“Me gustaría enseñarles el camino al infierno para que se mantengan apartados de él”. El famoso filósofo italiano Nicolás Maquiavelo escribió estas palabras a un amigo en 1526, poco antes de su muerte. El infierno al que se refería era muy terrenal, el que surge de malas decisiones políticas e instituciones corruptas. Las personas a las que quería rescatar eran, para empezar, sus propios compatriotas: los ciudadanos de Florencia y de otros lugares de Italia que estaban a punto de perder sus últimos restos de soberanía y libertades civiles.
Así como él había aprendido mucho de la historia antigua, Maquiavelo deseaba que sus enseñanzas fueran útiles a futuros lectores —vivieran donde vivieran— para que evitaran caer ciegamente en sus respectivas pesadillas políticas. Sobre todo, quería enseñar a la gente cómo enfermaban las democracias y cómo podían curarse.
Hoy día, pocos consideran al viejo Nicolás como un sanador de enfermedades democráticas. Incluso podría parecer perverso pedir consejo médico al autor de El príncipe, un libro que muchos consideran un auténtico manual para tiranos. Sin embargo, las reflexiones de Maquiavelo no consisten solo en luchas salvajes por alcanzar el poder o en dominar los medios sin escrúpulos para lograr un fin que lo justifique. Los primeros lectores de El príncipe —filósofos como Spinoza y Rousseau— sabían, sin lugar a dudas, que el libro era una astuta denuncia de los métodos que emplean los tiranos en su ascenso al poder.
En 1585, el jurista italiano exiliado Alberico Gentili dijo que Maquiavelo era “un firme defensor y entusiasta de la democracia”, que pretendía “no instruir al tirano”, sino poner al descubierto “todos sus secretos” ante los ciudadanos. “Mientras parecía educar al príncipe”, decía Gentili, “en realidad, estaba educando al pueblo”.
Si nos detenemos en la dramática historia de la vida de Maquiavelo y en la época que inspiró sus ideas, esta opinión cobra verosimilitud. Los florentinos, como los ciudadanos de las democracias establecidas de hoy, estaban orgullosos de su particular forma de gobierno. Florencia era una república en la que había amplias asambleas populares, cambios frecuentes de magistrados y una aversión oficial a cualquier dirigente que sobrepasara los estrictos límites de su poder. Pero, al mismo tiempo, aquella era una época agitada en Florencia y en Italia, y la inquietud hacía que la gente bajara la guardia. Cuando nació Maquiavelo, la acaudalada familia de los Médicis se había convertido en la dinastía más poderosa de la ciudad, unos auténticos príncipes, pese a que, como los primeros emperadores romanos, mantenían la fantasía de que no eran más que los “primeros ciudadanos” de la República. Con sus relaciones y sus recursos económicos sin igual, y con su habilidad para explotar las divisiones sociales, los Médicis redujeron la famosa libertà de Florencia a una cáscara vacía. Varios familiares de Maquiavelo intentaron impedir sus maniobras anticonstitucionales: uno de ellos murió en prisión, y otro, en el exilio.
Cuando Nicolás tenía poco más de 20 años, los Médicis fueron expulsados de Florencia y se restableció un gobierno popular. Durante 15 años, Maquiavelo fue uno de los funcionarios más fieles de la República. Nadie luchó tanto como él para defenderla frente a los peligros constantes que la acechaban desde fuera y desde dentro. Aquella lucha le llevó a un largo viaje por Francia con el rey Luis XII y a la hermética corte de César Borgia, que amenazaba con atacar la ciudad y restaurar a los Médicis en el poder. El secretario Maquiavelo y su ciudad escaparon por los pelos, pero esto no duró mucho. En 1512, en un golpe apoyado por el Papa y por las temibles tropas españolas, los Médicis volvieron al Gobierno. Despojaron a Maquiavelo de todos sus cargos, le encarcelaron y le torturaron bajo sospecha de haber conspirado contra ellos.
