terratenientes con capital financiero dedicado a la agricultura a gran escala, la minería y las energías no renovables.
El conductor político es el joven abogado, y funcionario del BID, Iván Duque, que encubre su reaccionarismo político con el embrujo aparente de la economía naranja, que en lo inmediato se ha traducido ya en la doma de la libertad de prensa y el pluralismo mediático que haga posible, y atractivo la neocolonización del capital transnacional dedicada al entretenimiento y el comercio del big data, con migajas de consolación para los emprendimientos de los millenials.
Esta es una estrategia “in progress”, ensayada con fracaso relativo en la radio y la televisión pública, con el episodio denunciado por Santiago Rivas, libretista defenestrado de RTVC que condujo a la salida de Juan Pablo Bieri, de una parte; a la vez resistida en la sociedad civil, en los varios incidentes contra los periodistas Daniel Coronell, María Jimena Duzán, y en fecha más reciente, contra Vicky Dávila, acusada falsamente de recibir pagos del excandidato, y líder de la oposición, Gustavo Petro, por parte de la dirección del Centro Democrático..
Con el empuje de los subalternos, en los entramados de una paz parcial, Colombia experimenta este “regreso al futuro” malogrado tantas veces; un espacio social de reformas desde abajo, disimulado por los focos de guerra civil regionalizada.
Con este panorama se actualiza y ubica el hecho político social de mayor envergadura. El experimento de la nueva lucha política y social, la marcha renovada de la democracia subalterna, que se manifiesta con visos de autonomía creciente en la disputa por la conducción de la sociedad civil moderna.
Es lo nuevo que marca el pulso por la hegemonía social, la progresión de una guerra de posición democrática, que toma cuerpo en una lucha contra hegemónica por ganar y conducir los espacios de la sociedad civil.
A esta lucha democrática plural, de amplio espectro, y alcance se la impide nacer todavía, por la reacción y derecha que gobierna, poniendo a la cabeza al joven cancerbero Iván Duque, integrante de la fracción que hegemoniza el bloque de poder oligárquico, que aspira al control monolítico del gobierno de la sociedad política.
Sin embargo, el bloque proclive a la guerra no tiene la fuerza suficiente, porque la oposición progresista y democrática, aunque minoritaria tiene fuerza en las dos cámaras para detener, y hasta cierto punto controlar la estrategia de la reacción y la derecha coaligadas.
De ahí que el régimen para-presidencial que no desmontó tampoco el gobierno de Juan Manuel Santos, a toda costa quiera imponer un orden marcial al rumbo de la paz en Colombia. Así las cosas, el bombazo que se atribuyó el Eln, contra la Escuela Nacional de Policía, se convirtió en una suerte de manzana envenenada, en procura de tales designios.
Pero, la disputa estratégica por la democracia no corrió la misma suerte que la familia Pizano, al denunciar, alertar de la corruptela de Corficolombiana y Odebrecht, cuya asociación con Colombia, data, cuando menos con los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez.
Entonces hubo las coimas en beneficio del candidato Oscar Iván Zuluaga, por los servicios del publicista brasileño Duda Mendonca. En ese laboratorio corrupto se probó a Iván Duque, jefe de la campaña presidencial, que evita fugas ingratas como la de Juan Manuel, fracasada la candidatura de Uribito, salpicado y embadurnado por el escándalo de AIS, que cómo no, financiaba la aspiración presidencial del Centro Democrático.
Lo que sí logró ahora, con la financiación mayoritaria de Luis Carlos Sarmiento Angulo, el binomio Duque/Uribe fue, al fin, el triunfo electoral, consolidado con 10.373.080; y enseguida el saboteo continuado de la negociación con la insurgencia subalterna del Eln, parqueada en La Habana desde agosto de 2018.
A la negativa oficial de retomar la negociación de paz que fue instalada y protocolizada por el gobierno anterior, se unió al insistente torpedeo contra la JEP, y la sindicación de Jesús Santrich como narcotraficante, después de la firma de la paz de diciembre de 2016. Tareas a cargo del fiscal conservador Martínez, alfil de muchos gobiernos, desde los tiempos de la negociación de paz de Pastrana con las Farc, en los tiempos del Caguán.
Esta vez no bastó la tramoya del gobierno estadounidense, orquestada por el Fiscal Humberto Martínez, antes consultor y apoderado de las causas de Sarmiento Angulo, pero sí puso en La Picota, a este caracterizado líder del nuevo partido Farc, e hizo refugiarse a Iván Márquez, quien no se posesionó en el Congreso y al Paisa, a riesgo de correr destinos similares. La primera acusación se derrumbó recientemente, ante la no presentación de las pruebas prometidas y demandadas por la JEP.
La presencia intempestiva de la participación subalterna
“La ciudadanía se movilizó sola, sin plata, sin clientelismo, sin partidos, sin apoyo institucional.” Claudia López, Alianza Verde. Copromotora de la consulta.
