El problema que podría surgir de forma perentoria es que los países más poderosos sintiesen que las mayores cargas solo recaen sobre ellos y, en todo caso, solo estarían dispuestos a asumirlas siempre que supiesen lo que podrían conseguir a cambio. Sugerir que el resultado consistiría en obtener un planeta habitable para nuestros hijos y nietos ya debería ser un «premio» suficiente, sobre todo si son esos países ricos los que han llegado a serlo llenando la atmósfera de carbono. Es de justicia, pues, que hagan el mayor sacrificio y ayuden a los más perjudicados. A cambio, los países en vías de desarrollo podrían empezar a plantearse que es necesario que limiten el crecimiento de su población. Es decir, que si los ricos han de sacrificarse potenciando el decrecimiento, los países en vías de desarrollo deberían iniciar el decrecimiento poblacional, que solo se conseguirá en países pobres mediante la educación. Una educación igualitaria y universal que saque a las niñas de su función primordialmente reproductora en esos países.
El hándicap con que se encontrarán las instituciones internacionales que quieran que se aplique dicho decrecimiento será la resistencia de la población de esos países, porque lo verán como una injerencia en sus vidas y creencias más arraigadas y, por tanto, como una restricción a sus libertades. Podría, incluso, ser una fuente que potenciase los nacionalismos más atávicos y reaccionarios. Cosa que ya ocurre en los países supuestamente más avanzados. ¿Cómo hacerle comprender a la gente que su vida se encuentra controlada y conformada por factores que la limitan y la hacen sentirse indefensa? Solo una ampliación y profundización de la democracia podría ser la respuesta adecuada a dicha indefensión. El resultado consistiría en que la ciudadanía reflexionase acerca de lo que es verdaderamente importante para ella y pudiese así expresarlo. Vías adecuadas de profundización podrían ser las conversaciones locales, los debates de toda la comunidad, las reuniones municipales como «corazón» de la democracia. Las de ampliación, creando un marco democrático a escala mundial. Solo así se podrían abordar los grandes problemas que atraviesan las fronteras nacionales, como puede ser la ciberdelincuencia y los terribles peligros que entraña el cambio climático. En conclusión, solo una democracia mundial que funcionase podría resolver los problemas mundiales.
Indudablemente, el primer paso es darle a la gente la oportunidad de que hable mientras los expertos y responsables gubernamentales escuchan. Es decir, ayudar a la gente a que tome la palabra, animarla a que hable entre sí y a que descubra, mediante el intercambio de ideas, lo que es necesario decir. Ahora bien, hay que huir de dos peligros extremos. Por un lado, abordar el cambio climático solo mediante la cooperación y la acción colectiva en un nivel concreto, porque existe la amenaza real de que el gobierno le parezca remoto a la gente y provoque su indiferencia. Sin embargo, el riesgo de dejar que se tomen todas las decisiones en un nivel inferior, es decir, en manos de países o grupos más pequeños, crearía un caos y no la acción coordinada necesaria, por lo cual el problema seguiría o empeoraría. La solución está en mantener la gobernanza en el nivel adecuado y acercar el organismo de decisión a la gente a la que representa para que todo el mundo se dé cuenta de que sus preocupaciones por las cuestiones que realmente les importan puedan oírse y valorarse cuando se tomen las decisiones.
En ese sentido, pues, cabría reflexionar acerca de a qué nos referimos cuando hablamos de «democracia». Podríamos empezar ubicando su ejercicio en un nivel básico para pasar progresivamente a otros más generalizados. Así, cabría iniciar el proceso por la democracia en el ámbito familiar. Si se estableciese un rol democrático dentro de la familia, algunas de sus decisiones implicarían a más gente, por ejemplo, a los vecinos. A continuación, se pasaría al barrio. Después, por encima del nivel de barrio, entraríamos ya en el nacional, aunque sabemos que hay escalones intermedios, como pueden ser los locales. Ahora bien, ya conseguiríamos bastante si todos los miembros de un grupo determinado participasen en una acción colectiva, que solo se podría alcanzar mediante el ejercicio de la democracia y la libertad de todos los implicados.
Por tanto, habrá que ir ampliando la escala hasta llegar al cambio climático, que exige que actuemos todos juntos; es decir, se trata de una implicación internacional, de toda la humanidad. El método ideal consistiría en implicarse en una conversación para generar un debate inclusivo, bien documentado y con el objetivo de buscar una solución que le permita a todo el mundo vivir. Ciertamente, es imposible que todo el mundo hable, por tanto, habrá que recurrir a la representación, que tendrá que tener en cuenta no solo a los vivos sino también a las generaciones futuras, porque nuestras decisiones les afectarán muchísimo. Por ello, los canales de comunicación entre los ciudadanos y quienes toman las decisiones son esenciales. En ese sentido, el problema es que no está claro quiénes son los mejores actores y quiénes los interesados, porque es ahí donde no se pone de acuerdo la gente. O, mejor dicho, hay dos problemas básicos opuestos entre ellos: o no incluir a gente suficiente o incluir a demasiadas personas. El riesgo está en que la solución a un problema se acuerde con aquellos que no se juegan nada y que actúan en contra de los intereses de otros a quienes sí que afecta el problema. Por ello, la gente tiene miedo o se siente decepcionada cuando sus aspiraciones caen en manos de burócratas anónimos o dictadores sin escrúpulos.
Si hay gente de más en el sentido de que no le preocupe directamente el problema, pero está comprometida con otra a la que sí, deberá echarse a un lado y dejar que los directamente implicados actúen. Sin embargo, esa gente no se echa atrás, porque es incapaz de captar que el problema es grave para los otros. Por ello, solo una profundización en la democracia podría crear los canales de comunicación necesarios para aquellos que no están directamente implicados en un problema vean que los otros sí que perciben la gravedad del problema que les afecta. Quizás la única solución debería pasar por una especie de sistema jurídico que dictaminase ante un litigio en el que las partes no se ponen de acuerdo qué es lo realmente importante y quién tiene que asumir la acción. La democracia de varios niveles podría imitar ese tipo de solución.
Pongamos el ejemplo de un organismo internacional que, en la «guerra» contra el cambio climático, ha ido demasiado lejos frente a los intereses de una serie de naciones. Los países agraviados deberían poder recurrir a otro organismo internacional o «tribunal» en el que plantearían su caso para evitar el abuso a la hora de resolver las inquietudes de la gente. Es importante, pues, contar con medidas de protección ante alianzas que pueden poner en riesgo intereses justos y valiosos. De todos modos, siempre quedará la pregunta de quién vigila al vigilante…
Mediante la educación, podríamos enseñar a nuestros niños una lección: que no siempre se pueden salir con la suya. Y, ante el cambio climático, no hay otra alternativa que actuar juntos mediante el debate democrático en muchos niveles, incluido el mundial, el de toda la humanidad, sin dejar de garantizar que las medidas de protección funcionen.
Pepa Úbeda
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