Diez meses después, tras pasar un periodo deprimido y desempleado, Maquiavelo dijo a sus amigos que había escrito el libro que conocemos con el título de El príncipe. Se dice con frecuencia que fue su manera de solicitar trabajo, de congraciarse de nuevo con sus patrones. Pero el contenido de la obra es tan escandaloso que no parece probable que su autor se la enviara nunca a los dueños de Florencia, o, si lo hizo, que creyera que la iban a recibir como una muestra de repentino respeto por su poder. El libro está lleno de irónicos “elogios” a los príncipes y Papas que habían llegado al poder a base de mentiras, sobornos y asesinatos, una extraña selección de ejemplos para una dinastía cuyo jefe, Juan de Médicis, acababa de ser elegido líder espiritual de toda la cristiandad, con el nombre de papa León X. Más bien, como pensaron Gentili y otros, El príncipe es un manual de autoayuda retorcido y astuto al servicio de los ciudadanos: parece que elogia a los príncipes más taimados, pero, en realidad, enseña a los ciudadanos a no deslizarse por sus rampas y a protegerse contra la tiranía.
Tanto cuando era secretario de la República como a través de sus brillantes y variados escritos —que incluyen comedias picantes, poemas, canciones festivas y una historia de Florencia—, Maquiavelo dedicó su vida a tratar de advertir a la gente sobre los peligros que amenazaban sus libertades políticas, con la esperanza de que aprendieran a defenderse. ¿Qué diría sobre las dificultades que atraviesan hoy nuestras democracias?
Seguramente empezaría por recomendar que, para tratar al Estado, hay que practicar una medicina de calidad y no quedarse en los síntomas superficiales, sino buscar las causas fundamentales. En sus escritos sobre Florencia, la antigua Roma y otras repúblicas, Maquiavelo llega a la conclusión de que las crisis democráticas tienen dos causas especialmente profundas. Una es el sectarismo extremo, que no es lo mismo que las discrepancias, por grandes que sean, entre unos partidos políticos organizados. Las discrepancias, subraya, pueden ser síntomas de la buena salud de una democracia: en toda sociedad libre existen valores e intereses distintos, y hay que dejar que se expresen, que ocupen su parte correspondiente del espacio público. La enfermedad aparece cuando la gente confunde la sana discrepancia con unos desacuerdos irremediables y empieza a exigir la conformidad ideológica además de la obediencia a las leyes comunes. Las demandas de conformidad empujan a los más fanáticos a dividir a la gente en bandos enemigos, no a tener en cuenta los intereses comunes y pensar que necesitan la “victoria suprema” sobre sus adversarios. “Quienes creen que así se puede unir una república”, dice Maquiavelo, “están muy engañados”, y aspiran a algo que va en detrimento de la libertad.
La otra gran amenaza es la que generan las desigualdades extremas. Maquiavelo no era un estricto partidario de la igualdad, pero sí pensaba que, para evitar la corrupción, las democracias necesitan tener una vaga “igualdad” de oportunidades, riqueza y posición social entre los ciudadanos. Un exceso de desigualdades destruye la confianza de la gente porque facilita que los ricos dominen a los demás y hace pensar a los pobres que el sistema está manipulado en su contra. Y o, alteran el equilibrio general de las libertades que preserva la estabilidad de las sociedades libres.
Maquiavelo hace hincapié en una cosa: que los ciudadanos corrientes son tan responsables de estas patologías como los dirigentes y los ricos. Después de presenciar los enfrentamientos sangrientos entre partidarios y enemigos del carismático fraile dominico Girolamo Savonarola —cuyos sermones contra la corrupción le convirtieron, durante un tiempo, en el líder real de Florencia—, Maquiavelo se dio cuenta de que el increíble poder del religioso derivaba, más que de sus manipulaciones, de la credulidad de sus seguidores. Entre dichos seguidores había algunos muy educados y otros más “toscos”, pero todos deseaban un drástico cambio, en aquellos tiempos llenos de miedo y corrupción, y vieron a Savonarola, con sus palabras contra el sistema, como su salvador. Sus seguidores y adversarios transformaron la política en una lucha por el alma de Florencia y, en el proceso, casi acabaron con la República.
Respecto a las desigualdades, Maquiavelo señala que, en sociedades de mercaderes y banqueros, con tanta competitividad —hoy habría encontrado muchas similitudes—, todo el mundo se obsesiona con ganar y perder, con las clasificaciones y los títulos, e intenta adelantar a los demás como sea. A menudo, los que proceden de las capas medias, muy preocupados por su estatus, son los que más quieren avanzar, para no quedarse atrás: “Porque a los hombres no les parece que tienen asegurada la posesión de lo que corresponde a un hombre si no adquieren algo nuevo”. Es lo que ocurrió en Florencia, recuerda Maquiavelo en sus Historias florentinas, cuando los ciudadanos de clase media arrinconaron y expulsaron a los trabajadores pobres del sistema gremial que había protegido sus derechos. El resultado fue una guerra civil que destruyó la confianza entre las clases sociales durante siglos.