Ahora me refiero, y cómo no, a los resultados ciudadanos contabilizados en diferentes episodios propios de la disputa hegemónica y contra-hegemónica por la conducción de la sociedad civil en Colombia, que vienen produciéndose desde el año 2011, con la movilizaciones de la intelectualidad universitaria, que detuvo la contra-reforma educativa neoliberal, que sigue buscando en convertir el derecho a la educación superior en un bien económico transable.
Después vino el fementido paro agrario, que negó más de una vez el presidente Santos, ante cuya evidencia tuvo que rendirse el gobierno y celebrar acuerdos, las más de las veces incumplidos. Esta demostración de los subalternos sociales se convirtió como acción plural de masas, en un encuentro creativo entre la ciudad y el campo, y, sin duda, en reservorio para las luchas por la paz, y en el fortalecimiento de las nuevas organizaciones subalternas, en particular, Marcha Patriótica y Congreso de los Pueblos.
Durante estas luchas, urbanas, rurales y mixtas, las minorías indígenas, afro, mujeres por la paz, y víctimas del conflicto armado también se destacaron a través de mingas y formas de resistencia, la mayoría ubicadas en la región Pacífica, pero, no exclusivamente.
En la defensa de la paz negociada entre las cúpulas del gobierno y la guerrilla, presidida de los ciclos de negociaciones secretas de La Habana, que sólo al final se abrieron a delegaciones de víctimas, indígenas, militares, y otras delegaciones, la posterior presencia subalterna en las calles, de modo masivo, impidió que el plebiscito manipulado por la reacción y la derecha condujera a la anulación de la paz negociada con las Farc-Ep.
Herida de muerte por una descarada campaña de desinformación, el plebiscito por la paz estuvo atacado por un rosario de fake news, propaganda sectaria y contraria a las creencias religiosas que uno de sus conductores, Juan Carlos Vélez, del CD, gerente de la campaña reconoció sin empacho alguno, revelando el nombre de los poderosos financiadores del No a la paz.
La masiva movilización y concentración de octubre de 2016, no sólo presionó al despistado y circunspecto Juan Manuel Santos, sino que obligó a la bancada del gobierno a darle aprobación a la paz, incluyendo, eso sí, modificaciones a los acuerdos, que en todo caso recibieron aprobación constitucional ante la Corte, parando la avanzada reaccionaria, que, sin embargo, coleccionó rédito, para el siguiente ciclo electoral, de presidencia y congreso, que se abrió con la saga de las consultas para seleccionar candidatos posibles para 2018.
El despertar, y el avance de la democracia subalterna siguió su curso, en este caso, favoreciendo las aspiraciones de Gustavo Petro, y la coalición de la Colombia Humana, y la fórmula de centro que colocó en la delantera a Sergio Fajardo. No fue posible obtener un acuerdo entre las dos tendencias, y los más de 8 millones de votos cosechados, pero diivididos dieron el primer lugar a Iván Duque, quien para la segunda vuelta triunfó sobre el candidato de la Colombia Humana.
Lo que nadie esperaba, luego de la aprobación por el Congreso de la consulta popular contra la corrupción diera los resultados que consiguió, en efecto. Porque una vez que hasta el nuevo presidente, Iván Duque, dijo que la acataría, en disfonía con su propia coalición, que mascullaba entre bambalinas, sumó en rechazo a la corrupción, 11.674.951 votos, aventajando, de modo separado, al electo presidente por 10.373.080, y convirtiendo a la disputa por la hegemonía en el hirsuto territorio de la sociedad civil, en una notoria batalla librada, de manera pacífica, por la democracia subalterna hecha movimiento. Sin embargo, la cifra alcanzada, sin precedentes, como lo fueran también los más de 8 millones de votos depositados por la fórmula Petro/Robledo, no resultó suficiente para obligar al Congreso a darle cumplimiento al mandato votado el 26 de agosto de 2018.
Aquel mandato se ha convertido en un referente a comparar con experiencias, anteriores y posteriores, de multitudes subalternas movilizadas contra los gobernantes reaccionarios, o autoritarios. Tal como lo han sido, con signo político heterogéneo, las de la primavera árabe, las del 21 m en España, o la de los chalecos amarillos, por estos días.
La cifra obtenida, 11.674.951 no era suficiente, porque tenía que alcanzarse 12.140.342 votos, que correspondían al 33 por ciento del censo electoral vigente para entonces. Hoy sabemos, como lo recordara, el constitucionalista y académico Juan Carlos Henao, que sería otro el guarismo, luego de conocido el censo nacional de población que contravino la tendencia del crecimiento prospectada, al resultar que la población colombiana, contada a la fecha, apenas si superó los 45 millones de habitantes.
