La magnitud del fenómeno puede ser suficiente sustentación, cuando la Contraloría General de la Nación estimaba, hace tres años, que anualmente se pierden 50 billones de pesos por latrocinios. También se podría sustentar enumerando los casos de corrupción que se amontonan, y no se resuelven por acción judicial, sino que pierden actualidad noticiosa por la emergencia del nuevo escándalo, que opaca al anterior. La enumeración de casos con sus montos necesitaría un archivo de miles de páginas, con cientos de miles de entradas.
Tal vez la prueba más contundente de la intención rapaz de la arquitectura institucional es la impunidad generalizada en los casos famosos: Nadie pagó un día de cárcel por la defraudación del Metro de Medellín, aún con los autores individualizados por la justicia, en cambio todos los colombianos seguimos pagando lo que se robaron; tampoco por el caso Dragacol, con los mismos protagonistas; ni por el de Chambacú, ni por defraudaciones a licoreras, o departamentos, ni por Reficar, ni por Centros Poblados y los 70.000 millones abudineados; ni por los robos al Programa de Alimentación Escolar, que matan a nuestros niños de hambre. Nada pasó con los culpables del saqueo al anterior Fondo Nacional de Estupefacientes, ni a la actual Sociedad de Activos Especiales, SAE, donde hasta la madre del anterior presidente metió las uñas.
Otra clave del diseño malevo del Estado es la parábola trepadora de los grandes defraudadores: Ascienden en su carrera política, hasta llegan propulsados a organismos internacionales. O al servicio diplomático, que ancestralmente es burladero a la justicia de los delincuentes de cuello blanco. Claro que caen algunos, mas sólo los chiquitos, como los hermanos Nule, o Samuel Moreno, porque los grandes titiriteros de la rapacería son intocables, y no se ha graduado todavía el juez que se atreva a procesarlos y condenarlos.
Incluso, la defensa de los corruptos no se dirige a desvirtuar cargos, o refutar pruebas, sino a dilatar hasta conseguir el vencimiento de términos.
La ostentación sin pudor e impune de las riquezas obtenidas mediante el desfalco, ante un pueblo por ellos mismos empobrecido, también podría testificar la perversión estatal. En Quibdó hay un barrio que los chocoanos llaman “erario público”, indicando con ello el origen de los recursos con los que se construyó. Y en Colombia existe un partido político que tiene el récord mundial de más militantes condenados por la comisión de todo tipo de delitos… ¡De todo hay en una viña tropical!
Obsérvese también el trato privilegiado que hay para los corruptos: Penas leves, casa por cárcel, o estadía en los casinos de oficiales de la Policía, cuando no en los resorts del Ejército. O las casas fiscales, donde los que terminan realmente presos son los guachimanes del Inpec (Instituto Nacional Penitenciario), convertidos en mandaderos al servicio de las extravagancias de los presos de lujo.
Tampoco existe la reparación a las defraudaciones. Transparencia por Colombia señalaba que sólo el 5% de lo robado se recupera, así que tras una pena leve el corrupto sale a disfrutar de lo robado. Existe una norma que exige al defraudador, para acuerdos con la fiscalía, que le rebajan el 50% de la pena, devolver al menos la mitad de lo robado. Esto deviene en un mandato de robar en cantidades astronómicas, para que restituyendo la mitad quede muy rico al finalizar la leve condena.
En general el engranaje de la corrupción administrativa opera por clanes familiares que, a la manera feudal, se consideran dueños de una región y de su presupuesto. Y dado que no existe el delito de sangre en Colombia, se tolera la complicidad de sangre, y el testaferrato de sangre, que luego lanzan a sus parientes a ocupar curules y cargos de los imputados, con los recursos robados.
El último aporte a esta arquitectura del latrocinio lo hace el uribismo con la cooptación mafiosa de los órganos de control: Fiscalía, procuraduría, defensoría, contraloría. Y hasta el poder judicial con el llamado “Cartel de la Toga”. Reforzado todo con el medieval sistema de fueros, privilegios ante el sistema judicial, que dificultan procesar los actos delictivos de funcionarios con mayor capacidad de daño. ¡Y ni qué decir de la comisión de acusaciones!
