Pero como si este cúmulo de agravios no fuera suficiente viene el presidente Donald Trump y nos calumnia y nos humilla públicamente. Porque la descertificación de la lucha contra el narcotráfico realizada por el presidente Petro es ciertamente una calumnia. Las estadísticas de la propia DEA, corroboran lo que ha venido afirmando Petro desde entonces. Bajo su gobierno el decomiso de cocaína ha alcanzado niveles históricos. Negarlo es, repito, calumniarlo a él y calumniar a nuestras fuerzas armadas y a nuestra policía. A ellos, a sus abnegados esfuerzos, se deben los logros documentados por la DEA y exhibidos por el presidente Petro. A Trump, sin embargo, esta calumnia le ha parecido poco. También decidió humillarnos a todos los colombianos y colombianas, incluyendo arbitrariamente a nuestro presidente en la Lista Clinton. Como si fuera un vulgar delincuente o un cómplice destacado del crimen organizado. Petro, en su doble condición de presidente de la república y de jefe de Estado de la misma, solo puede ser juzgado – y eventualmente condenado por un delito de lesa humanidad- por la Corte Penal Internacional o por el Tribunal Penal internacional, dos instituciones jurídicas autorizadas por las Naciones Unidas para juzgar a presidentes y a jefes de Estado cuando se presente el caso. Ningún juez, ningún jurado y menos aún un funcionario estadounidense tiene el más mínimo derecho a enjuiciarlo. O a incluirlo en una lista de prófugos de la justicia estadounidense. Por esta razón incluir a Petro en la Lista Clinton, aparte de carecer de cualquier fundamento jurídico, le humilla y humilla a lo que él política y legalmente representa: la república de Colombia. Un estado independiente, libre y soberano que no puede ser tratado por nadie, por muy omnipotente que se considere, como una banda de facinerosos.
Estas decisiones de la administración Trump, claramente violatorias de la legalidad internacional y completamente reñidas con las más elementales normas diplomáticas, no son sin embargo hechos aislados. No son las rabietas de un octogenario. Se enmarcan, por el contrario, en la política internacional de Trump, definida en Estrategia de seguridad nacional publicada la semana pasada. En dicho documento él se jacta no solo de revivir la tristemente célebre Doctrina Monroe – proclamada en 1823- sino de añadirle un corolario: el Corolario Trump. Hubo antes otro corolario, el que Theodor Roosevelt formuló en 1903. Si la Doctrina Monroe declaraba la oposición de Estados Unidos a cualquier intento de colonizar o re colonizar países del hemisferio occidental por parte de las potencias europeas, el Corolario Roosevelt proclamó el derecho de Washington a intervenir en cualquier país independiente y soberano de nuestro continente. Colombia fue la víctima más destacada de esta brutal política. Violando nuestra soberanía, sus agentes apoyaron activamente a los secesionistas panameños que se alzaron en armas en contra del gobierno central, sus acorazados bloquearon el ingreso de las tropas nacionales enviadas para restaurar el orden y, una vez conseguida la independencia de Panamá, su flamante gobierno entregó la soberanía y el control militar de la ancha franja de terreno en la que una empresa estadounidense construyó el canal. El control militar soberano que Trump quiere ahora recuperar para expulsar a la empresa china que gestiona los dos puertos de acceso al mismo.
El Corolario Trump, sigue la misma lógica, esta vez dirigida de lleno en contra de Venezuela. Recordemos que fue durante su primer mandato que se inició la campaña de cambio de régimen, que incluyó el bloqueo económico, político y diplomático que puso a dicho país al borde del colapso. Venezuela sin embargo resistió. Y no sólo sobrevivió a tan despiadada campaña de cerco y aniquilamiento, sino que aprendió a convertir el durísimo castigo en victorias sucesivas y hoy exhibe logros en todos los ámbitos de su sociedad que auguran un futuro a su modelo de transición democrática al socialismo.
Pero el presidente Trump, en vez de aceptar la derrota de su estrategia subversiva, ha decidido redoblar la apuesta. Pretende revertir el fracaso de los bloqueos y las devastadoras sanciones apelando a la guerra abierta y no solapada, tal y como lo anuncia el desplazamiento al sur del mar Caribe de una poderosa fuerza aeronaval en el Caribe y el despliegue de numerosos efectivos militares en Puerto Rico. Una guerra que ya está en marcha y que se está adelantando en contra del derecho internacional e incluso de las normas que actualmente rigen la conducta de las fuerzas armadas estadounidenses en los conflictos bélicos. Violar estas últimas normas fue a lo que Peter Hegseth invito a la cúpula militar reunida al completo en la base naval de Quántico semanas atrás. En su incendiario discurso, el autodenominado secretario de guerra alentó descaradamente a las fuerzas armadas de su país a emplear sin ninguna restricción “la fuerza letal”. Y eso es lo que ha oficializado Trump en su flamante estrategia de seguridad nacional, argumentando que esa ruptura de las leyes y las normas es la mejor respuesta posible a “amenaza a la seguridad nacional” representada por el “narcoterrorismo”.