A estos resultados, en el segundo semestre de 2018, se sumó una intempestiva y renovada irrupción de la población universitaria movilizada contra la desfinaciación del presupuesto para las instituciones públicas y privadas. Por algo más de dos meses forzaron acuerdos con el gobierno nacional, que parecía no querer dar el brazo a torcer, a través de su ministra de educación que buscó zanjar de modo antidemocrático las demandas universitarias, reunida únicamente con los rectores.
Tales acuerdos fueron cuestionados en las calles, y movilizaciones multitudinarias orientadas por estudiantes y docentes, con el beneplácito de la ciudadanía, obtuvieron mayores compromisos para la financiación, y una especie de tatequieto al desangre descarado de la educación pública superior, con la reedición de la fórmula del “pilo paga”, disfrazada con la aureola de la excelencia, subsidiando, de modo preferencial a las instituciones privadas más cotizadas.
A la fecha, se ha añadido un protagonismo internacional de la política colombiana, en respuesta a la crisis venezolana, donde antes Santos, y ahora Duque y su vicepresidenta, Martha Lucía Ramírez, le han dado aprobación al autoproclamado presidente interino, Juan Guaidó, que tiene el apoyo descarado, ilegal, contrario a las reglas del orden económico mundial, extremando el bloque comercial y financiero del régimen en el gobierno, a raíz de la toma de posesión de Maduro, triunfador por segunda vez, en la elección de mayo de 2018.
A tal punto ha llegado la obsecuencia, el ánimo cipayo del presente gobierno, que se conoció por accidente, una anotación de John Bolton, halcón de la administración de Donald Trump, donde habla de 5.000 soldados mercenarios, para ser dispuestos a Colombia, en caso que se realizara una acción armada contra Venezuela, luego que la intentona de golpe de estado fue descubierta, y Guaidó, quien había sido apresado previamente, y puesto en libertad, siendo presidente de la asamblea, se autoproclamó en un acto público presidente, y por estos días, ha recibido la garantía de los fondos confiscados por el tesoro estadounidense a la estatal PDVSA.
Para arreciar en el vergonzoso y vergonzante protagonismo consueta de la alevosa acción imperial, injerencista en la región, que puede conducir a una guerra civil local, el gobierno Duque, y su canciller dan aprobación al nombramiento como embajador al dos veces expresidente de PDVSA, expresidente de la OPEP, el antiguo copeyano Humberto Calderón Berti quien se encuentra residenciado en España, donde ostenta también la ciudadanía española. Y fue animador de la Coordinadora Democrática contraria a la revolución bolivariana, desde el año 2002. Después, en 2015, fue parte de la Mesa de la Unidad Democrática, que triunfo en la Asamblea electa en 2015.
Con esas trayectorias políticas, el bloque reaccionario que insiste en la guerra como instrumento de política, interna y externa, en vez de la negociación, se prepara para las elecciones de octubre, donde se renovarán los poderes locales y regionales, con la expectativa que la para-república, que se entroniza de fines de los años 90, en tales escenarios, encuentre reconocimiento pleno en las urnas.
Y que una nueva edición de la retórica del “estado de opinión” obtenga el puesto de comando en la nueva sociedad civil colombiana, buscando ganar el favor de la mayoría de los sectores medios, endulzados por los beneficios momentáneos de las remesas que se originan, de modo principal, en los Estados Unidos, a raíz de la devaluación continuada del peso, por una parte; y por otra, que la llegada de algo más de 1 millón de migrantes pobres, antes residenciados en Venezuela, no pocos conectados con familias colombianas desde hace más de medio siglo, se convierta en un poderoso argumento no sólo económico sino electoral.
Hasta el punto, que para corregirle el rumbo a Nicolás Maduro, su partido, y la alianza cívico militar, y desmontar lo que queda de las conquistas populares del desprestigiado socialismo del siglo XXI, afectado por una inflación salvaje, inducida por la dura caída de los precios del petróleo.
Queda entonces, la respuesta de la oposición política nacional, que tiene que unir fuerzas en las elecciones por venir, zanjando la separación que hizo posible la derrota presidencial por la coalición. Ya se han ensayado lazos de unión en el trámite de la moción de censura contra el Fiscal, con la participación de Angélica Lozano, Jorge Enrique Robledo, y Gustavo Petro.
Es el principio de un posible Frente Común, que no prosperó en ponerle talanqueras a la ley de financiamiento, y que volverá a tensionarse cuando se le da trámite al Plan Nacional de Desarrollo, que ya está a la vista. Aquí se pondrá en práctica el curso de la democracia subalterna, y la lucha contra-hegemónica por la conducción de la sociedad civil desde abajo, y ganarle la lucha a la campaña anticorrupción, poniéndole talanquera a la impunidad. De no ocurrir esto, estaremos dando con el gobierno de Iván Duque, dos pasos atrás.
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Miguel Angel Herrera Zgaib. Profesor asociado, Ciencia Política, Universidad Nacional. Presidente de la IGS-Colombia, y SGGAL.
Foto obtenida de: El Colombiano
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