La venta de bienes del Estado a menos precio ha sido uno de los mecanismos más recurridos de las últimas décadas. El Código Civil, derecho privado, trae el concepto de Lesión Enorme “cuando el precio que recibe el vendedor es inferior a la mitad del justo precio de la cosa que vende; y el comprador a su vez sufre lesión enorme, cuando el justo precio de la cosa que compra es inferior a la mitad del precio que paga por ella”(artículo 1947), lo curioso es que no existe lesión enorme cuando se trata de empresas, muebles, e inmuebles del Estado, lo cual es una patente para feriar lo público, con impunidad garantizada para el funcionario corrupto. Los ejemplos abundan: Isagen, vendida por menos de la mitad de lo que valía, también
ISA, Telecom, Corelca, Termocartagena, Ecopetrol, Enertolima…
Igual pasa cuando el Estado es el comprador. Fueron famosas hace años las “pechugas de 40.000 pesos”, o las latas de atún de 20.000, cuando el valor en el mercado era muchas veces inferior. Algo semejante se descubrió en la compra de las vacunas para el Covid 19. El no existir lesión enorme en el derecho administrativo autoriza estas defraudaciones, e impide que se puedan revertir, o rescindir, el contrato.
Cuando la norma no protege el patrimonio común de la nación, promueve el latrocinio, y resulta acertado afirmar que el Estado colombiano está hecho para robar. No faltará quien diga que es una generalización injusta, es probable que quien así opine es porque participa de algún clan que desfalca las venas del erario, o está en turno para hacerlo.
Porque la cleptocracia no sólo describe una modalidad de funcionamiento estatal: socialmente conlleva otros fenómenos: Establece la complicidad como lazo social, “Hagámonos pasito” y el cuentico ese “todos somos culpables”, para relativizar y normalizar el delito. También, necesita escamotear la verdad, al hacer de la mentira un método.
La tensión entre lo colectivo y lo particular, lo público y lo privado, siempre ha de existir. Defender lo colectivo está dentro del espectro de la ética, que nos permite habitar una mejor sociedad. Ahora, cuando corren tiempos de cambio, es urgente corregir el diseño institucional, de hacer de Colombia un Estado decente.
José Darío Castrillón Orozco
Foto tomada de: Hormiguitas de Telecom 2011
Hernan Pizarro says
La oligarquía siempre se ha enriquecido asaltando el erario. Por eso no renunciarán a sus cargos oficiales heredados de sus progenitores.
Falta que el pueblo colombiano tome conciencia de su propiedad sobre lo público.
Manuel P says
La siempre reiterada cantaleta contra la corrupción nunca ha sido suficiente, ni para disuadir a los criminales, que se saben a salvo de la justicia, ni para generar la desnaturalización y el repudio sufsuficiente en forma de castigo social generalizado o en las urnas. ¡ya les va llegando la hora! y por eso se retuercen de ira ante los asomos reformistas del actual gobierno.
Carlos Agudelo M. says
El recorrido en la búsqueda del foco del delito ha pasado por diferentes momentos y, para no hacer apologías, en el corto tiempo podemos verlo en el partidismo político, las guerrillas, el narcotráfico y la toma del estado por parte de ellos, y, en la actualidad el foco ha recaído en la corrupción. En todos los casos hay una sombra que sostiene el andamiaje: La Impunidad.
El canalla no delinque sólo porque le resulte cómodo o fácil, o porque le parezca “natural” y posible…. Lo hace porque se sabe impune.
Hemos asistido por muchas décadas a la naturalización del crimen (pocas cosas nos asombra y ese asombro es cada vez más efímero), pero la Naturalización de la impunidad es cada vez más perniciosa, tanto, que enceguece…
Gran artículo estimado José Darío. Grande abrazo..!!