Al cabo de tres meses de despliegue de la mencionada fuerza aeronaval en el mar Caribe, ya sabemos en qué consiste el uso irrestricto de la “fuerza letal”, preconizado por Hegseth y Trump. CCN reporta que hasta la fecha se han bombardeado 23 lanchas y se han causado 87 muertos, por lo menos uno de ellos colombiano. Han sido verdaderos asesinatos, o “ejecuciones extrajudiciales” si se prefiere, cometidas en violación tanto del derecho internacional como del estadounidense y de las reglas de combate de las fuerzas armadas estadounidenses antes mencionadas. El caso más cruel e indignante – que ha suscitado incluso protestas entre los medios militares norteamericanos – ocurrió el pasado 2 de septiembre. Ese día, una presunta lancha de narcotraficantes fue completamente destruida por un misil, pero sobrevivieron dos de sus tripulantes. Los drones que seguían el operativo permitieron que los viera el comandante del operativo, que preguntó a sus superiores: ¿Qué hay que hacer? Le respondieron: ¡Mátenlos! A pesar de que el reglamento impide matar a enemigos desarmados e indefensos en el agua. En los medios estadounidenses se ha dado una polémica en torno a quién fue el responsable de esta orden criminal, si el propio Hegseth o el jefe del Comando Sur. Pero, con independencia de quien fue finalmente el responsable, el crimen se cometió y es una prueba irrefutable de hasta qué extremos de crueldad conduce el empleo sin restricciones la fuerza letal, promovido por la Estrategia de Seguridad Nacional de Trump.
Lo que está también fuera de duda es que este ataque, así como cualquier otro de los 83 ataques letales a las supuestas narcolanchas, no será castigado por la administración Trump ni por la justicia militar estadounidense. Quizás el Congreso apruebe alguna moción de censura para salvar la cara, pero no cabe esperar que condene la guerra abierta de Trump contra Venezuela. Es un Congreso bipartidista que históricamente ha permitido, cuando no autorizado, los peores ataques y acciones bélicas ordenadas por el gobierno de Washington en el mundo, so pretexto de la “guerra contra el terrorismo”. Es esta guerra la que ha dado carta blanca antes, y la vuelve a dar ahora a Trump, a cualquier acción violenta emprendida por el inquilino de la Casa Blanca por ilegal y sanguinaria que sea. Como ha quedado demostrado en Afganistán, Irak, Libia, Siria etcétera. Es por esta razón por la que Trump ha convertido la “guerra contra el narcotráfico” en “guerra contra el narcoterrorismo”.
Y es esta la razón por la que ha acusado al presidente Maduro de ser el cabecilla del fantasmagórico cártel de los soles y ha incluido al presidente Petro en la Lista Clinton. Con estas dos acusaciones les ha cometido en blancos ya no de la DEA y el FBI sino de las fuerzas armadas estadounidenses. Y de ese ejército en la sombra que son los Seals, la unidad de letales operaciones encubiertas que está bajo el mando directo de la Casa Blanca. Cualquier acción letal contra Maduro o contra Petro estará legitimada de antemano en Estados Unidos por la “guerra contra el narcoterrorismo”, aunque viole descaradamente el derecho internacional y la independencia y la soberanía de los países que ambos legítimamente representan.
Antes dije que la guerra abierta contra Venezuela ya está en marcha. Lo dije porque la campaña de ataques letales contra lanchas en el Caribe y la orden de cerrar el espacio aéreo venezolano han sido solo la antesala del bloqueo marítimo de dicho país. Hace dos semanas buques de guerra estadounidenses impidieron por la fuerza a un navío ruso llegar a Venezuela y descargar la gasolina que resulta indispensable para el procesamiento del petróleo pesado por las refinerías venezolanas. Y el martes de esta misma semana, barcos de la misma marina han secuestrado un petrolero que se dirigía a Venezuela, sin que hasta el momento de escribir esta nota se sepa si es el mismo petrolero al que antes se le impidió la llegada al país hermano. Con estos actos de piratería se pretende impedir que siga exportando petróleo a China y a países de los BRICS + e incluso que sus propias refinerías produzcan gasolina para consumo interno. Para de esta manera estrangular de nuevo su economía, tal y como se intentó y no se consiguió con el despiadado régimen de sanciones impuesto por el presidente Trump durante su primer mandato. En este contexto la inclusión de Petro en la Lista Clinton puede interpretarse como un medio con el que se pretende extorsionar a nuestro presidente para obligarlo a sumarse al bloqueo militar de Venezuela. Que, se mire como se mire, es de hecho una guerra.
Carlos Jiménez.
Foto tomada de: La Opinión

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