Si examinamos las democracias liberales de hoy, es fácil ver grietas como las que denunciaba Maquiavelo, que fue testigo de la facilidad con la que el autoritarismo puede arraigar y florecer en unas circunstancias semejantes. Pero, un momento, ¿no nos dice el “realismo maquiavélico” que, en este mundo despiadado, uno debe pensar ante todo en su propia seguridad, y que la preocupación por las luchas civiles y las desigualdades debe pasar a un segundo plano muy distante? Solo si nos tomamos en serio el consejo de algunas frases estremecedoras de El príncipe como que “los príncipes deben saber entrar en el mal”; pero eso es no tener en cuenta la opinión autorizada de que Maquiavelo no estaba elogiando esos métodos, sino enseñando a los ciudadanos los mecanismos de la tiranía. Maquiavelo era un hombre muy divertido, con un irrefrenable impulso satírico, y sus blancos preferidos eran los gobernantes que no respetaban ningún límite en su búsqueda de un poder cada vez mayor. Los argumentos más enérgicos de El príncipe plantean que el unilateralismo egocéntrico es una forma muy poco realista de adquirir seguridad. “Las victorias nunca están aseguradas sin cierto grado de respeto”, dice en un fragmento que la mayoría de los estudiosos suele pasar por alto; “sobre todo, respeto a la justicia”.
¿Qué pueden hacer los ciudadanos para salvar sus democracias acosadas? Si Maquiavelo viviera hoy, quizá empezaría por decirnos que asumamos más responsabilidad por nuestros problemas, en lugar de culpar a determinados líderes o al “sistema”. No cabe duda de que los políticos engañan, inflaman, difunden “noticias falsas” y “hechos alternativos”; pero algunos ciudadanos son tan quisquillosos respecto a su honor, tan propensos a caer en el pánico, que se cumple la máxima de que “quien engaña siempre encuentra a alguien que se deja engañar”. No cabe duda de que las democracias actuales son inmensas máquinas impersonales manejadas por personas a las que parece importar más su carrera que el bien público. Pero los ciudadanos que desean el cambio deben organizarse y trabajar para lograrlo, no dejar todo en manos de extremistas o grandes salvadores que les prometen transformar el sistema. Cuando la gente está harta e irritada, apunta con perspicacia Maquiavelo, le es muy fácil “convencerse” de que un líder de comportamiento ilegal y “vida sin escrúpulos puede hacer que surja la libertad”. Pero el resultado nunca es el esperado. Los ciudadanos, que se dejan llevar demasiado deprisa por “grandes esperanzas y promesas deslumbrantes”, a menudo se encuentran después con que “bajo la superficie se esconde la ruina de la República”.
Maquiavelo pensaba que señalar a los ciudadanos sus errores fuera suficiente para que se despertaran y se alejaran del abismo. Le gustaba analizar los trucos retóricos con los que las personas se engañan a sí mismas para no tener que asumir su responsabilidad democrática: la responsabilidad de juzgar con atención las políticas y a los candidatos, de escuchar a la otra parte, de entablar un diálogo civilizado y de no pretender tener más poder y recursos de los que, con justicia, le corresponden. Sin embargo, a pesar de su brutal franqueza al hablar de los defectos del gobierno popular y sus responsables, Maquiavelo deja claro por qué una democracia basada en las leyes es siempre mejor que un gobierno autoritario: “Un pueblo capaz de hacer lo que quiere no es sabio, pero un príncipe capaz de hacer lo que quiere está loco”. Maquiavelo nos ayuda a interpretar con agudeza las señales de peligro político, y su vida y sus palabras nos enseñan a no crear nuestros propios infiernos políticos, ni empeorar los que ya tenemos.
ERICA BENNER: investigadora en la Universidad de Yale y autora de ‘Be Like the Fox: Machiavelli’s Lifelong Quest for Freedom’ (2016).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Fuente: https://elpais.com/i
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